EL PAíS › LAS PARITARIAS Y LA INFLACION, UN NUEVO ESCENARIO

Un momento jugoso y con fritas

Las negociaciones colectivas cierran a gusto del Gobierno. Las previsiones oficiales hasta fin de año. Su optimismo y su renuencia a cambiar. La nueva coalición oficialista, sus límites y sus ambiciones. La tenue oposición. Y una modesta apología de la gambeta.

OPINION
Por Mario Wainfeld


La inflación del primer trimestre es menor a la del mismo lapso del año pasado. Las paritarias testigo se vienen cerrando dentro de los parámetros deseados e inducidos por el Gobierno, que incluyen mejora de los salarios con relación a la inflación. Ningún porvenir está comprado pero ningún actor representativo (político o corporativo) controvierte que el crecimiento de este año estará en un rango parejo con 2005.

El Gobierno, con una fenomenal centralidad del Presidente, se enfrasca en el día a día y no suele proponerse horizontes distantes, pero es claro que domina la escena y hasta los imaginarios de los distintos actores. Néstor Kirchner definió que había que actuar sobre las expectativas hasta el fin del verano, poniéndole montura a la inflación y domesticando el fantasma de las demandas sindicales. La percepción dominante es que lo ha logrado, dentro de la relatividad propia de la coyuntura nativa, siempre proclive a las sorpresas. Los empresarios y los gremialistas de más peso avizoran un año o dos de crecimiento sostenido y por eso los patrones se permiten ser (relativamente) generosos y los sindicalistas (relativamente) ponderados.

Quieras que no, Kirchner está cerrando una miniconcertación urdida a su guisa. Restringida a actores que le son confiables e, in extremis, domeñables. Una concertación llevada de las riendas y huera de debates enriquecedores. Pero, al unísono, mucho más sosegada de lo que auguraban sus críticos por derecha. Y más propicia para un sector de la clase trabajadora que lo que suele reconocérsele “por izquierda”.

La autoestima oficial crece, la previsibilidad es mayor, lo que tiene su encanto pero también una contrapartida que el Gobierno subvalora o no computa. Las deudas del “modelo”, sus carencias se borronean aún más de la agenda del año (¿del mandato?) presidencial. “Estamos bien, hay un futuro auspicioso. Todo está dado para que aumente la inversión privada”, dicen a coro los principales ministros del gabinete.

Pero cuando se les pregunta si, con tantas vacas atadas, no sería hora de incursionar en la reforma impositiva, la canasta alimentaria básica libre de IVA, el fondo anticíclico, las políticas sociales universales, humm. La respuesta unánime es más larga, más vueltera, pero termina siendo una versión edulcorada de “vade retro”. Kirchneristas de todas las horas (incluida la primera) que reconocen como plausibles esas medidas alegan que las condiciones no están dadas, que sólo este contexto garantiza el crecimiento, la merma del desempleo, el anzuelo para nuevas inversiones. El Gobierno sostiene la audaz decisión de no lastrar el crecimiento, pero lo hace, en parte, a condición de no diferir sin plazo un salto de calidad dentro de su propio rumbo.

Exaltación de la gambeta

“Pedimos un aumento del 8 y medio por ciento. Nos ofrecieron 7, nos negamos. Nos ofrecieron 7 y medio, luego 8. Nos negamos. Conseguimos el 8 y medio.” Así decía Sylvester Stallone, encarnando al líder camionero norteamericano Jimmy Hoffa, en FIST, la primera mega producción de Hollywood sobre el personaje. Luego hubo otra, con Jack Nicholson como protagonista. Hugo Moyano es devoto espectador de ambas películas pero cuando ve la escena citada debe pensar que describe una contingencia excepcional. El abecé de las negociaciones estipula que incluyen márgenes de regateo, de concesiones, de reclamos que se formulan pour la gallerie.

El lenguaje coloquial de los españoles llama “regatear” a lo que acá nombramos “gambetear” y vale asumir que una negociación incluye el arte de mostrar la pelota y esconderla. Y que hay que ser muy profano o limitado para comerse el primer amague. Así obraron, por torpeza o mala voluntad, quienes se ensimismaron en los planteos de máxima de varios dirigentes cegetistas. El 28 por ciento que levantó oleadas de especulaciones apocalípticas era, antes que un techo, una referencia para “sentarse a conversar”. Tanto como el (menos publicitado pero simétrico) cinco por ciento que ofertó de entrada la representación patronal del sector.

La pulseada versaba, de veras, sobre un margen menor que el Gobierno pudo encauzar con destreza y pulso firme. En Trabajo y en la Rosada se tabula haber despejado el pánico acerca de la incontinencia sindical. Un puñado de convenciones marcan el rumbo del conjunto, aseguran los baqueanos de esa huella. La del transporte de corta distancia, la de camioneros, la de los bancarios, ya cerradas, por ser emblema e insignia para el resto. La de los empleados de comercio y los de alimentación por su impacto evidente sobre precios de productos básicos. Y, resto del pasado industrial, la de dos ramas que antes eran vanguardia del movimiento obrero peronista: la UOM y el Smata. No todos los acuerdos están abrochados pero en el oficialismo se da por hecho que no demorarán mucho en terminarlos. Quizá el Smata sea el más obstinado en horadar el techo virtual impuesto por el acuerdo de Moyano. No le faltarían motivos, la industria automotriz está en un período de auge y enorme rentabilidad. Treinta y dos por ciento piden los gremialistas del sector. Como ya se dijo, no es sensato pensar que ese sea su tope de cierre, pero quizá ansíen sacarle un tranco de pollo a los números de Moyano, buscando de paso descontar algo la distancia que les ha sacado en el liderazgo del gremialismo peronista. Kirchner les dio una mano simbólica diciendo ante los trabajadores de Volkswagen que sus reclamos no son los causantes de la inflación.

Las paritarias son restringidas a una porción inéditamente limitada de la clase trabajadora argentina. La fragmentación de los sectores populares (que el Gobierno debería atacar con medidas concretas que no integran hoy sus prioridades) no impide computar que el actual estado de la negociación colectiva es un avance en materia de institucionalidad democrática y una atenuación del capitalismo salvaje. Es bueno que exista la gimnasia negociadora y que la correlación de fuerzas propenda a una menor asimetría. El espantajo de una supuesta orgía similar a la que precedió al Rodrigazo, desmentido por los hechos, espeja la brutalidad de los análisis de la derecha local. Pero sus diagnósticos desmesurados (a fuer de ideológicos) abrevan en un hecho real, nuevo: algunos trabajadores han recuperado poder de negociación. Cuánto de la sensatez de sus dirigentes deriva de haber elaborado su propia experiencia (incluidas las crisis que le propiciaron a los gobiernos de Isabel Perón y Raúl Alfonsín) y cuánto de que el Gobierno le torció amablemente el brazo, es un punto librado a la libre interpretación para quienes estuvieron fuera del cono de silencio, tan caro a la administración kirchnerista.

Se viene la colita de cuadril

Es una perenne tentación para opositores y periodistas hurgar en pos de la cara oculta del Gobierno, acusar al Presidente de ser un prestidigitador de barrio, de esos que mueven una mano para distraer acerca de lo que hacen con la otra. Toda escena tiene sus bambalinas, todo gobierno sus arcanos pero en lo esencial Kirchner no esconde sus prioridades tácticas, antes bien las sobreexpone. El primer trimestre (lo dijo y lo actuó hasta la fatiga) era el del combate contra las expectativas, el del precio de los cortes populares de la carne, el del cauce a las paritarias. Al vaivén de los temas que él mismo propuso, el Presidente emerge ganador de las polémicas que sus adversarios no superan ni consiguen, ejem, gambetear.

Seguramente yerran también los que ahora especulan con que Kir-chner no percibe que la colita de cuadril constelará por las nubes o que los valores del ketchup o de una comida en los restaurantes de Palermo Soho trepan de modo más frenético que el índice de precios al consumidor. Informado y obsesivo como el que más, el Presidente registra esos datos y seguramente buceará en su carcaj de medidas por compensar al tramo de la clase no interpelado por los aumentos salariales convencionales. Lo apuntalan la iniciativa, una lectura de la realidad más profunda y perspicaz que la de casi todos sus contradictores y una caja robusta. En la polémica por la inflación el Gobierno probó su punto: las expectativas (y no el, en ese sentido incidental, precio del asado de novillo) eran un núcleo decisivo. Otros hechos, menos deletéreos, también fortalecieron su accionar. Los dos más relevantes son que muchas empresas disponen de un amplio colchón de rentabilidad y que el impacto de la masa salarial en la mayoría de los precios es el más bajo de la historia económica reciente. Sobre esas certidumbres el Gobierno intervino y le puso el broche a un primer trimestre que empujó hacia arriba su autoestima y su sustentabilidad.

De Zaffaroni a Ben

Hugo Moyano, Felisa Miceli y el Presidente se hicieron los distraídos mientras armaban en episodios un discurso común que le permitió a Kirchner el portento de ir vaticinando un hecho y sorprender con su acontecer.

La sorpresa agrada al Presidente, a veces hasta el empalago. El cierre sinérgico del Gobierno con la crema de la cúpula cegetista refleja un interesante cambio de la coalición oficialista, que es (a falta provisoria de mejor nombre) su peronización. Tras una serie de ensayos y sondeos en el lábil espacio transversal, Kirchner viene cerrando filas con el justicialismo, sí que imponiéndole su liderazgo y buena parte de su hoja de ruta. Puede suponerse que esa fue siempre su voluntad o creer (como este cronista) que llegó a esa conclusión tras una serie de ensayos y errores, propios y ajenos. Lo cabal es que Kirchner es bastante más convencional en su arco de alianzas y convocatorias que en sus años primeros, especialmente que en 2003.

La provocación innovadora que significaron los nombramientos de Raúl Zaffaroni, Carmen Argibay o Graciela Ocaña resaltan aún más cuando se los compara con la dupla Lingeri-Carlos Ben en cuyas manos queda una linda porción del futuro de la flamante empresa estatal AySA. Las interpretaciones pueden ser variadas, lo tangible es que Kirchner se permitía ser más disruptivo cuando era más débil. En la cúspide de su poder y su legitimidad, vira a un mayor conformismo, a una suerte de conservadurismo de sus propias metas y sus herramientas.

No da la impresión de que esos límites resientan mucho su arrasadora competitividad política. La oposición arriesga ser apenas un erial o a un haz de comentadores del gobierno, siempre detrás de los hechos. Habituada a una cultura de reproche permanente e indiferenciado, no ha encontrado el modo de discutir con el Gobierno incursionando en un tono enconado impropio para la coyuntura política y para la económica. Cuando las expectativas mejoran, en distintos estadios sociales, la crispación y la denuncia permanentes devienen inaudibles e irritantes. Los programas opositores no son otra cosa que un collage de retazos de sus críticas a las contingencias diarias del Gobierno.

La coalición oficial, empero, es también árida en propuestas o en evaluaciones no apologéticas del Gobierno. Un tópico repetido surge de bocas de sus figuras principalísimas y es predicar que Kirchner es lo único sobresaliente o novedoso de la política nacional. Si eso fuese cierto, a tres años de gestión y a dos de gran primacía, iría siendo hora de señalar que el supuesto logro en realidad es una carencia del kir- chnerismo, incluido su líder. La falta de cuadros de primer nivel, la cerrazón de las filas de un gobierno básicamente exitoso no es exactamente un mérito.

La concentración absoluta, la exacerbación de la disciplina interna han tenido un efecto silenciador y opaco sobre quienes deberían proponer cambios dentro del rumbo.

La nula presencia pública de casi todos los diputados de la última horneada es una señal decepcionante en ese sentido. La desaparición del discurso de fuerte tono social y progresista que tenía Felisa Miceli antes de ser ministra, bajar su perfil y sumirse en el mutismo es otro. Seguramente pesó en esa mutación el sosegate que le propinó el Presidente cuando se filtró la existencia de una comisión que estudiaba la reforma fiscal, algo que no debería ser un desdoro sino una obligación para Economía.

Todos juegan
para el puntero


El Presidente prevalece cómodo sobre la oposición y puede permitirse discurrir sin desvariar acerca de si procurará su reelección o si mocionará para la sucesión a Cristina Fernández de Kirchner. Los operadores oficialistas, extasiados ante un 2007 que les pinta promisorio, se habilitan hasta la fantasía de imaginar una asombrosa rutinización del carisma, sondeando escenarios con gobernadores “tapados” como eventuales candidatos a presidente por el Frente para la Victoria.

El Gobierno tiene un amplio spread respecto de sus contendientes. Para colmo, a veces parece que sus críticos se conjuran para favorecerlo. El desempeño del Jurado de Enjuiciamiento del Consejo de la Magistratura podría nutrir cualquier lectura conspirativa. Jueces y abogados absolvieron a magistrados indignos de serlo. Su conducta y sus argumentos corporativos sonaron a corroboración de las denuncias del Gobierno cuando instó la mal parida reforma del Consejo. Su estulticia, empero, no alcanza para darle razón retroactiva ni para justificar la protección kirchnerista a otros jueces igualmente indignos pero mejor posicionados en la Rosada.

Con los indicadores a su favor, con un cuadro general inimaginable hace tres años el Gobierno ni piensa en la sintonía fina, en la institucionalización de sus aciertos, en las reformas pendientes. La ausencia de una oposición viable que lo aceche, con chances de batirlo en las urnas, apuntala el conformismo oficial. La introspección y la autocrítica no nutren el patrimonio de los oficialismos en sus épocas de bonanza y el kirchnerismo no es la excepción a esa regla.

Menos no lo será después de un trimestre que termina con las variables alineadas, con la promesa de la economía viento en popa y con el asado de novillo presto a moderar su precio en el mostrador.

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