EL PAíS › LA VISION DE UN EXPERTO SOBRE CHINA Y LOS CAMBIOS DE LOS ULTIMOS AÑOS

El jardín de los senderos que se bifurcan

Por José Alberto Bekinschtein *

La primera vez que llegué a China para establecerme era el invierno de 1981. Pocos indicios permitían descubrir en la vida cotidiana las transformaciones que ya comenzaban. Algún hotel con un gerente austríaco, la aparición del China Daily, el primer periódico en inglés, notas de color en la vestimenta todavía uniformemente azul o verde, frutas y verduras más variadas en los recién permitidos “mercados libres”. Y poco más. Cuando regresé veinte años después entendí que tenía el privilegio de ser testigo de inéditas transformaciones sociales, económicas y físicas y la posibilidad de ubicarlas en la perspectiva temporal de casi una generación.
A los jóvenes chinos urbanos de hoy, con sus teléfonos móviles omnipresentes, intentando moverse en una marea semicaótica de autos nuevos y calles ocupadas por grúas y obradores, les resulta absolutamente ajena la realidad china anterior a los ‘90, cuando los teléfonos fijos eran un lujo de hoteles y ciertas oficinas públicas y los medios de transporte eran bicicletas o desvencijados autobuses.
Una noche del reciente invierno, un taxi me cruzó viniendo de contramano por el carril rápido de la autopista que va al Aeropuerto de Pekín. Aunque ya acostumbrado a las particularidades del tránsito, me costó creer que la escena fuera real. Pasado el susto, ileso y más tranquilo, se me ocurrió que el conductor, o sus padres, estarían posiblemente entre quienes jugaban a las cartas a la luz de las luminarias en la vieja carretera del aeropuerto, antes de que en 1996 se inaugurara la autopista. En aquel entonces el promedio de las viviendas era de poco más de 7 metros cuadrados por persona, el calor era intolerable, la iluminación escasa. Así, para ir de noche al aeropuerto había que esquivar lectores, jugadores y mirones: la vieja carretera y sus luminarias resolvían el problema.
Hace diez años no había autopistas: hoy hay una red de 30.000 kilómetros.
En China ha habido dos “fallas geológicas” generacionales en los últimos cuarenta años: la primera de carácter político, la Revolución Cultural, que implicó la anulación de una generación de líderes, de maestros, científicos y artistas que en toda sociedad garantizan un continuum de experiencias y conocimientos. La segunda es esta que están viviendo, que puede ser caracterizada como un sismo social, cultural y tecnológico.
En su película Baober enamorada presentada el año pasado en el Festival de Berlín, la directora Li Shao Hong intenta reflejar las presiones que deben enfrentar los chinos en estos tiempos de cambio. La ciudad donde la joven protagonista ha nacido hace 20 años ha pasado por una transformación que normalmente hubiera necesitado 200 años para completarse. El techo de su antigua casa es literalmente elevado por los aires para dejar lugar a un edificio moderno, uno de los anónimos e innumerables que en semanas reemplazan los patios de ladrillos grises del viejo Pekín. En medio de esos bloques que surgen de las ruinas la joven se desespera y lanza un grito interminable...
No pretende ser ésta la digresión nostálgica de un viajero entrado en años que regresa al lugar que dejó hace un tiempo. No podemos entender la sociedad china de hoy si no tomamos en cuenta las presiones que la modernización acelerada tiene en el espíritu y las conductas de los chinos: los más afortunados y los otros.
Toda sociedad necesita su identificación con la propia historia: en China, y por lo menos al nivel de lo masivo, a veces pareciera que trata de ser reconstruida artificialmente con invocaciones a las glorias imperiales y a los 5000 años de cultura. Quizá no sea suficiente.
Esta idea del reemplazo rápido –tipo fast food– de encadenamientos históricos y culturales, la creencia en que decisiones materiales del poder fáctico pueden suplir el proceso de maduración incluso biológico dela sociedad, se traduce en fenómenos varios en lo cotidiano con implicancias que van más allá de lo cultural.
Cuando en el invierno del 2001 los miembros del Comité Olímpico encargados de inspeccionar las ciudades candidatas recorrían un Pekín sometido a varios grados bajo cero, veían desde sus vehículos un flamante césped de color verde en los canteros recién terminados a los costados de las avenidas. Un cielo celeste profundo digno de las sierras de Córdoba se destacaba como dato placenteramente inusual a quienes nos hemos acostumbrado al aire brumoso de la ciudad.
No podía escapar a los distinguidos visitantes que el verde del césped invernal no era el resultado de alguna experiencia biotecnológica mantenida hasta entonces en secreto, sino de la aspersión generosa de pintura de ese color realizada en los días anteriores. La clausura por varios días de las fábricas más contaminantes y la restricción al uso de vehículos por parte de las empresas con flotas importantes habían obtenido de inmediato el color de cielo ansiado por políticas de control ambiental que demandan usualmente meses o años para tener resultados tan visibles.
Era claro que el objetivo de las autoridades no era el engaño sino la voluntad de demostrar que en China, el Centro puede concentrar el poder necesario para lograr los fines propuestos rápida y eficazmente y que los funcionarios olímpicos podían estar tranquilos de que el éxito de los juegos del 2008 estaría así garantizado si Pekín resultaba elegida, como lo fue unos meses después.
El ejemplo tiene su lado risueño. También es expresivo de la particular visión de los dirigentes acerca de cómo funciona un sistema de mercado con características chinas. Y no estamos hablando de autócratas brutales: su competencia y refinamiento están fuera de cuestión. Creo que se trata de un problema más profundo de concepción del poder y del funcionamiento del sistema que debemos entender si queremos operar en y con China.
Hace algunos años, durante su visita a la Argentina tuve la oportunidad de mantener una larga conversación con un alto funcionario, hombre agudo y comprometido con las reformas. Navegábamos por el Delta cuando, señalando las casas ribereñas, me preguntó si se podían comprar y quién daba la autorización en ese caso.
Dos años después de ese encuentro mi interlocutor, Zhu Ronji, pasó a ser primer ministro, en una gestión caracterizada por la racionalidad, la lucha contra la corrupción y el sustento de sólidos equipos técnicos. El actual primer ministro Wen Jiapao proviene de esos equipos. Estoy seguro de que ni Zhu ni Wei harían hoy esa misma pregunta: el aprendizaje de las reglas ha sido para ellos rápido y contundente. Lo mismo se puede decir de la primera línea gobernante.
Pero ¿podemos decir lo mismo de las segundas y terceras líneas del partido, de los secretarios de gobiernos locales, de los propios agentes económicos que mantienen vinculaciones con las burocracias provinciales y municipales? Dice un antiguo proverbio “Las montañas son altas y el emperador está lejos”.
Coexisten en China una autoridad central racional cuya preocupación declarada y hasta quizá sincera es wei renmin fuwu (servir al pueblo) y un sistema cotidiano donde “todo es negociable”, donde el criterio decisivo de validez es el éxito material. Hay un sistema legal, pero no todavía un Estado de Derecho. Este es el primer desafío que enfrenta el gobierno. El “mercado” y la “propiedad privada” son adaptaciones de un esquema vigente hasta ahora fuera de China: de allí las indefiniciones acerca de los límites de Estado y negocios privados, e incluso de quiénes son y no son agentes privados.
Las libertades crecientes a la iniciativa individual, en particular en el área económica –“hacerse rico es glorioso” decía Deng–, no significan que el Estado se desentienda. Retiene el monopolio de la actividad política y sigue dominando decisivamente la evolución de los procesos económicos y sociales, en un escenario tanto institucional (empresas del Estado en sectores estratégicos), como individual.
Los desafíos que enfrenta hoy China están determinados y a su vez influyen en la forma de resolución del marco jurídico institucional: el sistema se manejará por el guanxi (una red informal de vínculos interpersonales) como lo fue históricamente, o por la adopción de reglas jurídicas más o menos objetivas al uso occidental, algo sobre lo cual no han existido en China más que experiencias aisladas.
En 1941 Borges escribe El jardín de senderos que se bifurcan, cuyo protagonista es, curiosamente, un espía chino al servicio del Imperio Alemán. En él se describe un laberinto perfecto donde todas y cada una de las bifurcaciones se realizan paralelamente en algún momento: todos los porvenires (“menos uno”) coexisten. Siempre recuerdo El jardín... cuando me piden conclusiones definitivas sobre dónde va China, si es verdaderamente capitalista o “comunista”, si el “milagro” económico es auténtico o está fundado sobre bases endebles, si es una amenaza o el nuevo Eldorado. Xi Peng, el personaje del cuento, es en distintos tiempos paralelos amigo y enemigo del otro protagonista, el sinólogo inglés Stephen Albert. El señor Xi agradece y respeta al profesor, pero en el porvenir que el cuento elige, cumple la misión que se encomendó a sí mismo.
Chengdu, Sichuan, mayo del 2004

* Economista, residió en Pekín primero como diplomático, y en la actualidad como director de empresa.

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