EL PAíS › A 40 AñOS DE LA MUERTE DE PERóN > CóMO ERA Y QUé PASó EN LA ARGENTINA QUE LLORó LA MUERTE DE PERóN

La tristeza popular y el desastre nacional

El retrato de Juan Domingo Perón excede a su muerte y a la vez la incluye. Fundador de un movimiento que ya lo sobrevivió 40 años, la trayectoria de Perón hizo que el 1º de julio de 1974 fuera una fecha de inmenso dolor popular y al mismo tiempo acelerase la pendiente de la Argentina hacia su peor tragedia.

 Por Martín Granovsky

Lo que pasó antes del 1ª de julio de 1974 no era ninguna maravilla, pero lo que vino después fue una tragedia. La muerte de Juan Domingo Perón marcó una cuenta regresiva que terminaría el 24 de marzo de 1976, con el golpe militar más cruento de la historia argentina.

Endiosado a veces por el abrazo con Ricardo Balbín y otras por su vuelta a la Argentina como hecho en sí mismo dentro de una marcha casi celestial, ¿el último Perón es una continuidad del que gobernó entre 1946 y 1955 y lideró un movimiento desde el exilio entre los 18 años que van de 1955 a 1973? Y si no fue una continuidad, ¿acaso podía serlo? La verdad es que su figura terminó surcando la historia entre la extensión de la ciudadanía a grandes masas de argentinos en la segunda mitad de los ‘40 y la tremenda crisis de 1974, entre el Plan Quinquenal y el Pacto Social, por un lado, junto al avance de los derechos sociales y políticos y por otro lado el comienzo del fin.

Perón ya estaba muy enfermo a mediados de 1974. Los médicos que lo atendieron, entre ellos el entonces ministro de Educación Jorge Taiana, emitieron este parte: “El señor teniente general Juan Domingo Perón ha padecido una cardiopatía isquémica crónica con insuficiencia cardíaca, episodios de disritmia cardíaca e insuficiencia renal crónica, estabilizadas con el tratamiento médico. En los recientes días sufrió agravación de las anteriores enfermedades como consecuencia de una broncopatía infecciosa. El día 1º de julio, a las 10.25, se produjo un paro cardíaco del que se logró reanimarlo, para luego repetirse el paro sin obtener éxito todos los medios de reanimación de que actualmente la medicina dispone. El teniente general Juan Domingo Perón falleció a las 13.15”.

Cuando su ataúd fue depositado en el Congreso, pasaron por delante alrededor de 150 mil personas. Más de un millón rodearon al Congreso en esos días grises, fríos, lluviosos y tristes.

Los discursos de homenaje al presidente muerto sirven para entender retazos de la época.

El más célebre es el pronunciado por el presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín. “Los partidos políticos decidieron mantener las instituciones”, dijo. Habló del “encuentro definitivo en una conciencia nueva para servir la causa común de los argentinos”. Agregó Balbín: “No sería leal si no dijera también que vengo en nombre de mis viejas luchas, que por haber sido claras, sinceras y evidentes permitieron en estos últimos la comprensión final, y fui recibido con confianza en la escena oficial que presidía el presidente muerto. Ese diálogo amable me permitió saber que él sabía que venía a morir a la Argentina, y antes de hacerlo dijo que quedaron atrás las divergencias para comprender el mensaje de la convivencia en la discrepancia útil”. “Frente a los grandes muertos tenemos que olvidar todo lo que fue el error, cuanto en otras épocas pudo ponernos en las divergencias y en las distancias”, dijo Balbín. “Y frente a un muerte ilustre tiene que estar alejada la hipocresía. Los grandes muertos dejan siempre el mensaje.” Luego vino la frase que quedó: “Este viejo adversario despide a un amigo”.

Balbín había estado preso en el primer peronismo y el abrazo entre los dos, tras la vuelta de Perón, quedó como un símbolo de que al menos el viejo gorilismo y las antiguas persecuciones políticas habían terminado.

Por los gobernadores habló un petisón de patillas que iba por su primer mandato. No podría cumplirlo por el golpe de 1976. Recién tendría condiciones para volver a ganar y disfrutar de dos períodos completos entre 1983 y 1989. El riojano Carlos Menem, en nombre de sus colegas, lo llamó “querido maestro”. Dijo que “un líder no se genera por propia determinación” y definió a Perón como “un líder de América y del mundo”. Remarcó que “no ha dejado, según sus propias palabras, otro heredero que el pueblo”.

Signo de una época en la que las Fuerzas Armadas jugaban como actores políticos y eran vistas como tales incluso en democracia, habló el comandante general del Ejército, Leandro Anaya. “Es el militar que trasciende del plano específico y se inserta en el plano nacional”, definió a Perón. “Tuvo dos grandes pasiones, el Ejército y su pueblo”, dijo, y rescató la idea de Perón de “la unión nacional”. “Los enemigos de todo lo argentino, tanto internos como externos, redoblarán sus esfuerzos para quebrar la magna obra que vos conducíais”, vaticinó.

La representación de las Fuerzas Armadas por parte de Anaya fue anunciada por el locutor oficial. Anaya, en cambio, dijo que hablaba por el Ejército. La diferencia tiene su matiz. Cuando murió Perón ya era comandante de la Marina el almirante Emilio Eduardo Massera. Miembro de la organización fascista internacional con sede en Roma Propaganda Dos, Massera tenía relación directa con Licio Gelli, el jefe de la PDue que había sido condecorado por el propio Perón a través del canciller Alberto Vignes.

El mosaico del Congreso también estuvo integrado por la Confederación General del Trabajo y la Confederación General Económica, que habían pedido el duelo nacional aun antes de que lo anunciara el Gobierno.

Adelino Romero, por la CGT, dijo en el homenaje del Congreso que “un conductor auténtico nunca se va del todo”. Describió que “una congoja traspone las fronteras y hace que nos sintamos más hermanos en el dolor”, y entonces “comprendemos tal vez como nunca el valor de la palabra solidaridad”. Según Romero, “nos deja huérfanos de las soluciones que congeniaban genialmente nuestras necesidades con las necesidades del país”. También elogió Romero la “entereza moral” de María Estela Martínez de Perón, “la compañera Isabel”. Su consigna fue: “Unidad de los trabajadores y unidad de los argentinos”.

El último de los mensajes corrió por cuenta de Julio Broner, presidente de la CGE. Fue menos formal que los otros cuando habló del futuro: “La Argentina enfrenta con la muerte del general Perón uno de los instantes más difíciles de su historia”. Broner dijo que “ahora se acrecentarán las acechanzas y los peligros”, y para prevenir una crisis lanzó estos objetivos: “Hacer el máximo esfuerzo para evitar cualquier fisura en la unidad nacional”, “preservar el proceso institucional en cualquier circunstancia que se presente”, “impulsar las metas económicas y sociales del plan de reconstrucción nacional”.

Todavía era ministro de Economía José Ber Gelbard, el antecesor de Broner en la CGE. El 5 de julio, Gelbard todavía jugó un papel importante en una reunión de gabinete a la que Isabel convocó también a los líderes de la CGT y la CGE y a Balbín, además de a los tres comandantes generales del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea.

Sin embargo, a esa altura José López Rega no sólo había sido confirmado como secretario privado sino que el puesto había sido elevado al rango de una Secretaría de Estado con dependencia de la Presidenta. López Rega retenía el Ministerio de Bienestar Social.

En su libro El burgués maldito, María Seoane da mucha importancia a varios hechos que se cruzaron en los días posteriores a la muerte de Perón:

  • El asesinato del radical amigo de Balbín y ex ministro del Interior de Alejandro Lanusse Arturo Mor Roig. Montoneros alegó que había sido “sentenciado” por su “complicidad” en la masacre de Trelew del 22 de agosto de 1972. Para Seoane fue la ruptura de “la tregua impuesta por el duelo popular”.

  • La muerte de Adelino Romero y su reemplazo por un dirigente afín a López Rega, Segundo Bienvenido Palma.

  • La presión sobre Gelbard para liberalizar precios y salarios.

  • El recrudecimiento de los ataques, como el asesinato, el 31 de julio, del diputado Rodolfo Ortega Peña. “Yo puedo ser el próximo”, dice el libro que dijo Gelbard.

A esa altura una serie de acontecimientos previos a la muerte de Perón había sellado las cartas de la Argentina.

Sin pretensiones de causa-efecto ni de jerarquizaciones, esa serie no podría esquivar la represión en Ezeiza al regreso de Perón, el 20 de junio de 1973, el enfrentamiento cada vez más agudo dentro del peronismo luego del desplazamiento del presidente Héctor Cámpora el 13 de julio de 1973 y el asesinato del secretario general de la CGT José Ignacio Rucci por parte de Montoneros el 23 de septiembre, justo antes de que Perón asumiera la presidencia el 12 octubre del ’73. Tampoco habría que tirar al cesto de los datos inútiles el desplazamiento de gobernadores que sólo en sentido muy amplio podían ser definidos como de la Tendencia Revolucionaria, cuando en rigor eran viejos peronistas ligados más bien a la Resistencia y, en todo caso, no enrolados en la ortodoxia. Ese fue el caso de Ricardo Obregón Cano en Córdoba y Oscar Bidegain en la provincia de Buenos Aires. La destitución de Obregón Cano fue fruto de un golpe policial-militar que se proponía destruir la experiencia del sindicalismo combativo local, donde convivían sin problemas clasistas de izquierda como Agustín Tosco junto a peronistas como Atilio López. López fue uno de los primeros muertos de la Alianza Anticomunista Argentina, vinculada al comisario Alberto Villar y a López Rega. Tosco moriría en la clandestinidad, enfermo, en 1975.

La muerte de Perón, tal como temía Broner, catalizó lo peor de la política argentina, agudizó las contradicciones hasta el paroxismo, abarcó maniobras como el control fascista de la educación y la universidad (por parte del tándem formado por el ministro Oscar Ivanissevich y el rector de la UBA Alberto Ottalagano), precipitó la crisis económica con el rodrigazo de 1975 y terminó preparando el terreno para la represión sistemática, la desindustrialización y la pulverización de un mundo –el de las fábricas y los obreros– como obra de la dictadura que duró siete años y siete meses. Lo cierto es que en 1976, cuando Jorge Videla asumió el mando en nombre de una junta que también integraba Massera, ya reinaban las dictaduras en Chile, Uruguay y Brasil, que no había tenido interrupción alguna desde 1964.

La idea de la izquierda latinoamericana según la que, derrotados en Vietnam, los Estados Unidos quedarían destruidos, se reveló errónea. Washington firmó la paz en Vietnam en 1973 y se retiró de Saigón en 1975 para recobrar fuerzas dentro de la Guerra Fría gracias a una mayor solidez en América latina.

Vista la historia a la distancia, no parecía haber espacio para un proceso de transformaciones profundas. Hasta una tibia reforma requería una constelación de fuerzas, una energía y una modestia retórica que nadie lograría. Ni Perón.

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