EL PAíS

Simplemente sangre

 Por Marta Dillon

Página/12
en Paraguay
Desde Asunción del Paraguay

Las quince mujeres que permanecían en huelga de hambre en una carpa frente al Instituto de Previsión Social del Paraguay, en pleno centro de Asunción, rogaban de rodillas a Marcos Stanley, empleado administrativo del IPS, que no se crucifique. Era una petición extraña. Al fin y al cabo, todos son parte del mismo sindicato de trabajadores de la única obra social del Paraguay y habían decidido en conjunto que Stanley sería el primero de una seguidilla de mártires. Eran los que se dejarían atravesar las manos por clavos de 20 centímetros, cumpliendo con lo que los diarios paraguayos llaman “una nueva forma de protesta”: la crucifixión. Ya lo habían hecho en demanda de trabajo los choferes de una línea de autobuses que perdió su permiso. Ahora los empleados del IPS lo hacían sencillamente pidiendo la renuncia del presidente del Instituto. Con algunas precauciones: anestesia, desinfectante y bisturí. Porque se puede ser mártir, pero tampoco es para tanto.
La escena no ahorró lo que en estilo sensacionalista, se podría describir como “hondo dramatismo”. Las mujeres que ya habían puesto el cuerpo privándose de la comida en protesta por la falta de insumos en el hospital del IPS, lloraron y se arrodillaron. La esposa de Stanley –un hombre de oportunos 33 años– con sus dos hijos menores tomados de la mano, aullaba por un poco de cordura. El funcionario, sordo a los ruegos o tal vez alentado por ellos, se tendió sobre las vigas cruzadas vestido con un camisón quirúrgico blanco y se dejó inyectar la anestesia por un compañero de lucha, el cardiocirujano Enrique Von Lückel. El médico había prometido crucificarse al día siguiente –el martes 22– pero fue oportunamente detenido por orden del fiscal Fabián Centurión, por haber favorecido lesiones graves. Fue el primer intento de detener una seguidilla de martirios que ya había perdido sentido. Porque si los tres primeros crucificados habían aparecido ya clavados a su cruz, uno por día del miércoles 16 de junio al viernes 18, porque preferían “morir a seguir sin trabajo para alimentar a sus familias”, martirizarse en horario programado en demanda de la renuncia de Pedro Ferreira, presidente del IPS, parecía un motivo trivial.
“¿A ti te parece una trivialidad tener que empeñar tu casa porque tienes un problema de salud?”, se enoja Jorgelina Amarilla, secretaria general del sindicato de trabajadores del IPS que no figura en la lista de los que van a crucificarse, para graficar lo que significa tener que comprar los insumos con que no cuentan los asegurados del IPS. A Stanley evidentemente no le parece ninguna trivialidad: sus gritos se escuchan por encima de las canciones sacras que emiten los altoparlantes en el salón de actos del sindicato. Hasta allí fue trasladado en andas, atado a la cruz a la que sería clavado. Si la Justicia local no podía evitar que una persona decida autoflagelarse, al menos conseguiría que no lo haga en público. “Le infiltró suero anestésico a este hombre para que entre el clavo que va a hacer que lo escuche un gobierno insensible al dolor de la clase trabajadora”, dijo Von Lückel, como si estuviera dando una clase maestra de martirio controlado a la prensa que no se resistió a la convocatoria.
Dolor que a juzgar por la expresión del martirizado, no logró paliar ni la anestesia ni el tajo de lado a lado que abrió el bisturí para que el clavo no desgarre la mano. Von Lückel, formado en la Argentina en los años ’70, era el siguiente en la lista de mártires, pero fue detenido el mismo martes. La ceremonia se demoró a pedido de Stanley, que desde el piso y sobre su cruz, cubierto de gasas y con tensiómetros permanentemente colocados sobre el cuerpo, pidió que demoraran el próximo martirio.
Y fue entonces cuando el médico fue preso. “Es un delito producir o incitar daños físicos a terceros, por eso pedí a la policía que detuviera a todas las personas complicadas por acción u omisión en la crucifixión de Stanley para luego procesarlos”, dijo el fiscal Fabián Centurión.Y es que si las crucifixiones de los choferes del transporte público fueran expuestas después de producidas, para evitar detenciones de terceros, el acto de los trabajadores del IPS parecía directamente destinado a buscar un efecto mediático. Lo consiguió, aunque sin más debate que aquel que versó sobre el rol de los médicos y cuya conclusión más escuchada es la de la Sociedad Médica Paraguaya, augurando la pérdida de licencia del médico Von Lückel.
Al mediodía del martes, al mismo tiempo en que el cardiocirujano era detenido y Stanley levantaba el torso de su cruz dejando las manos todavía sujetas por los clavos para gritar un teatral “criminales” a los funcionarios jerárquicos del IPS, las mujeres que seguían en una menos espectacular huelga de hambre le secaban el sudor como Verónicas, mientras interpretaban las mediciones de su presión, temerosas de lo que finalmente sucedería: la medida extrema que se habían impuesto no se podría sostener e incluso entre la prensa internacional presente se sospechaba que bajo las gasas que cubrían las manos de Stanley los clavos habían desaparecido. El hombre es un empleado administrativo y su resistencia no se compara con la de los choferes, que aguantaron frente a la Secretaría de Transportes cuatro días antes de que se resolviera el conflicto. Los choferes no saben si la infección por la que tuvieron que atenderlos en el Hospital Central les permitiría volver a conducir.
Cerca del IPS, a menos de dos cuadras, el Mercado 4, el más importante de Asunción, permanece indiferente a los actos de sangre de otros trabajadores. Allí un líquido rojo y espeso corre entre los callejones donde se acomodan los puestos de carne. Es un líquido oscuro que se derrama de los mostradores cargados de vísceras cuyos nombres vocean las mujeres que levantan librillos y gargantas, corazones o hígados, ofreciéndolos a quienes pasan, como si la intención de comprar uno de esos cortes pudiera asaltar como una tentación a los caminantes. En la sangre se chapotea sin cuidado ni sorpresa, al fin y al cabo es sangre animal y ya la echarán otras mujeres a la calle, a fuerza de agua y espuma dejándose caer por la pendiente.
Vender y limpiar la sangre son trabajos para ellas, siempre fue así, dicen, es por el machismo, explican, como si fuera obvio que a ellos les da vergüenza manipular la carne, riéndose sorprendidas de que aquí, en la Argentina, la venta de carne sea un oficio de hombres. No, dicen, los hombres tienen otros trabajos, ellos construyen, manejan autos o colectivos, ponen azulejos, se dedican a otras cosas. Claro que como ahora no hay trabajo, bueno, ellas tienen que mantener la casa mientras ellos ocultan su vergüenza a la espera de una gran obra. Las vendedoras de carne, la sangre tiñéndole las uñas, el caldito de pescado por almuerzo entibiándose junto a las vísceras, tienen poco resto para la sorpresa. De hecho prefieren hacer lugar en los mostradores para que la almohada de sus propios brazos les permita recostar un rato la cabeza para improvisar una siesta antes que correr a ver cómo, a dos cuadras, se flagela Stanley. “Al menos estos hacen algo”, dice Mari López, carnicera desde hace 5 años, los mismos que pasaron desde que su marido se fue en busca de trabajo a la Argentina. Según el Banco Central de Paraguay, la desocupación es de sólo el 8,3 por ciento. La Central de Trabajadores dice que asciende al 22. A las carniceras, la única cifra que las preocupa es la cantidad de horas que trabajan por día: 12.
Desde el martes se detuvo en Paraguay el “nuevo método de protesta”. Stanley ya no es exhibido en la puerta del IPS, pero las mujeres continúan con la huelga de hambre. El “método” parece haber trascendido las fronteras paraguayas: el viernes, los diarios de Bolivia daban cuenta de dos crucifixiones, esta vez de mujeres, que en Santa Cruz de la Sierra se clavaron las manos para pedir por documentos de identidad gratuitos. Flagelarse, cortarse, lastimarse de diversos modos –cosiéndose la boca, tragando hojas de afeitar– es un método de protesta de detenidos, personas que no tienen más que sus cuerpos sobre los que poder accionar para ser escuchados. Los muros del encierro parecen haber extendido su sombra más allá de los límites de la cárcel.

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