EL PAíS › PANORAMA POLITICO

El paquidermo inestable

 Por Luis Bruschtein

“Que se vayan todos” ya no es una consigna de peso como en 2001. Algunos políticos alegan con cierta ironía revanchista que no se fue nadie y lo mismo afirman los que interpretaron esa consigna como el relevo instantáneo de la dirigencia. Pero la consigna no hacía más que expresar un fenómeno objetivo donde el sistema tradicional de partidos ya era incapaz de interpelar a la sociedad ordenada en las mayorías históricas que la habían representado. El país cambió y los partidos no pudieron percibirlo, se desprendieron de esa realidad y marcharon con bastante soberbia hacia la crisis. De los tres que ocuparon el escenario en la década de los ’90, el justicialista, el radical y el Frepaso, los dos últimos sintieron el golpe en las elecciones de 2002. El justicialismo fue dividido en tres, pero aun así las tres fracciones se ubicaron entre las primeras de la elección.
Aquellas elecciones solamente fueron el anuncio de un proceso que recién había empezado y dejaron un escenario burdamente incompleto. De allí surgieron o se consolidaron figuras que en los años anteriores habían tenido un desempeño menos relevante, como Elisa Carrió, Ricardo López Murphy y Néstor Kirchner, que ahora son cabezas principales de sus fuerzas. Sin embargo, ninguno de los tres obtuvo en esas elecciones un respaldo mayoritario: Carrió y López Murphy rondaron el diez por ciento de los votos. Y en el caso de Kirchner, que llegó a la Presidencia, lo hizo en realidad con apenas el 6 por ciento de votos propios. El 12 por ciento fue cedido por el duhaldismo y completaba su 22 por ciento con cuatro por ciento de votos antimenemistas que apenas conocían al candidato.
El absurdo fue que de repente el país tuvo un presidente sin partido propio y con apenas el seis por ciento de votos propios. Donde dos candidatos que habían captado casi el 40 por ciento de los votos –Menem y Rodríguez Saá– desaparecían abruptamente del escenario poco después de la elección. Donde la oposición de centroizquierda y centroderecha no peronista no aparecía instalada con claridad en una base social concreta y con un radicalismo sobrerrepresentado a nivel parlamentario, pero subrepresentado en el plano electoral porque venía de una elección donde había sido muy castigado.
Pese a los que dicen que no cambió nada, el proceso de transformación resulta apasionante aunque vaya por carriles imprevistos y con rasgos muchas veces indeseados. Hasta la izquierda resultó afectada. Sectores como Patria Libre se integraron al oficialismo; los maoístas del PCR, que en 1989 votaron a Menem, retomaron su línea abstencionista; el PC tomó distancia de su frente con el trotskista MST y buscó un acercamiento con sectores del socialismo y de la CTA; las agrupaciones trotskistas optaron por aliarse entre ellas o por frentes donde son hegemónicas, y su expresión con más repercusión electoral, representada por Luis Zamora, no consigue convertirse en una fuerza orgánica.
En este cuadro trunco, apenas esbozado, nadie sabe a ciencia cierta cuánto o a quiénes representa cada discurso. Y ni siquiera los discursos están acabados sino que más bien constituyen fragmentos y consignas. Lo real es que los discursos predominantes a derecha e izquierda en los ’90 también han mutado. El centroderecha y el centroizquierda no han desarrollado una visión completa de esta nueva dinámica, ni siquiera han podido elaborar un universo de ideas que les permita jerarquizar el enfrentamiento o el acuerdo parcial y chocan bastante al boleo. Pero es evidente que el centroderecha abandonó el discurso ortodoxo del modelo de los ’90 y el centroizquierda de dentro y fuera del Gobierno avanzó sobre temas sociales y económicos que en los ’90 ni se atrevían a mencionar.
En esta realidad cambiante, el que se queda quieto pierde. Es un proceso de alta volubilidad que coloca a sus protagonistas en situación vulnerable permanente. Y el que más siente esa presión, y también el que tiene más capacidad de movimiento, es Kirchner, las dos cosas justamente porque está en el Gobierno. Aceptar el resultado de 2002 como un cuadro congelado hubiera sido una forma de suicidarse por no tener las riendas de nada. Su enfrentamiento con Eduardo Duhalde estaba en la dinámica misma del proceso que se disparó en el 2001 y por el que llegó a la Presidencia. El mismo Duhalde pareció entenderlo así cuando insistió en que abandonaba su carrera política pese a que su reacción final demostraría que no alcanzó a tener noción del verdadero significado de su decisión. Su destino había quedado sellado cuando no pudo ser candidato ni poner a nadie de su palo en el 2002.
Así las cosas, no es determinante si el kirchnerismo gana por el 10, el 20 o el 30 por ciento en la provincia de Buenos Aires. La derrota del duhaldismo significará el relevo del nervio decisivo dentro del peronismo. El kirchnerismo ocupará ese lugar con un núcleo parlamentario propio y más homogéneo desde donde negociará con los otros agrupamientos del peronismo como antes lo hacía la gente de Duhalde.
El trazo grueso del resultado de estas elecciones, según todas las encuestas, demuestra que el proceso de transformación no se detiene el próximo 23 de octubre. Así como la crisis golpeó al radicalismo y al Frepaso restándoles votos, el justicialismo fue castigado por el pecado de la gula. En vez de restarle, lo infló de votos. Todos los sondeos coinciden en que las distintas variantes justicialistas reunirán más del 60 por ciento de los votos y las restantes agrupaciones apenas obtendrán poco más del 10 por ciento del total cada una. El mapa político del país habrá pasado así del bipartidismo a un unipartidismo monstruoso que no se sostiene en proyectos o programas ni en dirigentes en común sino más bien en la disputa por la herencia de una identidad de masas y una historia popular, amén de la cercanía con el poder. Esta gran afluencia de votos al justicialismo no obedecerá tanto a sus virtudes en realidad sino a su desnaturalización, porque ya nadie sabe qué vota cuando vota justicialismo, esa especie de bolsa donde cabe de todo, desde Menem y Luis Patti o Aldo Rico, hasta Kirchner o Rafael Bielsa.
Esta imagen paquidérmica rodeada por algunos manchones de otros colores será la que se obtenga de las elecciones de octubre. Es una imagen deforme, pero que responde al proceso de transformación del sistema de partidos a partir de las virtudes y defectos de los viejos agrupamientos. En el dibujo sobresale con mucha fuerza la importancia que mantiene la identidad peronista como definición cultural de los sectores populares por lo que será muy difícil prescindir de ella, y como tal, en las futuras construcciones políticas que expresen mejor una realidad que todavía no estará reflejada en el resultado crudo del 23 de octubre.
En el voto justicialista tendrá una presencia fuerte el respaldo al Gobierno, pero también una gran cantidad responde a caudillos y dirigentes provinciales. No es un voto que refleje en su totalidad, ni mucho menos, al oficialismo. Por otro lado, en las votaciones de las otras fuerzas, las encuestas demuestran que una porción importante que vota a sus dirigentes para diputados, como al socialista Hermes Binner en Santa Fe o al independiente Martín Sabbatella en Morón, votaría a Kirchner en una presidencial. El resultado del 23 no reflejará estos cruces y complejidades. El gordo paquidérmico del justicialismo reinará sobre pequeñas aldeas aisladas, socialistas, del ARI, del PRO, provinciales o radicales, que a su vez no suman entre sí.
Si el proceso quedara atascado en este punto, podría decirse que la fotografía no favorece demasiado al juego democrático porque las representaciones todavía no son fieles a la realidad. Las formaciones políticas todavía interfieren más de lo que representan a las expectativas de la sociedad. Pero el gordo se ha inflado tanto que es inestable y hace inestable a todo el sistema, lo que es positivo porque no se está en un punto de consolidación y asentamiento sino de cambio y transformación.

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