EL PAíS › UNA DETENCION QUE NO SERA GRATUITA

Cautivo en su propio corralito

Aunque desprestigiado, Domingo Cavallo sigue siendo visto por el establishment internacional como uno de sus hombres en la Argentina.

 Por Julio Nudler

Un año atrás, Domingo Cavallo fue, para un país desgobernado por Fernando de la Rúa, el timonel que volvía para hacerse cargo de un barco sin rumbo. Querido u odiado, se lo creía mágico. Lo malo es que también él se veía de ese modo. Pocos meses después, sucesivos fracasos mediante, todos se le pusieron en contra, incluyendo a quienes, vistos desde la otra vereda, parecían ser idénticos a él. Pero no es sensato olvidar que las internas entre los liberales son feroces. Ahora, desmoronado, Cavallo está preso, tal vez por un acto de justicia, pero también por haber perdido la protección que brindan el poder y el éxito, ese broquel del “roba pero hace”. En cualquier caso, su detención no será gratuita para la Argentina.
A pesar de todo, de sus brotes heterodoxos y sus exabruptos, y hasta de la enorme pérdida de prestigio que sufrió entre los círculos económicos estadounidenses y europeos por los nueve meses que pasó con De la Rúa, Cavallo es un técnico sentido por el establishment internacional como propio, un interlocutor con quien, más allá de disensos y rencillas, pueden hacerse negocios y protegerse intereses, un escudo contra el populismo y la izquierda. Alguien a quien, sin ir más lejos, se le dio dinero cuando fue ministro de Carlos Menem y también después, con la excusa de conferencias y artículos. Ahora mismo sigue siendo miembro de la Trilateral y del G-30, foros que expresan las cuitas del capital hegemónico.
Mientras a nivel local el cautiverio de Cavallo seguramente alegra a la mayoría, a los capitalistas de acá y de afuera les sabrá a más “inseguridad jurídica”, a zarpazo demagógico, a demostración de que Eduardo Duhalde no tiene el control y por ende no debe ser apoyado. Mientras la contrarreforma de la ley de Quiebras y la eliminación de la figura de subversión económica han pasado a formar parte de las condiciones para obtener un nuevo paquete del Fondo Monetario, la cárcel del mediterráneo camina en la dirección opuesta y empeora el “clima de negocios”. La Argentina puede perfectamente desconocer este sentimiento del establishment, pero habrá un costo a pagar, como lo hay siempre en estos casos.
Lo que vuelve más onerosos aún estos desplantes es su incongruencia. La detención de Cavallo, como fueron las de Menem o Antonio Erman González, no convence de un cambio genuino en la manera de entender el imperio de la ley. Los que se alegran son los últimos en creerlo. Cualquiera ve que, más allá del clamor y del hartazgo de la población, la manera de gobernar, legislar e impartir justicia no varió mayormente. El oportunismo no engañará a nadie, como nadie cree que el Duhalde actual no es el mismo que gobernó ruinosamente la provincia de Buenos Aires y el que antes vicepresidió el país junto a Menem, lo que es mucho decir.
Cavallo pertenece profundamente a esa Argentina poco democrática y menos republicana, donde el poder se ejercía (y quizás ejerce) sin escrúpulos, sin rendir cuenta, sin responder ante la ciudadanía. Fue tan bien visto por los militares golpistas como él los vio a ellos. La Fundación Mediterránea misma nació durante la dictadura militar, y ésta se valió del cordobés para salvar a los empresarios del naufragio del programa económico, escorado desde 1980. A partir de 1991 fue el encargado de aplicar en el país las recomendaciones del Consenso de Washington, solo adaptando la política cambiaria y monetaria a las peculiaridades de una pos-hiperinflación.
Con ese programa, y con la adhesión al Plan Brady en 1992 en condiciones harto satisfactorias para los acreedores, Cavallo consolidó a la Argentina como un destino muy rentable y muy poco riesgoso (la convertibilidad era un seguro antidevaluación gratuito) para el capital extranjero, que fue tomando los mejores negocios que ofrecía el país. Pero el desempleo se triplicó, el sector externo se fue sumergiendo en un déficit irreversible y la vulnerabilidad del esquema quedó crudamenteexpuesta cuando México confesó su insolvencia a fines de 1994 y ningún otro país sufrió como la Argentina el efecto dominó del Tequila.
Rodeado de un alucinante culto a la personalidad, que hacía recordar a Rumania o Corea del Norte, Cavallo agravó los vicios de su plan con la reforma previsional de 1994, que desfinanció la seguridad social, abriendo un déficit que se cubrió con deuda. Pero la banca lo aplaudía porque les estaba regalando un enorme negocio, de incalculables proyecciones, que en realidad escondía una gigantesca estafa a los aportantes, que el propio Cavallo extremó el año pasado al cebar con más deuda pública incobrable los fondos jubilatorios.
Pero ningún inventario de errores, abusos, atropellos y decisiones más que sospechosas (como el favor arancelario que le obsequió a Arcor, o el injustificable subsidio a las exportaciones de oro en un país que prácticamente no lo producía, o la venia para millonarios créditos oficiales a los Yoma, o el contrato IBM-DGI, o más recientemente el megacanje, etcétera) diferencia tajantemente a Cavallo de otras figuras en la historia de los gobiernos argentinos. Todas ellas debieron de sentir y gozar de parecida impunidad. Ninguna pagó sus delitos. Y tampoco hubo una sociedad que exigiera que los purgasen, ni una “burguesía nacional” que se comprometiera con la construcción de mercados que funcionaran en serio y con evitar el saqueo del Estado. Si el corralito volvió vulnerable a Cavallo y posibilita hoy su detención, corresponde recordar que ese fatídico 3 de diciembre no fue sólo culpa suya.

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