EL PAíS › PANORAMA POLITICO

La gran estafa

 Por Luis Bruschtein

El fallo del Tribunal Oral Número 3 sobre la investigación del atentado contra la AMIA cayó el jueves como otra bomba en una sociedad que no pierde la costumbre de saltar etapas sin saldar las anteriores. El fallo resonó como un eco del bombazo criminal y llevó nuevamente las conciencias a un período en el que, bajo un gobierno constitucional, sucedían hechos que parecían extraídos de una novela catástrofe, como los bombazos a la Embajada de Israel, a la AMIA, la explosión de la Fábrica Militar de Río Tercero, la muerte en circunstancias poco claras del hijo del entonces presidente Carlos Menem y las sucesivas muertes posteriores de varios de los testigos.
Como si se corriera el telón de un escenario de fantasía, el Tribunal Oral Número 3 dijo que todo lo que se sabía del atentado terrorista más grande en la historia de la Argentina era casi igual a nada. Nada sobre los autores ideológicos, nada sobre los autores materiales, nada sobre la conexión local, nada de nada, a lo sumo una presunta banda policial dedicada al robo y a la reducción de vehículos robados, de la que no se explica tampoco la forma en que apareció vinculada a una investigación, en la que supuestamente estuvieron abocados los aparatos más preparados del Estado con el apoyo de organismos extranjeros, desde el FBI norteamericano hasta el Mossad israelí.
Durante diez años, la opinión pública tuvo la ilusión de que se avanzaba en algún sentido en el esclarecimiento del atentado. Pero todo no fue más que una ilusión, una especie de hipnosis colectiva que afectó a todo un país que aceptó la suposición de que ocultar la preparación de un atentado de esa envergadura era tan difícil como esconder un elefante en un bazar. Resulta increíble, el mastodonte sigue en el bazar y todavía nadie lo pudo encontrar.
Se han escrito numerosos libros sobre el tema, las fojas de la causa la convierten en una de las más grandes en la historia de la Justicia, se han hecho todas las especulaciones posibles, habidas y por haber, combinando personajes, hechos y circunstancias, ha habido discusiones incluso entre hipótesis confrontadas, pero todo eso fue como caminar en el lodo y a ciegas. Sin embargo, la realización del atentado, desde la inteligencia, la infraestructura y la acción en sí, exigió la participación de numerosas personas y el transporte de gran cantidad de explosivos. No se trata de un secreto guardado entre dos juramentados, sino que necesariamente tiene que haber participado un número importante de terroristas extranjeros y/o locales, así como en los grupos de apoyo. Resulta verdaderamente sospechoso que en el mundo del espionaje internacional no haya surgido en todos estos años una mínima pista con presunción de certeza, que permitiera por lo menos reconstruir el episodio.
Es probable que haya numerosos atentados terroristas cometidos en todo el mundo en los que no se haya podido juzgar a los responsables. Pero por lo menos, todos esos atentados han sido mínimamente esclarecidos, se sabe quiénes los cometieron y los argumentos que los motivaron para hacerlos. En este caso, que también tiene connotaciones internacionales, no sólo no se ha podido juzgar a los culpables sino que tampoco se sabe quiénes lo hicieron ni con qué objetivo ideológico, político, económico o lo que fuera. No hay siquiera un relato de los hechos.
El estupor con que la sociedad recibió la noticia fue parecido al de una persona que durmió diez años y se despierta pensando que se acostó sólo ayer. En ese primer parpadeo de incredulidad, de forzar los ojos para hacerles aceptar una realidad inesperada, cae la angustia de haber perdido diez años soñando con enanitos verdes y conejos orejudos.
Solamente quedan interrogantes, decenas de preguntas, que ya no sólo apuntan al atentado en sí, sino también a la formidable operación de encubrimiento. Y la sensación inevitable de que en esas respuestas quedan involucrados poderes que van más allá incluso de los que suelen intervenir en los conflictos intestinos y que seguramente se relacionan con ellos y entre sí a través de mecanismos de conveniencias mutuas y estrategias geopolíticas que superan las motivaciones más lineales de los propios terroristas.
El universo de la conspiración muchas veces es producto de un cerebro paranoico como el del matemático de la película Una mente brillante. Pero en este caso resulta inconcebible la invisibilidad que rodea al salvaje atentado contra la AMIA sin pensar en una conspiración. Y al mismo tiempo causa estupor que durante diez años fueran tan pocos los que denunciaron el laberinto artificial en el que se habían introducido la investigación, los debates mediáticos y las distintas interpretaciones que se expusieron ante la sociedad.
El fallo del Tribunal Oral Número 3 deja abierta con mucha claridad la idea de una operación de encubrimiento. Y señala más que sugiere al juez Juan José Galeano y a los funcionarios de la SIDE y de los demás organismos del Estado que participaron en la investigación. Pero las implicancias del feroz atentado que sufrió la mutual judía son tan desmesuradas que ni el juez ni esos funcionarios habrían logrado por sí solos montar un operativo tan eficaz. Incluso en esos casos, hasta se puede pensar en fallas o incompetencia.
Quien montó esa operación de encubrimiento no quería que se conocieran los autores reales del atentado ni sus motivos. Eso no lo podía hacer el juez ni los investigadores por sí solos sin contar con la anuencia de los funcionarios de más responsabilidad en la SIDE y en el Ministerio del Interior. Y aun así, en el caso de la AMIA, tampoco hubiera alcanzado con funcionarios de rango ministerial, por lo que las sospechas inundan también a los niveles más altos de responsabilidad política en esa época. Los hechos en la AMIA conmovieron a la sociedad en su conjunto y afectaban directamente a una de las colectividades más importantes del país.
En el contexto internacional, Estados Unidos e Israel también estaban directamente interesados en cualquier derivación que surgiera de la investigación. Constituye una verdadera incógnita que ninguno de los dos países hiciera una fuerte presión para que se esclareciera el atentado, como se hubiera esperado en un hecho de estas características. Ni que mostraran una voluntad mínima en señalar, por lo menos, a los autores, aportando datos de sus servicios de inteligencia y espionaje. Si la CIA o el Mossad tienen alguna hipótesis concreta, nadie lo sabe, lo cual no deja de ser extraño. Aun cuando las autoridades argentinas más altas hubieran querido ocultar los hechos, lo lógico es que tropezaran con una fuerte presión internacional. Si no hubo presión para evitar el ocultamiento, entonces es posible pensar que el ocultamiento también les convenía, aunque no fuera por las mismas razones. En todo este intríngulis desproporcionado, algunos hablan de la pista siria, que en ese momento fue descartada porque no le convenía a nadie. Pero hasta ese punto queda en la incógnita tras diez años. Y todo hace pensar que habrá que empezar de cero.

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