EL PAíS › EL CONFLICTO CON LA IGLESIA Y EL COMIENZO DE LA CAMPAÑA

Un plebiscito por día

Las variantes tácticas del Gobierno en el caso Baseotto. De
cómo se equivocaron los vaticanólogos. Una retrospectiva sobre los obispos castrenses. Las razones de la Iglesia para confrontar con el Gobierno. El debate sobre el aborto, un mapa político nada simple. Qué busca Kirchner al plebiscitar su gestión. Y una mirada sobre el después.

Opinion
Por Mario Wainfeld

“Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo mediante el Ejército argentino a la nación argentina. (...) (El Ejército es) una falange de gente honesta, que hasta ha llegado a purificarse en el Jordán de la sangre para ponerse al frente del país, para grandes destinos futuros.” Obispo Victorio Bonamín, provicario castrense.
“Leí la homilía de monseñor Bonamín y no me causó ninguna extrañeza. Me pareció que está dentro de lo que debe ser el magisterio de un obispo.” Obispo Adolfo Tortolo, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina al par que vicario castrense.
Ambas declaraciones se realizaron a fines de 1975, en las vísperas del genocidio.
Néstor Kirchner ya está en campaña. Su decisión, extrovertida desde variadas geografías y tribunas, es que las elecciones de octubre sean un plebiscito sobre su gestión. Su pronóstico, que apuntalan prematuras encuestas, es que el peronismo conseguirá una mayoría abrumadora de votos y que la oposición se fragmentará en un archipiélago de fuerzas incapaces de hacerle sombra. Desde el ángulo del kirchnerismo, el radicalismo es intuido (y deseado) como el segundo en el podio. Elisa Carrió fastidia más al oficialismo. Mauricio Macri es juzgado más peligroso. La UCR, corsi y ricorsi de la historia, resurge tenue como la inocua oposición ansiada por su majestad. Ansiada, más vale, muy en lontananza respecto del primero.
Si se afina la mira, es patente que el Presidente ha acometido su mandato como un plebiscito cotidiano. Obsesionado por su falta de poder, por el vaciamiento de las instituciones, por el clima de revuelta perdurable desde diciembre de 2001, Kirchner siempre pensó que su legitimidad debería revalidarse día a día. Por decirlo con una imagen: el Presidente se mira en el espejo todas las mañanas y le pregunta su grado de aceptación. Si éste ronda el 70 por ciento, respira. Si baja apenas un poco, piensa que está en riesgo. “Condenado” por su propia visión a una permanente relegitimación por ejercicio, echa mano a la sorpresa, a la medida inesperada, a la confrontación con poderes fácticos.
En este marco se inscribe la querella con la jerarquía de la Iglesia Católica, desatada por las declaraciones de uno de sus intelectuales orgánicos, el obispo Antonio Baseotto.

Stella Maris

A esta altura cuesta creer que Baseotto se mandó solo o cometió un exabrupto cuando acuñó la bonita metáfora de arrojar a un ministro al mar. Sus pares no lo cuestionaron y la Nunciatura lo ratificó a una velocidad que sorprendió a los propios vaticanólogos. Algunos exégetas (en los medios y en la Cancillería) evaluaron que el silencio de los obispos argentinos (roto ayer, ver página 5) era un mudo reproche a Baseotto. Esa interpretación fue desmentida arrasadoramente por los hechos.
La táctica oficial posterior al ataque de Baseotto a Ginés González García fue un tanto dual. Kirchner percibió en la homilía ex cathedra un avance contra su autoridad, algo que no está dispuesto a soportar. Y eligió un camino de confrontación, en su estilo.
Cancillería y Defensa fueron sugiriendo un sendero de diálogo, más convencional y acaso más sensato. Pero su lectura de la posición vaticana hizo agua por todos lados. Tanto fue así que, cuando especulaban que se estaba a un tris de una salida más o menos concertada, la Nunciatura informó que bancaba a muerte (valga la expresión) al ex obispo de Añatuya.
Los funcionarios locales leyeron que había una significativa diferencia entre la cúpula local y la burocracia vaticana y atisbaron que eso tenía el rango de una oportunidad. Si tal hiato existió (algo muy opinable, a la luz de los sucedidos) queda claro que se saldó en el sentido que proponía Roma. En el Gobierno todos coinciden en que Esteban Caselli conserva un peso enorme en la Santa Sede y que su mano tuvo mucho que ver. El nuncio Adriano Bernardini sorprendió a los funcionarios locales, puenteando a su interlocutor natural, el canciller Rafael Bielsa y hablando con José Pampuro. Dos integrantes de primer nivel del Gobierno confirman a este diario que en la urdimbre de esa reunión estuvo moviéndose el empresario Mario Montoto, figura (en oposición a su apellido) excesivamente conspicua, cuyo manejo operatorio nadie cuenta en detalle pero da la sensación de haber transitado los dos lados del mostrador.
Bielsa reaccionó tras la jugada del nuncio y le encargó a Carlos Custer, embajador en la Santa Sede, hacérselo saber. Las respuestas del embajador papal fueron, cuentan en Cancillería, insatisfactorias. Bernardini dijo que buscó a Pampuro porque no ubicaba a Bielsa. Se le hizo saber que el Ministerio de Relaciones Exteriores tiene una estructura funcional que atiende a toda hora, todos los días y que Bielsa cuenta con celular para ser ubicado, si es menester. El nuncio, relatan funcionarios argentinos ofreció vagas disculpas, claro que off the record. De cualquier modo, quedó claro que el nuncio desairó (otra vez) al gobierno argentino en los modos y en el fondo.
Varios integrantes del Gobierno, no sólo de Cancillería, insisten en considerar a Baseotto una rara avis, un francotirador desdeñado por sus pares. Comentan que estos, siempre en voz baja, lo describen como un hombre no demasiado sutil, que no calificaba para llegar a obispo. Esos relatos pecan, diría Rodolfo Walsh, de un déficit de historicidad. Los obispos castrenses tienen una larga tradición en la Argentina, que es representar al ala derecha de la Iglesia en su articulación con las Fuerzas Armadas. Las citas que encabezan este artículo (que cualquier argentino politizado de ...taitantos años recuerda con facilidad y que este cronista chequeó en El peronismo de los ‘70 de Rodolfo Terragno, editorial Claves para Todos) rememoran que hay una doctrina perdurable consistente en combinar energúmenos que dicen enormidades y colegas más ponderados que explican que eso no viola ninguna regla canónica.
Claro que las circunstancias son bien diferentes. Hace treinta años la cúpula de la Iglesia instaba el golpe de Estado que incluso derivaría en brutal represión a muchos católicos que pensaban distinto a Bonamín. Los sacerdotes palotinos, el obispo Enrique Angelelli, el cura Jorge Adur y muchos militantes católicos de base aportaron esa sangre al futuro que Bonamín pedía, sin traicionar canon alguno.
Ahora, en cambio, se trata de frenar un proceso de secularización que recorre el mundo.

Un tema de conciencia

La jerarquía de la Iglesia, con vanguardia vaticana pero buenos émulos por acá, cree que existe en el mundo un proceso de “descristianización” al que concurren tendencias laicistas, gobiernos de signo progre (como el español) o protestante (como el George W. Bush). Inscriben en esa ofensiva las denuncias por abusos sexuales contra sacerdotes, que en Estados Unidos han derivado en juicios, a veces coronados por indemnizaciones millonarias.
Esa lectura conspirativa propende a negar cambios culturales y tendencias de secularización ínsitas en la modernidad. En la Argentina –que cuenta con una de las jerarquías católicas más reaccionarias del mundo y con un maridaje asombrosamente estrecho entre Iglesia y Estado– la irritación es mayúscula.
La ampliación de los marcos de debate público y aun legal de uniones civiles, salud reproductiva, educación sexual en las escuelas y despenalización del aborto (esto es, la ampliación de una agenda republicana) son concebidas como una amenaza a resistir. El aborto está punido por la ley penal argentina, pero su número aumenta de modo recurrente. El impacto social de la prohibición es irrisorio, ya que se lo desafía a ambos extremos de la pirámide social. Mujeres de buena posición económica abortan en condiciones sépticas. Mujeres humildes lo hacen en circunstancias horrorosas que agravan su dolor y muy a menudo siegan sus vidas.
Es interesante señalar que el debate respectivo, de elevada dimensión moral, no divide al mundo entre progresistas y creyentes, como propone la jerarquía católica, intentando no permitir corroborar sus asertos. La diputada Hilda González de Duhalde (insospechada de progresismo, creyente y hasta madre de una religiosa) ha defendido la despenalización con buenas razones. Ocurre que los duhaldistas, que no son progresistas ni posan de serlo, ven miles de mujeres morir merced a tratamientos caseros, clandestinos. La desigualdad, el drama mayor de la sociedad argentina, se expresa también en esa dura circunstancia individual.
El propio Ginés González García elige autodefinirse como un peronista de ley, un “peruca” afecto a la negociación y al diálogo y no fascinado por todos los tópicos progres. Pero es también un hombre de Estado que asume que, en determinadas circunstancias, no queda otra que contender con las corporaciones cuando éstas, sin atender razones, conspiran contra la salud pública.
El necesario, postergado, debate sobre el aborto es tan delicado que en casi todas las latitudes se admite que legisladores y funcionarios lo asuman “a conciencia”, liberados de los lazos de pertenencia partidaria. La Argentina no es la excepción. Valga como un apunte al pie que dos referentes progresistas locales, Kirchner y Elisa Carrió, no se inscriben entre los promotores de la despenalización del aborto. El Presidente, que cuando quiere es un activo incitador de agendas, nada hizo en casi dos años de activa labor por fomentar ese debate, aunque sí avaló a Ginés frente a los ataques. Lilita es antiabortista, y al mismo tiempo predica una total división entre Estado e Iglesia, que incluye su costumbre de no jurar sobre los Evangelios cuando asume cargos públicos.
Desde luego que la Iglesia tiene sobrado derecho a participar en ese debate y promover sus posturas en pos de validarlas en las instancias institucionales. Si su predicamento sobre la población fuera el que alega tener, seguramente ganaría la pulseada. Pero, así sucede con las leyes de salud reproductiva o la exposición de León Ferrari, su inclinación es a impedir que esas polémicas entren al ágora. Su praxis es cohabitar con el Estado y, desde adentro, impedir que germine la discusión democrática. Sus propios modos, la tendencia a imponer al conjunto de la sociedad criterios propios de interpretación de conductas (por ejemplo, eso de traducir mediante intérpretes calificados el valor de cada silencio) trasuntan escasa gimnasia democrática, consecuencia previsible de años de excesivo connubio con el Estado.
En tal sentido, más allá de cuestionar si a Baseotto le sienta el uniforme, sería adecuado cuestionarse si es sensato que el Estado se lo banque. O, por mejor decir, que pague sueldos y gastos a obispos castrenses para que, en variopintas coyunturas históricas, prediquen las bondades de eyectar gente al mar.

Rápido para pelearse

Es un lugar común, en cualquier tertulia política, discurrir sobre la belicosidad presidencial. Está en la picota su hábito de “abrir frentes” que muchos reputan excesivo o aun riesgoso para el sistema democrático.
El oficialismo defiende esas bregas justificándolas por razones ideológicas. Y señala, con bastante razón, que sus adversarios fincan en la derecha del espectro político o de intereses: el FMI, las privatizadas, los gurúes económicos, la Shell. Algunos opositores coinciden con esta mirada ideológica y la refutan por izquierdista o infantil, vocablos a su ver sinónimos. Otros añaden que el Presidente es también presa de su irascibilidad o de broncas adolescentes.
A casi dos años de gobernar, parece ostensible que Kirchner obra con una racionalidad, discutible desde ya. La confrontación es un modo de construir o preservar poder. También un medio para demostrar que es un presidente diferente a quienes lo precedieron, dispuesto a hacer y no a hablar, y a reñir con los poderosos.
El hombre, cabe reconocer en jerga barrial, “tiene la piña fácil”, pero sabe medir relaciones de fuerzas. Su temperamento no suele cegarlo y hacerlo embestir como un toro cuando hay un antagonista de riesgo. La administración Bush, Juan Carlos Blumberg, el duhaldismo podrían dar fe de eso. Kirchner también pisó el freno e impidió que escalara el conflicto detonado por las declaraciones antiperonistas del canciller chileno Ignacio Walker.
Lo antedicho no significa que Kirchner siempre elija el adversario correcto o el modo cabal de enfrentarlo. Por ejemplo, su valioso boicot a la Shell y la Esso se empañó algo por la movida piquetera oficialista que la acompañó. El Gobierno la estimuló, luego negó haberlo hecho y jamás la desautorizó. Así perdió puntos, en una acción que, así y todo, sumó un consenso avasallante.
El conflicto con la Iglesia alude mucho más a la autoestima oficial que a la vida cotidiana de los argentinos. E incorpora un rival que supo ser enojoso para muchos gobiernos locales. La relación costo-beneficio es más peliaguda que en los enfrentamientos con el Fondo, las privatizadas o las multi petroleras. Fuera de estas diferencias, no menores, el caso Baseotto se inscribe en un estilo que Kirchner no piensa modificar de acá hasta las elecciones, cuanto menos.

El plebiscito

Volvamos al principio. Cuando explicita que desea plebiscitar su gestión, Kirchner replantea su relación con el Partido Justicialista y con el espacio transversal. Es claro que los votos que se computarán para levantarle el pulgar serán, en arrasadora mayoría, los peronistas. No es un réquiem para los transversales, para quienes habrá apoyo cuando cuadre, pero sí un sinceramiento de que su desarrollo no ocurrió como maquinó el kirchnerismo. Quizás ese crecimiento de una fuerza alternativa, menos densa que el PJ, de un rango del 15 o 20 por ciento del electorado, era una quimera en la situación actual, muy fondeada en la gobernabilidad garantizada por los compañeros pejotistas. La limitación de los principales líderes transversales aportó su granito de arena.
Kirchner, puesto al frente de la campaña, buscará “limpiarle la cara” a (y capitalizar mayoritariamente) los votos que logren surtidos peronistas impresentables del interior. La diáspora opositora, la incapacidad casi absoluta de sus referentes para “hacer política”, su tendencia irrefrenable a hacer de comentaristas de los diarios, juegan a favor del Presidente.
También lo hace el consenso que viene consiguiendo, por el que comenzó a pujar con menos del 25 por ciento de los votos del padrón nacional. Hasta ahora accede a una hazaña de representatividad, muy sustentada en la recuperación económica. Nadie puede justipreciar cuánto de su capital político finca en ese hecho, pero cuesta negar que en la Argentina los climas económicos sobredeterminan la política.
Así las cosas, es factible (si no ocurren catástrofes) que el Presidente gane el plebiscito y revalide títulos. A esta altura de la prospectiva cabría preguntarse si ésa será para el Gobierno la hora de cambiar algo. De pensar más en el mediano plazo, de salir de la política urdida medida a medida, de proponerse acuerdos más vastos que traccionar al peronismo. De acometer una política social universal, de debatir a fondo la reforma fiscal, de asumir que el Conurbano bonaerense es un problema nacional necesitado de un abordaje integral. De estirar el horizonte para preguntarle al espejo no sólo si el Gobierno es viable, sino si la Argentina puede empujar, de veras, un nuevo proyecto de país.

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