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En memoria del Gordo

Por Jorge Giles

Con apenas 12 años, el Gordo ya andaba entre fierros y tuercas aprendiendo el oficio noble del mecánico argentino, que es el tipo que con una pinza está en condiciones de arreglar una cortadora de césped, un Torino, un último modelo japonés y la sonda espacial que viaja a Marte. Se casó temprano y temprano tuvo a sus hijas. Agudizando su ingenio, su picardía y sus innatas habilidades, pasó el examen y comenzó a laburar en la textil mas grande de Corrientes, La Tipoití. Pronto llegó a encargado de Mecánica y en lugar de ponerse en alcahuete de los patrones, aceptó el título de Delegado General de la Comisión Sindical Interna. La noche que fue elegido, se acordó de nuestro viejo, que entre locomotoras y vagones, fabricaba “caños” para la Resistencia Peronista.
La larga huelga fabril de 1974 lo dejó en la calle, con una mano adelante y otra atrás. Eramos parte de la gloriosa juventud de aquellos años. El Gordo era una referencia respetada y querida, socarrona, siempre de buen humor, peronista hasta el caracú, tan amigo de los combativos de la CGT histórica como de sus entrañables hermanos de la JTP (Juventud Trabajadora Peronista). Pronto empezaron a soplar los vientos de la represión y los señores de la muerte lo fueron a buscar a su casa con el decreto de prisión a disposición del PEN firmado por la “Sra. Presidente”. Y en ese instante comienza la otra etapa de la vida del Gordo, porque en un descuido fugaz de los milicos, se despide con un beso de su compañera y de su bebé, les dice: ‘Perdón, debo escapar’, y ahí nomás se lanza a correr hacia los fondos de su casa, salta un muro de más de dos metros, cae medio rengo por el golpe, y corre y corre y corre, mientras escucha los disparos al aire que los milicos tiraban no se sabe si de pura bronca nomás.
La clandestinidad, el durísimo exilio interno, va a durar con todos sus dramas y sustos hasta la recuperación de la democracia en 1983. Allí nos reencontramos, él con su larga experiencia clandestina y yo con mis 8 años de cárcel. El Gordo siguió militando todos esos años, primero en el peronismo, luego en el Frente de Chacho, del que fue modesto y orgulloso candidato a Intendente de su nuevo pueblo, José C. Paz. No se ganó, pero como el Gordo decía, “qué susto le dimos a la patota menemista”.
Pero hace algo más de dos años se lo empezó a tragar, diría yo, la dolorosa memoria de lo perdido, los amigos muertos y desaparecidos, las frustraciones, y lloraba angustiado cada vez que me veía. Hasta que dejó de ver. La diabetes rapiñera le había perforado las córneas y una tarde se le apagó la luz. Anduve con él de médico en médico, intentando el milagro. Siguió cayendo, ciego, en una profunda tristeza que sólo matizaba con los chistes domingueros y los recuerdos nostalgiosos de los ‘70.
El Gordo es de esos militantes casi desconocidos que dan su vida entera para que el prójimo, el semejante, el hambriento, el desocupado, tengan un cacho de justicia. ¿Quién lo recordará y rendirá homenaje si no nosotros, que naufragamos con él en años de eterna lucha por la alegría? Hace unos días le dijo con una tranquilidad conmovedora a su compañera de toda la vida: “Delia, no me sueltes la mano”. Y cayó en un sueño profundo que le duró unos días hasta que dijo basta y nos dejó. Se murió temprano el Gordo, apenas con 54 años. Los únicos presentes en la despedida éramos su familia y los humildes vecinos del barrio, que se caminaron 20 cuadras hasta el cementerio a darle el último adiós. No sé si la vida es injusta Gordo, pero la muerte sí, porque llevarte a vos habiendo tantos hijos de puta por ahí. Te vamos a extrañar.
A mi hermano Omar, muerto el 10 de mayo, peronista, setentista digno y orgulloso, correntino, hincha de River, buen hijo, buen padre, mejor hermano, y aunque ya no se estile: militante nacional, popular y revolucionario.

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