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Qué quedó del 20 de diciembre

Eduardo Aliverti.

A tres años de la lección

Hace tres años comenzaba a producirse el hervidero popular que acabaría con uno de los jefes de Estado y uno de los gobiernos más ineficientes de nuestra historia. Eso está fuera de toda duda, pero en cambio, aún hoy, no hay acuerdo unánime ni mucho menos acerca de las características de lo que sucedió.
Hay quienes piensan –y así lo denominan– que se trató de un auténtico “argentinazo”. Una rebelión masiva contra la corrupción del sistema político, que habría puesto al país al borde de la disolución institucional. Y hay quienes sostienen que lo explotado fue, básicamente, las expectativas de la clase media y de algunos sectores populares respecto de los instrumentos de política económica que el menemismo había consolidado durante una década, y que la gestión de la Alianza mantuvo intactos. Tampoco hay consenso sobre los alcances cuantitativos del “19 y 20”. ¿Fue un hecho extendido por toda la geografía nacional y los sucesos de Buenos Aires quedaron como epicentro sólo por su grado de violencia? ¿O se trató, esencialmente, no de una rebelión sino de un motín, que articuló de manera pasajera los golpeados intereses de sectores medios atrapados en el corralito con la masacre de desocupación, pobreza e indigencia heredada de la rata?
Sea cual haya sido el embrión y la extensión de lo ocurrido, nadie puede sostener con seriedad que no se deshilachó. Con todas las excepciones que se quieran y, por cierto, aceptando la lección vigente de un espíritu de masas que fue capaz de mostrar reacción, resistencia, desobediencia civil, la ausencia de una herramienta política que vertebrara y diera canal de disputa de poder a esa eclosión dio por tierra con las ilusiones de cambio profundo. El cuestionamiento popular no se transformó en fuerza popular organizada y, por lo tanto, tampoco la hubo orgánica.
La derecha se recompuso de lo que muchos ingenuos supusieron sus cenizas, y el aparato bonaerense del PJ junto con las ramificaciones institucionales del radicalismo, asustados, pero no exánimes, reconstituyeron sus bases operativas con la inestimable colaboración de aquella alternativa ausente. El estado de asamblea de algunos barrios, la gente en la calle, los dirigentes políticos que debían disfrazarse, el final abrupto de la ostentación pornográfica de riqueza, fueron para la burocracia partidaria tradicional un frente de tormenta molesto y complicado. Pero atravesable. Tan atravesable que lo atravesaron. El efecto de los planes de asistencialismo fue poco menos que una llave maestra para controlar al abajo. Y la muy paulatina aunque consistente normalización financiera, análogo a lo anterior para evitar los desbordes del medio de la pirámide.
Los asesinados en el Puente Pueyrredón no provocaron el quiebre de esa secuencia sino la aceleración de los tiempos electorales, bien que con una recidiva de la bronca popular. Que entre el piquete y la cacerola la lucha era una sola ya estaba feamente herido como símbolo eventual de una articulación (vale repetir el término, porque es clave) de los intereses de clases. Se repotenció el desprestigio de la dirigencia política, pero el andamiaje destinado a recomponer (otra palabra decisiva) el sistema de exclusión no sufrió alteraciones. Y tanto es así que la pingüinera santacruceña, con su discurso populista que parece estar en sintonía con los reclamos populares de aquéllas jornadas históricas, cabe recordar (vaya si cabe recordar) que sólo fue posible tras la defección, primero, del Menem blanco santafesino y, después, del Menem entretejido cordobés. Ya no había espacio para diletantes ni para administraciones de derecha ostensible y es sacado ese cálculo que Reutemann se baja de la candidatura presidencial, más allá de su muy singular personalidad. Convengamos, empero, que los niveles de popularidad que tenía –y que sin ir más lejos conserva en su propia provincia– eran muestra de que, ya a muy poco tiempo del estallido explícito, el imaginario colectivo padecía una intoxicación seria.
Kirchner, con sus vaivenes, ha demostrado una habilidad considerable en tres rubros: zafar de la imagen de prisionero duhaldista con que asumió; promover medidas y gestos que amortiguaron sensiblemente la crítica por izquierda de muchos de los núcleos más activos de la sociedad; y saber aprovechar que cualquier y obvio panorama de recuperación de la economía, tras haber caído al fondo de los fondos, sería visto cual cabeza afuera del agua. El problema que tiene por delante es que esos méritos son como un chicle: se estira, pero hasta un punto de ruptura. Se acerca la hora en donde se advertirá si hay un traslado a los hechos del discurso de justicia social o si se precipitará una nueva frustración.
Y si fuera lo segundo, habrá que retomar las enseñanzas dejadas por los días del 2001: o hay el sentido efectivo que únicamente puede darle a la efervescencia popular una herramienta política, descontaminada de vicios crónicos, amplia, vanguardizada sin sectarismos y con vocación de poder; o el edificio lo vuelve a levantar el sistema desde sus (presuntos) propios escombros.

Atilio Boron *.

El legado de esos días

Las jornadas que hoy recordamos dejaron una huella profunda en la historia social de los argentinos. Su principal logro fue el de haber puesto punto final a un gobierno que había hecho una clara opción por los mercados –léase la oligarquía financiera, los grandes monopolios, las empresas privatizadas y, en general, el capital imperialista– en contra de los intereses generales de la sociedad. Demostró algo que ningún gobernante debería olvidar: que no habrá más impunidad para quienes decidan gobernar dando la espalda a las demandas de las grandes mayorías nacionales. Quienes tengan la osadía de hacerlo harían bien en recordar que la revuelta del 19 y 20 no fue un acontecimiento exclusivo de la Argentina sino que se inscribe en un nuevo ciclo de revueltas que afecta a las democracias formales, o de “baja intensidad”, de América latina. Estas súbitas irrupciones populares, como las que ocasionaron las caídas de gobiernos en Perú, Ecuador y Bolivia, amén de la Argentina, expresan el casi total divorcio entre la dirigencia política y el pueblo que es, en última instancia, el soberano de cualquier modelo democrático digno de este nombre. Ante la incapacidad de los diseños institucionales de nuestras democracias para ofrecer alternativas en tiempos de crisis, los únicos mecanismos de recambio viables y efectivos se encuentran en las calles, en la movilización popular.
Pero las jornadas de diciembre dejan también una amarga lección: las dificultades con que se enfrenta una revuelta espontánea para culminar la tarea iniciada en las calles, produciendo un cambio significativo de las políticas públicas. Los hechos demostraron las insanables limitaciones de la consigna “Que se vayan todos”. No sólo quienes tenían que irse no se fueron, sino que los que se quedaron a cargo del timón del Estado se las ingeniaron para absorber la protesta, desmovilizar a las masas, desarticular sus principales sujetos y proseguir con las políticas económicas del Consenso de Washington, de las que todavía, y pese a la encendida retórica que brota de algunos despachos oficiales, la Argentina no ha salido.
En conclusión: sin una adecuada organización política y sin una clara conciencia de los límites insalvables que tiene cualquier “solución” dentro del capitalismo, las revueltas populares serán incapaces de resolver, por el lado positivo, la crisis que aún nos agobia y cuyos principales indicadores están a la vista de todos.
* Politólogo, secretario ejecutivo de Clacso.

Norberto Galasso *.

Buscar lo que queremos

Durante el 19 y 20 de diciembre quedó evidenciado lo que la mayoría de la sociedad no quiere más: no quiere más entrega del país, no quiere más corrupción, no quiere más políticos que estén en las nubes. Ahora bien, estos procesos generalmente se dan por la negativa y después se empieza una búsqueda. Esta aún no ha sido exitosa, ya que las viejas dirigencias no dieron nuevas respuestas y las nuevas dirigencias no supieron aprovechar aquellos impulsos transformadores. Sin embargo, la atmósfera política se modificó. Aunque no se percibe orgánicamente como había sucedido con las asambleas barriales, persisten las ganas de cambio: chicos que quieren saber qué es el pensamiento nacional, que preguntan sobre el “curro de la deuda externa”. Hay una inquietud que no se daba antes. Una inquietud en los sectores populares, en la clase trabajadora. En el caso de la clase media, por el momento mira de reojo. Su reserva de grasa le permite no tener urgencia de transformación.
En el gobierno de Menem había mucha bronca y eso se canalizó en una esperanza depositada en figuras que no podían dar respuesta, como fue el caso de la Alianza. Pero el 20 de diciembre marcó un hito. Y, más allá de que se dude acerca de si el presidente Kirchner está llevando o no a cabo ciertas transformaciones, lo que dice se adecua a estas nuevas necesidades. Apareció un discurso que se plantó frente al Fondo Monetario. Y si bien parece poco lo que se ha logrado, tal vez por las expectativas generadas por la presencia popular de esos días, han surgido caminos nuevos. Se ha marcado una transformación que se manifiesta como búsqueda, no como certeza. Sabemos lo que no queremos. Ahora tenemos que buscar lo que queremos. Hay que ser protagonistas y generar algo distinto.
* Historiador y ensayista.

Franco Castiglioni *.

Protesta con legitimidad

Diciembre nos recuerda que hay 35 muertos que esperan justicia. La impunidad también puede ser explicada por una debilidad de la sociedad civil. Pero sería una evaluación equivocada considerar que todo es igual después del 19 y 20 de diciembre. Claro, no fue, como algunos forzaron, el principio de la construcción de poder popular desde las asambleas, que entonces se creyó capaz de ser generalizable a otras realidades. Algunos intelectuales turistas llegaron a la Argentina y hasta plantearon que el trueque era el nacimiento de una economía alternativa.
Sin embargo, la novedad es que la calle se ha construido como la esfera pública en donde se demanda ante el Estado o una empresa privatizada. Obtuvo legitimidad la protesta. Aun cuando sea por la pesificación o por la inacción del Estado frente a la inseguridad, siempre la calle se manifiesta como un espacio de expresión que finalmente se tolera, aun a regañadientes, porque todos en uno u otro momento recurren a ella. Esto no necesariamente implica que la sociedad civil se esté fortaleciendo. Se reforzó la solidaridad, pero entre aquellos que sufren un mismo problema. Aparece una solidaridad segmentada, ya que no lograron articularse las diferentes demandas. Es que la consigna política del “que se vayan todos” no expresó alternativas de gobierno. Tan es así que el sistema político siguió impermeable a la efervescencia que había debajo, sin que eso resultara un costo en términos de renovaciones. La sociedad civil creía que resolvería la renovación de la clase política con reformas políticas. Sin embargo, lo que no podían cambiar es la necesidad de gobierno que tenía a su vez la sociedad. A partir del 25 de mayo de 2003, el nuevo gobierno conquistó su legitimidad sobre la base de precisamente ser gobierno.
* Politólogo, profesor de la UBA.

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