EL PAíS › PANORAMA POLITICO

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 Por J. M. Pasquini Durán

A seis semanas de los comicios para la renovación legislativa, las definiciones de la mayor parte de la ciudadanía aún son imprecisas. Los partidos anotados son tan numerosos, medio centenar en la Capital y más de mil en el país, que si se le adjudica a cada uno un promedio de dos mil personas entre directivos y candidatos resulta que hay alrededor de dos millones de personas movilizadas para la ocasión, suma que podría superar los diez millones contando sólo a los parientes de los comprometidos directos. La módica estimación de involucrados, uno de cada cuatro habitantes, es más significativa tomando en cuenta que la sociedad, según los expertos, se siente ajena o distante del sistema de representación política, lo que sería confirmado por la escasa presencia de público en los mitines electoralistas.
A lo mejor convendría decir que pese al número y la variedad de los aspirantes, pocos alcanzan a satisfacer las principales expectativas de los ciudadanos, o quizá muy pocos votantes tienen tiempo y oportunidad de escuchar las ideas de todos, en especial si los competidores no tienen espacios preferenciales en la difusión masiva. En cualquier caso, para los electores será un verdadero trabajo distinguir la boleta preferida en la marea de papeletas esparcidas en el cuarto oscuro y ni qué decir para los que se propongan combinar la selección entre nacionales, provinciales y municipales. Dado que los ciudadanos decidirán a último momento, todos los protagonistas, incluido el Gobierno, deberían estar alerta ante los imprevistos, naturales o no, que inclinen el ánimo de los que eligen. Los incidentes de ayer en la marcha contra la política imperial de Estados Unidos fueron la obra de minorías extremas, que tanto los organizadores como los encargados de seguridad deberían aislar de la protesta masiva. El Gobierno mostró un cierto grado de flexibilidad al abrir el paso hacia Plaza de Mayo, y está entre sus facultades fijar el itinerario de las marchas, ya que debe preservar el derecho de los que no participan de esos movimientos. Sería irresponsable que la convivencia entre diferentes modos de pensar termine influida o, peor aún, manipulada por grupos minúsculos que se mueven por sus dogmas o, no hay por qué descartar la posibilidad, como sicarios de provocadores de más alto nivel.
Hay otras cuestiones que disminuyen las probabilidades de acertar hoy en los pronósticos sobre la elección del 23 de octubre. Ante todo, la sociedad pasó por cambios drásticos y distintos en los últimos cuatro años, desde diciembre de 2001 a la fecha, cuyas consecuencias en términos políticos todavía están en efervescencia y, por lo tanto, sin maduración suficiente en las conciencias individuales y colectiva. Basta repasar las alianzas en cada distrito para advertir que hay partidos, incluidos los de mayor peso, que en algunos distritos son opuestos y en otros aliados. Los radicales en Santa Fe son aliados de los socialistas y en Neuquén del Frente Grande y del Frente para la Victoria. En la provincia de Buenos Aires el peronismo aparece partidos en dos, pero en otros territorios la armonía se llama Frente Justicialista para la Victoria, en cada caso acomodado a los pragmáticos deseos de ganar la competencia.
La actual movilidad de límites que en el pasado parecían infranqueables sugirió en algunos futurólogos la posibilidad de que después de la fragmentación vendrá la reorganización en dos fuerzas, de centroderecha una y de centroizquierda otra, que armarán el rompecabezas. Quienes frecuentan las intimidades de la Casa Rosada sostienen que si octubre es halagüeño el presidente Néstor Kirchner, en abril del año próximo estará ocupado en la tarea de ganar el comando nacional del PJ con los que quieran alinearse detrás de su conducción única. Si las certezas son inasibles para las próximas seis semanas, los vaticinios para seis meses son todavía planes dibujados en la arena.
Antes de convertirse en hechos, los pronósticos tienen que atravesar la prueba de la realidad escabrosa del país y del mundo. Hablando el jueves último ante los redactores del informe para la próxima cumbre citada en Mar del Plata después de las elecciones, el vicecanciller Jorge Taiana lo decía así: “América latina se ha transformado en el área que alberga los mayores niveles de desigualdad del mundo, incumpliéndose en su territorio derechos sociales básicos. Esta es una de las causas directas que provocan las crisis de gobernabilidad que –aunque en general han sido resueltas constitucionalmente– provocan graves costos institucionales, económicos y, desgraciadamente en muchos casos, de vidas humanas”. Así no pasara nada en el país, lo que ocurra en Brasil, en Venezuela, o en cualquier otra comunidad de la región, puede tener efectos que alteren los planes nacionales tanto como si la perturbación ocurriera en el propio territorio. Para esta cumbre de 34 naciones, incluidos los Estados Unidos, Argentina propuso –en su carácter de país anfitrión– el lema “Crear trabajo para enfrentar la pobreza y fortalecer la gobernabilidad democrática”.
En otro tramo de su intervención, Taiana explicó: “En la última década hemos observado el aumento de la brecha social, eufemismo con el que se expresa la división entre incluidos y excluidos del sistema, que no sólo no pueden acceder a los servicios de salud, educación y protección social, sino que muchas veces no tienen donde comer o dormir. Por eso hablamos de distribución del ingreso y sostenemos que el trabajo es el vehículo de esa distribución. Por supuesto, no cualquier trabajo, sino el trabajo en condiciones formales y dignas”. Es conocida la opinión del Gobierno sobre los progresos alcanzados, aunque acepta que la tendencia es buena pero falta todavía para alcanzar metas de bienestar general.
Hay opiniones críticas, por supuesto, que ponen los acentos de otro modo. El diputado Claudio Lozano, de la CTA, presentó un amplio informe al Grupo Fénix, autor de un plan económico de alternativa, donde reconoce que “en lo que va de la reactivación económica se han creado 2.133.093 puestos de trabajo, que representan el 13,2 por ciento de la población económicamente activa”, pero luego puntualiza: a) “Si la brecha entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre de la población era de 20 veces durante los noventa, hoy supera las 27 veces”; b) “La tasa de desempleo se ubica aún por encima de la vigente en el período 1995-1999”; c) “La informalidad laboral es hoy un 60 por ciento mayor que la vigente durante los noventa”; d) “Los salarios a finales del 2004 observaban un retraso promedio del 15 por ciento respecto a los valores del 2001”; e) “Las ganancias de las principales firmas exhiben porcentajes mucho más pronunciados. Mientras las principales cien exhiben un aumento mayor al 170 por ciento, las primeras 10 muestran un crecimiento de su rentabilidad superior al 400 por ciento”. El mismo Taiana asegura: “Con el crecimiento económico, por alto que sea, si no es sostenido y sustentable, no alcanza; y con el asistencialismo, por mucho que sea, no basta. Sólo bajo la percepción de que los problemas derivados de la pobreza no se solucionan desde la política asistencial, sino desde la formulación de un conjunto coherente de políticas públicas que garanticen una real igualdad de oportunidades y promuevan la movilidad social ascendente, podremos emprender eficazmente el desafío de construir sociedades más justas, seguras y libres”.
El informe de Lozano destaca un dato relevante: “El Estado transfiere ingresos a 9.966.499 personas, o lo que es lo mismo, al 25,8 por ciento de la población total o, estimado de otra manera, al 57,4 por ciento de la población en actividad laboral”, incluyendo a los pasivos. No tiene por qué extrañar entonces que la conflictividad social suceda en buena medida entre los dependientes estatales, y que el debate sobre las dimensiones y el rol del Estado sea indispensable para pensar los alcances de lo que significa “real igualdad de oportunidades” y ascenso social con justicia, seguridad y libertad. No es un tema para economías en retraso, sino para el mundo entero, afectado como fue por las teorías en boga durante los años 90 en pleno auge conservador. En la principal potencia del planeta, el huracán Katrina desnudó la incapacidad del Estado conservador para garantizar la seguridad de bienes y personas y, también, el desamparo en el que abandona a los más débiles: en el sur vive la mitad de los 37 millones de pobres del país más rico del mundo y las tres cuartas partes son negros, el color predominante entre las víctimas del desastre provocado por la naturaleza salvaje pero además agredida por la desaprensión de esos mismos conservadores que amparan a los depredadores del medio ambiente.

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