EL PAíS › TESTIMONIOS DEL JUICIO POR LOS CRIMENES EN LA PERLA

“Una fábrica de muerte”

Alba Camargo relató el secuestro de sus padres y sus tíos y el encierro y los interrogatorios a los que ella misma fue sometida. Piero Di Monte contó el horror de la tortura y el rol clave del represor Ernesto “Nabo” Barreiro en ese centro clandestino de detención.

 Por Marta Platía

Desde Córdoba

Luciano Benjamín Menéndez, Ernesto Barreiro y Héctor Vergez son los principales represores acusados por los crímenes de La Perla.
Imagen: Télam.

”Sé que mis padres y mis tíos estuvieron en La Perla, que los torturaron. Que mi tía fue violada reiteradamente, que mi padre ya casi no tenía dientes y que le habían quebrado las piernas a golpes. Que empalaron a mi tío... Sé que estuvieron ahí... Sé que los mataron, y sé que los asesinos son éstos”, denunció, atravesada por un dolor que aún vibra en su cuerpo, Alba Camargo, la hija de Armando Arnulfo Camargo y Alicia Bértola y sobrina de Susana y Juan Carlos Berastegui. El suyo es el primer caso de una nena secuestrada e interrogada por los represores que se denuncia en el megajuicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el centro clandestino de detención La Perla.

Alba tenía sólo 13 años cuando la patota irrumpió en la casa de sus tíos. “Fue el 22 de julio de 1976. Era el cumpleaños de mi hermano (de 5 años). Estos delincuentes se robaron ropas, joyas, todo y hasta se comieron la comida. Se los llevaron. En la casa había un anciano, Pepe, mi abuelo, que quedó maniatado pero luego pudo salir y caminó muchísimo para avisar que se los habían llevado. Les dijo a mis papás que nos sacaran de la casa... Mi mamá lloraba. Se habían llevado a su hermana...”, contó ella misma ante el tribunal que juzga las violaciones a los derechos humanos que se cometieron en La Perla. “Cuando amaneció se fue a su trabajo en el Hospital Ferroviario. Me acuerdo de que mi papá nos levantó, nos vistió y nos dejó en casa de mi nona Sara. Nos dijo que si no venía él, mandaría dinero para nosotros. Y se fue al centro. Yo lo corrí porque me tenía que buscar unos anteojos. Y me dijo que si él no me los traía, me los haría llegar con un compañero. Tengo un relato posterior por los empleados de mi padre –que tenía una empresita de limpieza–: que él fue, sacó dinero del banco, les pagó a los empleados, buscó mis lentes y esa tarde me llegaron con dinero... El se fue a buscar a mi madre al trabajo y juntos se fueron a nuestra casa, al barrio Talleres Sud. Supe que cuando nosotros nos fuimos, a las 9.20, estos delincuentes entraron a mi casa. Rompieron mi ventana. Pusieron sus autos en garajes de vecinos. Se metieron en un almacén. Mis padres llegaron al mediodía a la casa y ya estaban los asesinos adentro. Por cosas que me contaron los vecinos, allí estuvieron una hora y media. Los golpearon, escucharon que gritaban. Que los golpeaban y los insultaban. Los sacaron en dos autos: atados, vendados.”

La voz de Alba es ahora dolor y bronca: “Los asesinos y chorros se llevaron todo: ropa, muebles, bicicletas, libros, herramientas, discos... Pasó el tiempo, muy poco tiempo, y el 5 de agosto entraron a la casa de mi abuela, donde yo estaba, y me sacaron de ahí... yo tenía 13 años y me llevaron al Buen Pastor. Eran cuatro hombres en dos autos”.

Alba estuvo encerrada durante casi siete meses en una prisión y la torturaron psicológicamente para que denuncie a sus padres. Los represores, amparados por las monjas de la cárcel para mujeres Buen Pastor, la extorsionaban exigiéndole que les dijera lo que sabía de sus papás y de sus tíos; que si hablaba podría salvar la vida de sus papás. Que se los traerían de vuelta. Alba sufrió la terrible presión del secuestro de sus padres, el encierro y separación del resto de su familia, y la incertidumbre insondable de creer que tal vez, si hubiese sabido algo, los salvaba. “Me pedían direcciones o nombres de compañeros de mis padres. Yo no recordaba, no sabía nada. Me decían que si yo les daba los nombres mi papá se iba a salvar. ¡Pero yo nunca supe nada!”, alcanza a decir, y sólo entonces se permite llorar, por segundos eternos, como la nena que fue.

Alba Camargo los nombró todo el tiempo como “los asesinos”. Su testimonio estremeció por su dureza y porque no se podía escapar del espanto de imaginarla niña, encarcelada en el Buen Pastor al arbitrio de los verdugos y de las monjas cómplices que la mantenían cautiva y que sólo le abrían la puerta para entregarla a los “zamarreos” y los interrogatorios de los represores. Las preguntas que resonaron a la salida de su testimonio: ¿quiénes eran las monjas que trabajaban en el Buen Pastor en ese momento? ¿Y quién su máxima responsable? Y un imperativo: las que aún estén vivas también deberían estar frente a este tribunal y responder por sus actos.

“Caballo de Troya”

“Vos va a ser nuestro Caballo de Troya. Algún día vas a volver y nos vas a denunciar a todos”, le espetó, rabioso, el torturador Ernesto “Nabo” Barreiro al sobreviviente Piero Di Monte en septiembre de 1977, cuando el ciudadano ítalo-argentino y uno de los pocos que lograron salir con vida del campo de concentración de La Perla, se le escapaba irremediablemente de las manos.

Piero tenía doble ciudadanía y la embajada italiana no había cesado de pedir su liberación desde que la esposa del cautivo denunció su secuestro en junio de 1976. Paradojas de la historia: su papá había emigrado de “la Italia de posguerra” para que el hijo no tuviera que pasar por “los desastres de la violencia”. Piero Italo Argentino, lo nombró, esperanzado en que el pequeño no olvidara su tierra de nacimiento y amara la de adopción donde –ansiaba el progenitor– su hijo tendría una existencia más tranquila que él. “Pero no pudo ser”, suspiró Piero Di Monte ante el tribunal, en el comienzo del testimonio más largo de este juicio que ya lleva 89 audiencias y 163 testigos. Di Monte declaró por más de diez horas y su testimonio aún no concluyó: deberá continuarlo vía teleconferencia desde una ciudad del norte italiano, donde dirige “un centro industrial”.

“Eso fue importante para mi vida. Algunos (jerarcas) no querían tener problemas con Italia. Por eso a mí me habían sacado de La Perla y me habían llevado al Batallón 141. Me tenían haciendo tareas de reparación eléctrica. Además, a eso se sumaron las apetencias de (César) Anadón, un coronel que fue el segundo de Luciano Benjamín Menéndez, que aspiraba a ser agregado militar en algún país europeo y no quería quedar mal con los italianos. Barreiro estaba furioso por eso”, explicó Di Monte.

Más de 36 años después, el temor del represor se cumplió: su “presente griego” estuvo allí para acusarlo ante el Tribunal Oral Federal No1. Y con él a los otros 40 imputados que tienen al ex carapintada, a Luciano Benjamín Menéndez y a Héctor Pedro Vergez como los jefes de los asesinos y desaparecedores que actuaron en Córdoba.

“Barreiro nos podría dar una lección magistral en tortura”, afirmó Di Monte y, entre las decenas de crímenes de los que fue testigo hasta octubre de 1977 cuando lo liberaron, describió el instante feroz que lo lastimó con una profundidad de la que aún –admitió– no se repone: “Ya me habían torturado en la parrilla (el elástico de cama pelado que usaban para amarrar a las víctimas) y yo sabía, porque lo habíamos hablado mucho y habíamos leído el libro de Julius Fucik, Reportaje al pie del patíbulo, que si caíamos había que aguantar al menos unas 12, 15 horas para que los compañeros tuvieran chances de escapar. Miren, era espantoso... Estaban todos arriba mío como en una danza macabra. Yo los vi enloquecidos como demonios. Y de pronto, alguien dice bueno ‘basta, basta, el corazón’. Y otro te controla el corazón, y después continúan... Cuando paran de torturarme, porque yo gritaba muchísimo, vi que trajeron a mi mujer. ¡A mi mujer que estaba embarazada de cinco meses! –se horroriza todavía–. Yo les había rogado que a ella no. Pero de pronto la trajeron a la sala de tortura con su pantaloncito celeste, su pancita y la acostaron cerca. Fue entonces cuando lo vi a Barreiro con la picana en las manos. Iba hacia ella. Mientras me seguían torturando vi que la circundaban. Y ahí no pude soportar... y grité ¡basta, basta! Y me llevaron a una oficina. Ya habían pasado las 12 horas”.

Piero toma agua. Intenta calmarse. Lo logra y se nota, en ese momento, que ha trabajado mucho en su interior para poder contarlo sin desmoronarse. Se rearma y habla entonces del miedo y dice que sí, que todavía tiene miedo. Que por eso está aquí, para “sacármelo de encima de una vez por todas. No se puede vivir con miedo. Y hacer justicia hoy es liberarnos del miedo. No quiero tener más miedo. La justicia es la herramienta para dejar de tenerlo. La sala de tortura es un lugar arcaico, primitivo, donde las personas que tienen algún hábito de humanidad podrían vomitar. La tortura es como un iceberg: uno puede explicar sólo lo que se ve”. Con tono pausado, Di Monte profundiza en la tortura: “Algunos dicen ‘yo me morí en La Perla’. Yo no. Yo no me morí en La Perla. Pero la tortura toma formas particulares en mi vida. Está ahí. Y la tortura sí se instaló en la sociedad. Que no se discutan los proyectos que beneficien a todos, por ejemplo, eso es todavía la tortura”.

El sobreviviente le atribuyó a Ernesto “Nabo” Barreiro lo que el propio carapintada definía en La Perla como “el método criollo” de tormentos, contraponiéndolo a la llamada Escuela Francesa que –desde que empezó el juicio– el represor se ha empeñado en negar aun a pesar de las pruebas concretas y del testimonio del general golpista Alcides López Aufranc sobre la llegada de los esbirros galos de la Organización de la Armada Secreta (OAS) para enseñar a los militares argentinos sus métodos de “contrainsurgencia” aplicados en Argelia e Indochina.

“Sí, Barreiro insistía en que había una escuela criolla. Una escuela propia. El nos podía dar cátedra de tortura”, afirmó Piero Di Monte. Y siguió: “La primera parte es la física. Se agarra ese cuerpo, se lo golpea y se lo hace sufrir hasta que se hace surgir el fruto de la información operativa, para ir a buscar otra persona, materiales, dinero... Pero después de eso, no es que se terminó, sino que sigue en un trabajo ‘el método criollo’ elaborado y estudiado por él: el no ver, el uso de la venda, el ambiente donde se percibe el dolor. De ahí surge el concepto de que son dioses... Que hasta te pueden salvar. Barreiro nos podría dar una lección magistral de todo esto. El elaboró esto. En eso está la desaparición, como una creación extraordinaria. Una creación argentina”. Una muerte permanente y en continuado. La siempre muerte.

En su banquillo, Barreiro sonrió todo el tiempo con el cinismo que, a esta altura del juicio, se ha transformado en su máscara cotidiana. Entre él y Di Monte, a lo largo de las diez horas de testimonio, pareció librarse una lucha sorda, subterránea, que viene de lejos y dura todavía. El torturador –como varios de sus cómplices– repite cada vez que puede que los sobrevivientes le deben la vida a él. Que son ellos los que los “salvaron”, los que los dejaron vivir. Y hasta se sienten “traicionados en su buena fe” por estos desagradecidos que ahora vuelven para acusarlos. De allí la actitud de Barreiro en el final del testimonio de Di Monte: aprovechó el aplauso del público de la sala, para él también, pararse y aplaudir a Piero con gesto socarrón, desafiante. El abucheo general de los familiares de las víctimas y la reprimenda del tribunal, terminó abruptamente con su bravuconada.

Ernesto “Nabo” Barreiro es uno de los pocos que todavía no tienen condena. Fue extraditado de los Estados Unidos en 2007 cuando las autoridades argentinas reclamaron su deportación y los agentes de migraciones norteamericanos lo encontraron en The Plains, un pueblo a 80 kilómetros al oeste de Washington, en el que se había asentado desde 2004 junto a su mujer cuando llegaron huyendo del primer pedido de captura en la Argentina. Allí tenía un negocio de artesanías en cuero y vendía vinos. Conocido en los campos de concentración de la dictadura como el Gringo o el Nabo, junto a Vergez y el propio Luciano Benjamín Menéndez, es la figura descollante en este juicio. No sólo por su sadismo en la tortura, sino porque le gustaba contar sus crímenes a los que consideraba “muertos vivos”. Su talón de Aquiles (siguiendo el tren de la veta griega) parece ser “el caso de Graciela Doldan”: una joven militante compañera del legendario Sabino Navarro –uno de los fundadores de Montoneros– por la cual confesó haber sentido “una enorme atracción política” y a quien, según los testigos sobrevivientes, le había prometido “quitarle la venda antes de que la fusilaran o dispararle él mismo a cara descubierta, ya que ella no quería morir tabicada”. Se sabe que Barreiro –y él mismo lo admitió– solía tenderse en la colchoneta donde la tenían cautiva para sostener “largos diálogos políticos” con la joven a quien también llevaron, un par de veces, ante la presencia de Menéndez.

Ya son varios los testigos que relataron que la tarde en que la trasladaban a la muerte, Graciela –reconocida por su entereza, inteligencia y valentía fuera de lo común– alcanzó a decir “me llevan y el Gringo no está. Es un cagón”. Durante este juicio, cada vez que alguien recuerda esto, a Barreiro se le borra el gesto irónico y despectivo, se pone colorado, le tiemblan las manos y los labios, y no puede controlar los músculos de la cara.

Formado casi de adolescente en la fábrica Sancor y en su comisión gremial interna, Piero Di Monte recordó: “Cuando entré en la cuadra, me di cuenta de que la maquinaria de muerte era mucho más grande de lo que habíamos imaginado afuera. Que era una fábrica de muerte. Yo sé lo que es una fábrica. Y eso era una industria de la muerte. En ese lugar estaba todo estructurado para que entrara gente chupada de la realidad, secuestrada de la realidad. Vidas que venían para ser transformadas, matadas destruidas. Ellos eran los operarios de la muerte. El mismo Barreiro me dijo antes de que lo trasladaran: ‘Ahora que me voy de la OP3 voy a poder marcar las crucecitas sin saber quiénes son las personas (fusiladas). Porque verlas tiene un límite’”.

La complicidad empresarial quedó, como en otras audiencias, al desnudo: “Los autos (para secuestrar) eran nuevos y venían de las empresas automotrices que conocemos. Eran de buena calidad. A otros los robaban como ladrones comunes en la calle. Y como no los podían usar acá, los trasladaban a otras provincias para seguir con los secuestros”.

Sin darse respiro a sí mismo, Piero contó que habían convenido no revelarles a los adolescentes (la mayoría del colegio Manuel Belgrano o del Monserrat) sobre “el pozo”. Que era demasiado cruel. Que condenados como estaban, decidieron callar. “Se sabe que el director de ese colegio, un tal (Tránsito) Rigatuso fue el que elaboró la lista de los chicos que llevaron al campo.”

Cuando los querellantes le preguntaron por esos adolescentes, el hombre recordó “ver a todos esos chicos era conmocionante... En un primer momento parecía que los iban a dejar salir a todos por derecha. O los que los iban a dejar en sus casas. Pero alguien dijo que mejor matarlos de pichones... Entre ellos estaban Diego Hunziker y Oscar Liñeira. Hunziker estuvo al lado mío y en una oportunidad fue al baño y se encontró con un pantaloncito de corderoy rosa que era de su hermana. Me preguntó si ahí había estado una chica jovencita, linda... Yo le dije que sí, que se la habían llevado junto a Eduardo Requena (un reconocido líder docente) y a Leiva, que era un fotógrafo. La chica se llamaba Leticia (Claudia) Hunziker. Y yo vi cuando se los llevaron...”. De Liñeira recordó que el pibe, poco antes de que lo trasladaran, le confesó en voz baja: “¿Sabés, Piero? Me van a matar y yo nunca hice el amor”.

Promesas

Según el testigo, entre los cautivos “nos hicimos promesas casi místicas. Hubo períodos en los que pudimos hablar y surgían esas promesas con mucha fuerza: ‘Si salís, tenés que ir a mi casa, hablar con mi mamá’. ‘Si salgo, aviso qué está pasando.’ Eso creó un verdadero protocolo entre prisioneros. Cuando se abre la perspectiva de que alguien sobreviva, esta persona quedó casi bombardeada para siempre por esta misión de ‘el que salga tiene que hablar’. Y yo pienso que a esa misión hoy, los que logramos salir, la estamos llevando adelante”.

El hombre recordó con espanto que “en La Perla había mujeres embarazadas, niños de los secundarios. Chicas y mujeres a las que violaban todos los días, a toda hora, toda la tropa... El caso de Alejandra Jaimovich es terrible. Ella era judía y se ensañaron... Nos contó cómo la secuestraron y también cómo todas las noches la violaban. Tenía sólo 16 años. Una de las cosas que más nos golpearon fue la presencia de un niñito: el hijo de la señora (Ramona Cristina “La Negrita”) Galíndez. Ese chiquito (Alejandro Rossi) cuando estuvo en la cuadra nos creó un estado de estupor tremendo... Que trajeran a nuestros chicos allí... Dijeron que lo llevaron a la casa de los padres de ella. Eso ocurrió finalmente. Pero mientras, no lo sabíamos y fue terrible para nosotros que estuviera. Y cuando se lo llevaron... peor. A la madre la trasladaron y nunca más se supo. Pero sé que ese chico, ahora adulto, estuvo declarando en este juicio por la desaparición de su mamá”.

–¿Alguna vez hubo planes de fuga? –quiso saber el fiscal Facundo Trotta.

–Hubo dos momentos que fueron organizados. Dos iniciativas de fuga. Pero no eran iniciativas como para decir “es probable que lleguemos a algún lugar”. No teníamos esas esperanzas. Era decir “probemos y que nos maten luchando” –memoró Di Monte.

Una fuga hacia adelante.

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