EL PAíS › OPINION

Cuestión de peso y de pesos

 Por Mario Wainfeld

Raúl Alfonsín perdió las elecciones de 1987, prefigurando la derrota de 1989 ante Carlos Menem. Este ganó las parlamentarias de 1993 anticipando su cómoda reelección en 1995. En 1997 cesó la buena estrella del riojano, la Alianza lo batió y quedó claro que en 1999 el peronismo dejaría la Casa Rosada. Fernando de la Rúa se hizo el distraído en 2001, aseguró que él no participaba en las parlamentarias, dejó bien en claro que no eran un plebiscito sobre su gestión. Pero los comicios, que perdió por paliza, sí fungieron como un plebiscito y precedieron a su prematura defenestración en apenas dos meses.
La tendencia estadística no es una fatalidad inevitable pero sugiere (de momento con rango de unanimidad) que las elecciones a dos años del cambio de gobierno sí tienen su peso anticipatorio de lo que está por venir. Néstor Kirchner no se equivoca cuando considera central la votación del próximo 23 de octubre. Y, aunque hagan un caso respecto de la palabra “plebiscito”, sus opositores (que han puesto toda su respectiva carne al asador) demuestran en los hechos, jugando a sus principales figuras, que (en eso) discurren parecido al Presidente.
Varias cuestiones se dirimirán el mes que viene. En principio, se configura el escenario de 2007. El Gobierno pone a prueba su legitimidad. Nacido con escasa legitimidad de origen, un caudal electoral enclenque y sospechoso de haber sido prestado por el duhaldismo, ahora deberá transformar su aprobación (medida en encuestas y en cierta sensación térmica) en votos, más contantes y sonantes. De esa validación dependerán el poder de que disponga Kirchner en el próximo bienio, el acompañamiento que le prodigue la dirigencia justicialista, la conformación de un polo alternativo nacido de las entrañas del propio PJ.
En el mismo sentido, varios protagonistas políticos de primer nivel arriesgan sus chances para las elecciones ejecutivas de 2007. Kirchner, Cristina Fernández, Mauricio Macri, Elisa Carrió, Rafael Bielsa, Hermes Binner, Ricardo López Murphy, Jorge Sobisch, Luis Zamora (por no mencionar sino a los más conspicuos) definen una buena parte de su futuro cercano. Todos ellos podrán medir en la mañana del 24 de octubre cuál es el piso o el techo de sus ambiciones, cuál el espectro posible de sus coaliciones, cuánto podrán sumarle o restarle eventuales aliados. Quién será presidenciable, quién podrá convocar a una alianza, quién deberá ir asumiendo ir al pie de algún compañero de ruta.
Por último, en orden enumerativo y no necesariamente de importancia, las urnas dirimirán el parlamento (muy especialmente la cámara de diputados) con que contará o lidiará el oficialismo hasta el final de su mandato. En sus dos primeros años, Kirchner tuvo el sólido apoyo de los levantamanos del justicialismo, imbatibles en ese aspecto. Su tropa propia original, de por sí escasa, fue también bastante bichoca, “librepensadora”, de relativa disciplina de voto. La gobernabilidad y hasta la discrecionalidad del período tuvieron un marcado tinte pejotista. Es presumible que Kirchner contará esta vez con más diputados “del palo” pero no es sencillo extrapolar exactamente cuántos. Sí es augurable que, amén de los ya hostiles puntanos y riojanos, el Gobierno perderá el aval de algunos peronistas bonaerenses: los duhaldistas que tienen mandato hasta 2007, los que entren por esa fuerza y los que aporte la lista del eléctrico Luis Patti. El Gobierno dispondrá de una cámara de diputados más afín pero está por verse si tendrá el nivel de aquiescencia de que gozó en este tiempo.
De cara a ese escenario, altos funcionarios del Gobierno hicieron trascender ayer que el proyecto de presupuesto 2006 no incluirá las facultades especiales de reasignación de partidas con las que contó hasta ahora el jefe de Gabinete Alberto Fernández. La oposición las moteja “superpoderes” parangonándolas con las que tuvo Domingo Cavallo años ha.El Gobierno rechaza esa igualación, postulando por boca del Ministro Jefe que sus potestades se restringen a cambiar destinos de partidas pero no a legislar. Y que, de hecho, no ha reestructurado sino un porcentaje ínfimo del presupuesto.
Más allá del debate, en el que todos exageran algo, es ostensible que el Gobierno hace un gesto de autolimitación, al privarse de un recurso del que alega haberse valido poco pero por el que porfió bastante. O sea que amaga ceder algo que le sirve y le importa. Vale resaltar “amaga” porque la decisión no puede tenerse por irrevocable. El presupuesto se discutirá, cuando menos, después de las elecciones y hasta puede ocurrir que lo vote “otro congreso”. Otra correlación de fuerzas, otra escena tras la epifanía que implica un pronunciamiento popular. Nada hay de definitivo aunque vale subrayar que al Gobierno le costaría, en términos de capital simbólico, reapropiarse de lo que hizo ademán de renunciar.
Pero, además, el Gobierno aspira a preservar el manejo de los importantes recursos que excedan sus previsiones presupuestarias. Estas, adrede, suelen ser conservadoras, subestimando los ingresos.
Las facultades delegadas al jefe de Gabinete jamás no abarcaban la potestad de manejar los recursos excedentes. Sólo le cabía la posibilidad de reestructurar las asignaciones estipuladas por el monto estimado. El excedente, en 2004 y 2005, lo manejó Kirchner vía decretos de necesidad y urgencia (DNU), con la anuencia de sus bancadas mayoritarias. El oficialismo no lo confesará a los gritos pero confía en conservar esa facultad. La oposición se opondrá, quizá con más fuerza que la que ejercitó hasta ahora. Varios diputados, por iniciativa de Claudio Lozano, presentarán quizá hoy mismo un amparo judicial contra esa praxis, que juzgan ilegal.
La situación no tiene precedentes históricos, pues fue inédito hasta 2004 que el Gobierno superara sus previsiones de recaudación y superávit. El tema será eje de discusión futura con la oposición.
El Gobierno cree llevar las de ganar si, como calcula, las urnas le confieren una ventaja amplia sobre sus antagonistas. La victoria, ponderan sus estrategas, sí que da derechos.

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