EL PAíS › OPINIóN

La servidumbre voluntaria

 Por Ricardo Forster *

Vivimos en la sociedad del espectáculo y de lo que algunos pensadores contemporáneos han llamado la “época de la estetización del mundo”. Un tiempo caracterizado por la combinación de un capitalismo “artístico” inclinado a la forma “bella y espectacular”, al diseño cuidadoso de todos y cada uno de los objetos que rodean nuestra vida cotidiana y a la invención de mecanismos híper sofisticados de producción de mercancías envueltas en un “aura” fascinante que alimentan permanentemente nuestra siempre insatisfecha inclinación al goce, mientras crece la concentración de la riqueza y la exclusión de millones de personas a lo largo del planeta. Todo esto arrojando el contenido, lo sustantivo, el valor de uso de los objetos que reclaman nuestra atención y que electrizan nuestros deseos, al tacho de los desperdicios. Mostrando que lo único relevante es el efecto de fascinación que la mercancía ejerce sobre el ciudadanoconsumidor y que ha sabido expandir la lógica del consumo hasta niveles impresionantes atravesando todas las esferas de la vida social e individual. Nuevas y complejas estrategias de colonización de las conciencias se despliegan en el interior de sociedades atrapadas en esta dialéctica que incluye la imposibilidad de sustraerse a la promesa de goce y felicidad que emana de la mercancía junto con la inevitable insatisfacción que atraviesa el mundo del mercado.

Ya a mediados del siglo XIX, cuando el capitalismo iniciaba su segunda revolución industrial y desplegaba el invento de las “exposiciones mundiales” (dos de las más famosas fueron el “Palacio de cristal” de Londres y la exposición de París de 1889 en la que se construyó la Torre Eiffel), el poeta Charles Baudelaire definía la época de la modernidad como el reino de la mercancía dotada de un extraordinario poder de seducción que hipnotizaba a los paseantes de los famosos pasajes parisinos, haciendo de las mercancías el nuevo objeto de culto y de las galerías las nuevas catedrales a las que concurrían los nuevos creyentes. Varios años antes de que Marx hablara del fetichismo de la mercancía, Baudelaire comprendió que se abría una nueva época en la que los objetos serían constituidores de las fantasías de los sujetos, verdaderas criaturas capaces de cobrar vida y de ejercer un efecto de seducción capaz de determinar sentimientos, afectos, visiones y prácticas de los seres humanos. Sin esa usina de fantasías e ilusiones el capitalismo no hubiera podido sobrevivir y expandirse globalmente. Nunca hay que perder de vista que la expropiación de la experiencia social y comunitaria constituye uno de los más significativos logros del Sistema que, para sostener su dominación, necesita algo más que garrote y represión.

La fase neoliberal del capitalismo es la más acabada manifestación de la distribución regresiva de la renta de modo constante y exponencial hasta transformar esta etapa en la de mayor desigualdad de la historia (tanto en los países centrales como en los periféricos se ha expandido a niveles inverosímiles la concentración de la riqueza). Epoca sostenida en la generalización de una estrategia de hegemonía cultural que se basa, fundamentalmente, en el papel de vanguardia operativa de los grandes medios de comunicación y en la multiplicación al llamado de un goce desenfrenado e ilimitado cuyo cierre no se encuentra en ninguna parte y que se corresponde con un capitalismo irrefrenable y destructivo de la vida social y de la naturaleza. La subjetividad es el terreno de la disputa, el centro de la intensificación de dispositivos que internalizan, en los individuos, las formas imaginarias de una conciencia que rompe todos los vínculos de solidaridad entre las personas y que corre presurosa hacia la servidumbre voluntaria. Descifrar el por qué del avance de la derecha neoliberal en nuestro país implica desentrañar el funcionamiento de estos dispositivos que hacen pie en el sentido común y en la producción de subjetividad principalmente en aquellos sectores de la sociedad que tienen todo para perder allí donde crece la hegemonía de la financiarización del capital y que, sin embargo, se dejan seducir por los globos de colores y la revolución de la alegría.

Una impresionante maquinaria comunicacional, una fábrica de sueños, de imágenes y de ficciones trabaja sin descanso para determinar nuestros hábitos y nuestras “necesidades” que, siendo una invención del mercado, acaban por convertirse en imprescindibles para nuestras vidas aunque antes nos arreglábamos muy bien sin esos objetos artificiales. Un individuo autorreferencial, solipsista, girado sobre sí mismo, ciego para lo exterior y profundamente atrapado en una lógica narcisista y hedonista es el nuevo sujeto de una época que ha quebrado la relación entre el individuo y la comunidad, para privilegiar la expansión ilimitada de un individualismo que atraviesa cada una de las esferas de la existencia. Esa maquinaria comunicacional es, a su vez, una fábrica de ficciones que se ha convertido en la gran mediadora entre las personas y la realidad; o, dicho desde otra perspectiva, es la fuente de producción de una realidad ficcionalizada que es interiorizada por el individuo como si fuera la verdadera realidad. Cada vez más se ve el mundo a través de los dispositivos mediáticos, cada vez más la experiencia de la realidad no la hace cada uno sino que es generada en los laboratorios de la industria del espectáculo y la comunicación. Somos dichos y construidos por estos lenguajes tecnológicos que despliegan las 24 horas del día sus tentáculos informativos y sus infinitas maneras de ficcionalizar el mundo en el que vivimos. Sin darnos cuenta somos hablados por un Gran Otro que se inmiscuye en lo más profundo de nuestra intimidad y organiza nuestra representación del mundo.

Las democracias contemporáneas han demostrado ser permeables a estas formas livianas de totalitarismo, formas que operan sobre los individuos hasta formatear conductas y actitudes. Es una tarea urgente de los proyectos emancipadores deconstruir el funcionamiento de estas “democracias fósiles” como las ha denominado Alvaro García Linera. Democracias vacías, sin espesor ni contenido que sólo operan en el ámbito de las formas abstractas y en el interior de dispositivos organizados por los lenguajes de la comunicación de masas. La nueva derecha que hoy avanza en nuestro continente ha sabido, a diferencia de otras épocas, apropiarse de esas democracias exhaustas para ponerlas a su servicio y, para ello, han sabido hacer de las grandes empresas mediáticas los instrumentos fundamentales para construir sentido común y opinión pública. Sin el lugar central de los medios en la construcción del imaginario social no sería capaz, el neoliberalismo, de imponerle a la sociedad sus condiciones y sus mecanismos de dominación. El triunfo de Cambiemos debe ser leído en el interior de esta lógica.

Habitantes fascinados de múltiples fábulas que van definiendo nuestros gustos, nuestros valores, nuestros afectos y nuestros prejuicios hasta conducirnos a mirar el mundo a través de los ojos del poder, esa es la sutil y sostenida producción de subjetividad que se expande desde las fábricas comunicacionales. Siempre recuerdo aquel día en que estando parado en una esquina emblemática de la Buenos Aires oligárquica, la esquina de Suipacha y Arroyo frente a la embajada de Brasil, un encargado de edificio me saludo y, estrechándome en un abrazo, me dijo que él se identificaba con el kirchnerismo, pero cuando le pregunté por sus compañeros encargados de los otros edificios de aquel barrio de clase alta me contestó, con un dejo de ironía, que “ellos miraban la realidad y al país a través de los ojos de los dueños de los departamentos”. Más claro imposible. La producción intensiva de una subjetividad deudora de la “mirada de la dominación” constituye lo que un filósofo renacentista inmortalizó como la inclinación de los muchos hacia la “servidumbre voluntaria”.

En estos inquietantes días argentinos somos testigos de una confluencia que tiene obnubilada a una parte de la sociedad: la que reúne a la servidumbre voluntaria con el síndrome de Estocolmo. Por un lado, y ya lo señalé, el poder ha logrado expandir su hegemonía formateando conciencias que miran el mundo a través de los ojos de la dominación y, por el otro lado, hay un goce, también de muchos de los perjudicados directos, en aceptar los brutales golpes que el ajuste y las políticas neoliberales descargan sobre la población. Mientras fijan sus miradas hipnóticas en las infinitas pantallas desde las que se relata la corrupción del gobierno anterior, cierran esos mismos ojos a la evidencia de una regresión salvaje acompañada de una nueva y gigantesca estafa contra la mayor parte de esa sociedad que sigue absorbiendo la ficción que les ofrecen los grandes medios de comunicación.

El relato neoliberal que hoy encarna Cambiemos ha sabido penetrar hondamente en el sentido común a un nivel tal que se acepta como algo bueno y natural que los gerentes de los grandes bancos y empresas multinacionales ocupen los principales puestos en el poder ejecutivo nacional; como si la famosa “opinión pública” (esa misma que tan pacientemente crean los medios corporativos) creyese que por ser millonario o CEO de alguna gran empresa se es portador de la facultad, fantástica y loca, de irradiar su riqueza al conjunto de la sociedad. Más allá incluso de la teoría del derrame que, en nuestros años 90, lo único que derramó torrencialmente fueron desocupados, pobres e indigentes, la nueva construcción propagandística (astutamente apoyada en lo que llamaba “estetización del mundo” propalada globalmente por el capitalismo “artístico” y reproducida desde las grandes maquinarias mediáticas y publicitarias) sigue bombardeando a la sociedad con la “corrupción del populismo” y “las valijas llenas de dinero de la ruta K” mientras la risa infernal de los poderosos se multiplica para goce de aquellos votantes que están fascinados con sus depredadores y ciegos a la destrucción de su propia vida y del futuro de sus hijos.

* Filósofo

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