EL PAíS › OPINION

Dilemas del justicialismo

 Por Edgardo Mocca

No tiene nada de extraño el deseo de unidad del Partido Justicialista. Cualquier organización política sabe que cuanto más unidas se encuentren sus partes, más probabilidades de desarrollo tendrá. En este caso, además, se trata de una organización que, surgida (con diferentes y sucesivos nombres) hace más de setenta años, no dejó ni un momento de ser un componente decisivo de la vida política nacional. Toda lucha por la unidad es al mismo tiempo una lucha por el control, puesto que un partido político no es el reino de la horizontalidad y la plena igualdad en su interior; es más bien un campo de tensiones internas, de asimetrías de recursos, de voluntades encontradas. Es decir que se está luchando por el control del partido. Fracciones, coaliciones y reagrupamientos internos no son una especialidad justicialista: de modo más franco o más oculto existe en cualquier grupo político, aún en los más sectarios. La especificidad del PJ consiste en el hecho de que el control del partido ha conservado durante más de siete décadas una gravitación especial en la lucha por el poder en la Argentina. Aún cuando la crisis arrasó a la política, en diciembre de 2001, el PJ logró rearticularse como garante del orden en medio de la tormenta, primero, y luego como la condición de posibilidad para la instalación de un proyecto de orden que duró doce años, lo que para la Argentina es un altísimo rendimiento, solamente superado por la UCR, con las presidencias de Yrigoyen, Alvear y nuevamente Yrigoyen, entre 1916 y 1930. Claramente, ningún purismo ideológico debería sonrojarse por las luchas por el poder en el justicialismo.

Lo que incentiva dramáticamente las tensiones en el interior del PJ no es la lucha por el poder. Es el lugar que esa lucha adquiere en un contexto político signado por un problema principal que es la decisión del establishment de terminar drásticamente con una experiencia histórica, a la que se le da el nombre de kirchnerismo. El problema político de fondo en la Argentina es ese cierre. Si la derecha lo logra habrá avanzado decisivamente en el arduo camino de construir gobernabilidad para la drástica reestructuración neoliberal que está en marcha. Claro que no es un sello (el kirchnerismo) lo que se discute; en todo caso, ese ha sido el nombre circunstancial de una experiencia popular, de una puesta en escena política –inédita en las últimas décadas– de invocaciones épicas que aluden a la justicia, a la soberanía, a la independencia, sostenidas en políticas públicas claramente colocadas en esa perspectiva. Toda la estrategia discursiva de la derecha gira en torno de una idea: no hubo proyecto nacional y popular, eso fue un decorado detrás del cual se montó un dispositivo de corrupción y abuso de poder. Si esa idea se impone, desaparece para los próximos años la frontera principal construida políticamente en estos años, entre dos concepciones y dos proyectos políticos antagónicos en su manera de pensar la historia, el presente y el futuro del país. Y que una idea “se imponga” no quiere decir que “gane” ningún debate formateado por alguna ONG norteamericana; significa que triunfe políticamente, que la manera de vivir de la sociedad incorpore esa imagen ideal, en este caso la de que la contradicción de los últimos años quede explicada en términos de “moral pública” y de “respeto republicano”. Es decir, la disputa es por una nueva frontera interna de la política (probos contra corruptos, tolerantes contra autoritarios) que no aluda a la concentración de la riqueza, la extranjerización de la economía, la baja de los salarios para hacer más competitivo al país y otras lindezas que componen nuestra realidad de estos días.

La estructura política justicialista está atravesada en su interior por diferentes puntos de vista sobre este problema político principal. Hay quienes quieren defender la vigencia y la continuidad de la experiencia kirchnerista, quienes están impacientes por destruirla y hay también un amplio “centro” que procura metabolizar el problema, de modo que su solución en un sentido o el otro sea lo menos dañino posible contra el partido. Hasta aquí estamos hablando del partido como máquina, como sistema en sí mismo. Aquí se queda el noventa por ciento de los estudios sobre los partidos políticos que pululan en nuestras carreras de Ciencia Política. Pero hay un enfoque complementario y a la vez antagónico: el que concibe al partido político como expresión de una cierta voluntad histórica, de una cierta lectura práctica de la historia de un país. Angelo Panebianco, un agudo estudioso de los partidos, explicó la convivencia en los partidos de los “incentivos colectivos” y los “incentivos selectivos”; es decir, las cuestiones ideológicas y de identidad en diálogo permanente con aquel interés individual o de grupo de ascender en la estructura. No importa para el caso que el PJ sea un partido muy laxo institucionalmente; lo más importante es que el factor identitario y, en un sentido muy amplio, “ideológico” no desaparece nunca definitivamente barrido por las lógicas pragmáticas sino que estas solamente pueden triunfar si conservan una relación razonable con aquellas.

El PJ y sus actuales conflictos no pueden pensarse simplemente como puja de intereses de personas y grupos dentro de una estructura. El PJ es heredero y portador institucional y simbólico de una historia. Que es la historia que marcó un antes y un después de la política argentina. Que de alguna manera completó una revolución democrática en el país, casi nunca reconocida como tal. Una revolución que colocó en el plano de la ciudadanía a masas de millones de personas, privadas hasta ahí de tal condición. Ciertamente el partido, la estructura, recorrió un largo y sinuoso recorrido desde aquella mítica fundación. Pasó por la resistencia, conoció el arte de la negociación y del conflicto, desarrolló el “saber estatal” que su peso electoral le aseguró, alojó en su interior conflictos extremos convenientemente utilizados por el privilegio para imponer la sangre y el fuego, fue ejecutora fiel del libreto neoliberal de los noventa y volvió a la herencia inaugural después del final trágico de esa experiencia. Todo ese itinerario se recorrió conservando rituales y fastos colectivos. Así y todo, el partido no equivale al peronismo. El partido no es solamente una memoria y una tradición, es también un sistema. La autoconservación de un sistema no es lo mismo que la afirmación y continuidad de un sentido. La historia de la UCR en estos últimos años es la historia de una estructura que puso su autoconservación por encima de cualquier otro valor; hoy es un socio casi insignificante del neoliberalismo macrista.

La idea explícita que gobierna los actos del grupo predominante del PJ es que todos tienen que estar dentro de la estructura y desde ahí disputar las candidaturas. Pero aquí hay un problema que el PJ conoce bien: hace rato que la relación de fuerzas entre proyectos de liderazgos internos no se juega exclusiva ni principalmente “adentro” sino “afuera”, es decir en el mundo de la opinión popular medido con el mágico termómetro de los sondeos de opinión, en el que la tenencia de un escritorio en la oficina central del partido tiene bien poca importancia. El grupo dirigente justicialista tiene un problema de liderazgo: la líder justicialista que tiene más potencia política popular –muy lejos de cualquier eventual competidor– se llama Cristina Kirchner. El único líder alternativo, para el gusto justicialista predominante, que tiene la estructura está, curiosamente, fuera de la estructura y es Sergio Massa. Esa es la estación de llegada del proyecto de Gioja y por eso converge objetiva y dramáticamente con el insólito clima desencadenado en el país de estigmatización y persecución del kirchnerismo, que tiene a la ex presidenta en su centro. Por eso esa curiosa estrategia de avanzar hacia la unidad rompiendo los bloques legislativos existentes, estrategia en la que se cosechan inesperados aliados. Por eso se dice que es necesaria la unidad para pelear contra la política del macrismo, mientras los gobernadores que integran el núcleo predominante se encargan de ganar los votos de sus senadores para las principales decisiones del gobierno y el bloque justicialista en Diputados (todos parte de la estructura partidaria) actúa en la misma dirección.

La historia futura de las querellas justicialistas no se va a escribir en las oficinas partidarias sino en la calle. La cuestión es si el establishment construye o no un orden político gobernable. Si lo consiguen con Macri, será muy problemático para la estructura justicialista generar las condiciones para la tan anhelada “alternancia”. Si no lo consiguen, querrá decir que la etapa abierta en 2003 no ha sido clausurada y solamente desde el reconocimiento de esta experiencia puede la estructura justicialista asegurarse un futuro. Durante un tiempo más o menos breve es posible mantener un equilibrio aparente. El fracaso de la reunión de la dirección justicialista en la última semana, convocada para completar la ruptura del Frente para la Victoria en el Congreso parece indicar que se están midiendo los tiempos de ciertas decisiones, acaso a la espera de que se vaya completando un balance de la ofensiva oficial-judicial-mediática contra Cristina. El justicialismo carece hoy de iniciativa propia y es sacudido por una dinámica que no puede controlar. De todas maneras el conflicto irresuelto en la Argentina no es el de un partido u otro sino el de uno u otro sentido de la política. El sistema político formalmente ordenado suele no ser lo principal a la hora de resolver situaciones como esta. Hoy está de moda subestimar la movilización espontánea de miles de argentinos bajo diferentes formas de protesta o de deliberación pública. Esa subestimación forma parte de un modo de pensar la política que está entrando en una profunda crisis y dejando lugar a lo largo del mundo a la irrupción de fuerzas políticas desde fuera del sistema. Estas fuerzas irrumpen abruptamente y están en la base explicativa de fenómenos como el voto británico contra la pertenencia a la Unión Europea, el ascenso en Italia del movimiento “Cinco estrellas” y la consolidación de Podemos en España, novedades de signos ideológicos diversos pero que tienen en común el cansancio ciudadano respecto de la élite política. El futuro del principal problema político se resolverá en parte dentro de las estructuras formales de los partidos, pero también fuera de ellas.

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