EL PAíS › ¿PUEDEN UNIRSE? ¿TIENEN CAPACIDAD DE GOBERNAR?

Sobre el futuro de las derechas

HORACIO GONZALEZ*
A la derecha de la imagen

Quizás alguna vez veamos en la Argentina el mapa político que desean los cartógrafos, que ven una planicie con un centro y a partir de allí diseñan un “centroizquierda” y girando 90 grados, un “centroderecha”, al módico giro de la bitácora. La idea de centro suaviza todo y permite “ser” de izquierda y derecha al haber valores compartidos, esa aguja del compás bien pinchada en el cuadrante, ilusoria médula donde todo retorna. También virtuales centroizquierdistas podrían convertirse luego en centroderechistas.

Son estos actos de encajonamiento, empaquetamientos que simulan categorías kantianas poniendo al pobre empirismo político en resguardos apriorísticos más o menos trascendentales. La política tendría que perder mucho de su dramatismo o reconvertirse a ámbitos binarios que ya han ganado al mudo de las ciencias “ciencias duras” y “ciencias blandas” o las artes de la información y conservación de conocimientos, “hardware”, “software”.

Un neobinarismo amenaza la vida política y la crónica contemporánea ha establecido a contento esas categorías que los vastos públicos mundiales aceptaron, al compás del fin de las esperanzas. Pero nada es tan fácil, la política tiene por lado una sustancia biográfica y la remota memoria de sus legados anteriores, así como marcas individuales, que son como la caligrafía personal en un texto.

López Murphy puede tener pensamientos económicos algo parecidos a los de Lavagna –que es circunspecto, paciente, retiene sus palabras como un mesías reciclado de país serio–, pero hay restos inabsorbibles en su estilo. Murphy –él mismo ha jugado con su apellido–, expone con desenfado su propia aspiración a la finura, tiene algo del señor anticuado, pero burlón (por lo tanto, “moderno” en su ser anticuado). Postula valores de lenguaje, le molesta que el presidente no sea castizo, juguetón, le da por un sarmientismo práctico, de alerta sobre decadencias en el habla del político, que lanza con socarronería de la vieja cachaza radical.

Sobisch es provincia petrolera, cuenca gasífera, lo moderno trivial que emerge detrás de bigotes de dirigente de fútbol (lo fue en el pasado) pero que suenan latosamente, “gobierno electrónico” y “estrategia de desarrollo planificada”, un neodesarrollismo que gira con lo que al estado neuquino le dieron los acuerdos con Repsol. No es vergonzante con eso, lo dice todo. Y ya con el Movimiento Popular Neuquino liberado de la sombra dramática de la familia Sapag.

Macri está desprendido, por su lado, de esas raíces. Tanto del viejo neoperonismo y del neorradicalismo. ¿No habla ya el lenguaje del Correo, de Belgrano Cargas, etc.? No, dice, he abandonado el mundo empresario. Puede ser, pero el ideal empresario –acumulación, riesgo, cortesía preestablecida, ganancias pacientes, simbólicas, aires popularistas con sonrisa de dandy medio obvio–, está siempre presente. Macri parece desenraizado, podría haber salido de un personaje de la Infancia de un jefe de Sartre.

Aunque hay que admitirle ciertas cuotas de desvío hacia el cultivo de una estética de la indiferencia. No hace gala de pasionalismos, una leve ironía sobradora lo lleva a no enojarse con los ataques que recibe, pues acepta el consejo de los asesores, frialdad décontracté. Es buen alumno de los laboratorios que ensayan jugadas políticas. ¿Que ir a la basura fue cuestionado por demagógico? No importa, la imagen, poderosísima, ha quedado. Sus disculpas son deliberadamente (o realmente) cándidas. No me di cuenta, la chica se acercó, etc. Pero nadie sabe aún qué es esa imagen. Frente al Monumento del Trabajo, lanzamiento de su vice, tampoco sabemos bien la fuerza que tiene, pero la tiene. Un domingo por la noche –hora de conspiradores– Grondona le dijo a Macri, “su fuerte no es la retórica, es la gestión”. Pero él es un icono que se gestiona como tal, y a su manera, un retórico indolente, bailarín distraído. Más fuerte que la efigie del Bull Dog con la que coqueteó sin suerte López Murphy, que ladra pero le incomoda la palabra minga.

Macri, el grácil saltarín de charcos, de basurales y de la propia idea de trabajo. Es que los políticos contemporáneos se inspiran menos en el “quién soy” que en el “dónde me pongo”, tal es su base existencial. Parecería que la crítica a las imágenes es lo poco que resta de las viejas políticas con cartilla, textos y legados y tribunales, ruidosos o no, de Etica Partidaria. Si la derecha todavía no se ha juntado es porque está probando con conceptos extraños. En algunos casos tomó el tema del voto digno, como en Misiones (tema cuya tradición es de izquierda), el del “desprecio a los mediocres” y el “cruce del desierto”, como Carrió (tema cuyo origen es evitista o evangélico aunque Lilita lo pone a cuenta de un futuro centroderecha de “género”).

Pero nunca le es extraña la deshistorización, en la que Macri ha avanzado higiénicamente (su partido se llama Pro, como un cepillo de dientes, objeto ante el cual solemos ser optimistas). Para que el centroderecha se una, es preciso primero creer en esa idea, de tiralíneas y regleta. Pero aun los publicitarios que la fomentan, dejan demasiadas señales de las anteriores tradiciones políticas, no subsumibles fácilmente en la probeta del Asesor Contratado. Pero incluso los estilos de imágenes, tienen también marcas inabsorbibles, son de “derecha” o de “izquierda”. Pero la basura que pisó o no pisó Macri es un señuelo de izquierda, con una sustancia trascendente profundamente de derecha. No se unen porque no resolvieron esto, pero mejor no darles fórmulas.

* Director de la Biblioteca Nacional.

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RICARDO SIDICARO*
Las derechas sin futuro

Las preguntas sobre las causas de la ausencia de partidos de derecha capaces de competir electoralmente durante el último medio siglo fueron formuladas a menudo. En las interpretaciones más difundidas se relacionó ese hecho con el desinterés de los principales sectores propietarios por contar con estructuras partidarias que los expresaran en el espacio público, se bastaban con sus organizaciones corporativas y, en el límite, se vinculaban al golpismo militar. Ante el número escaso de dirigentes que se mostraban dispuestos a crear un partido de derecha, se decía que en el peronismo y en la UCR había fracciones claramente derechistas a cuyos miembros les resultaba más conveniente buscar cargos públicos desde sus heterogéneas filas. En fin, era fácil constatar las sensibilidades de derecha de una parte de los sufragantes de los dos grandes partidos, quienes no querían perder su voto dándolo a candidatos conservadores, si bien hubo excepciones a niveles provinciales, por considerarlos no competitivos. Con independencia de la validez de esas argumentaciones para la etapa anterior al actual ciclo democrático, la falta de partidos de derecha necesita ser revisitada.

La desaparición del golpismo militar como representante del gran capital es hoy algo notorio y, sin embargo, esa situación objetiva no alentó la formación de una fuerza política civil de derecha. Las corporaciones empresarias, otrora dueñas del espacio de interlocución con los gobiernos, han perdido claramente presencia y sus dirigentes oscilan entre el silencio y las ofuscaciones momentáneas y casi ineficaces. Las fracciones conservadoras de los que fueron los dos grandes partidos nacionales perdieron reconocimiento interno después de los fracasos del menemismo y del delarruismo, sin embargo sus ex dirigentes no se desprendieron de los estilos que los separaron durante años. Para muchos electores de mentalidad conservadora los fragmentos del PJ y de la UCR perdieron atractivos, pero persiste la dificultad de convocar su apoyo para nuevas opciones de derecha.

No es arriesgado sostener que hoy las derechas no tienen un futuro alentador a nivel nacional, si bien eso no significa que no puedan alcanzar logros provinciales o municipales. Una buena pregunta es ¿quién necesita actualmente un partido de derecha? El gran actor socioeconómico predominante de nuestros días es el capital globalizado que se representa a sí mismo en espacios de negociación de los que no participan las representaciones partidarias y cuya arma principal de negociación es la amenaza de su movilidad internacional. Esa estrategia de volatilidad hace que dichos actores se desentiendan del futuro de los países en los que operan y, por lo tanto, desde sus intereses resulta imposible forjar visiones sociales de vocación hegemónica del tipo que necesitan los partidos políticos para construir proyectos estatales o simples ilusiones electorales. Todo permite prever que el partido de derecha con probabilidades electorales seguirá faltando. Antes, el capital vernáculo tomaba las vías militares o corporativas, y eso generaba efectos que lo enemistaban con todos los partidos, incluso con los pocos dirigentes que querían formar un partido de derecha. En cambio, en la época de la globalización los grandes intereses internacionales no encuentran las razones para alentar partidos de derecha y, en todo caso, alquilan “amigos” y la experiencia dice que cuando menemistas y delarruistas asumieron sus demandas terminaron llevando a la disolución a sus partidos y perjudicaron a buena parte de los sectores sociales que les daban sus votos.

Agreguemos que en la etapa actual de la modernidad son muchos los ciudadanos que acrecientan sus exigencias con respecto al funcionamiento de las instituciones y de los partidos políticos. En cualquier sociedad occidental, el electorado de los partidos de derecha se suele encontrar, mayoritaria, si bien no exclusivamente, en el 30 por ciento superior de la distribución de ingresos y que en el caso argentino muchos de los integrantes de ese agregado estadístico son claramente más modernos que los organizadores y candidatos de las fuerzas de derecha. El otro rasgo de época es el creciente individualismo que se refleja en los solitarios liderazgos y en el personalismo de los jefes, aspecto que, seguramente, suma otro factor negativo para la creación de nuevos partidos de derecha y, más aún, de coaliciones de esa orientación.

* Sociólogo.

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EDGARDO MOCCA*
Dilemas de centroderecha

Hay en los últimos tiempos, una predisposición de actores políticos y analistas a situarse y a reflexionar en referencia al eje derecha-izquierda mayor que la que ha sido característica en nuestra historia. Kirchner sostiene que quiere liderar una coalición de centroizquierda; Sobisch dice que aspira a unificar a la oposición desde la centroderecha. Por su parte, Lavagna esquiva la clásica díada y se autodefine como “centroprogresista” y Macri considera la clasificación como obsoleta, pero está claramente identificado en la derecha del arco político.

Definamos la agenda de la derecha, más o menos simplificadamente, como prioridad del mercado respecto del Estado, confianza en la competencia económica que genera riqueza y la derrama espontáneamente hacia abajo por sobre las acciones redistributivas del Estado, centralidad del orden público por sobre cualquier otro bien colectivo y apertura al mundo concebida como pleno reconocimiento de su actual ordenamiento y sus correlaciones de fuerza. Resulta claro que la cultura de derecha es, en nuestro país, más poderosa de lo que a veces es percibida; aunque su correlato práctico suele ser un mayor grado de desigualdad social, su gran penetración en los estratos sociales más bajos es asimismo un hecho innegable.

Sin embargo, y en forma simétrica a lo que sucede con la izquierda, su peso electoral propio no alcanzó nunca carácter decisivo. La matriz ideológica de la que se nutrieron los dos grandes movimientos políticos del siglo XX –el radicalismo y el peronismo– signada por su renuencia genética a ser identificada con cualquiera de los sectores que definen esta bipolaridad, puso límites claros al desarrollo electoral de las derechas y las izquierdas. Es así que tanto unas como otras pudieron adquirir centralidad, solamente en la medida en que sellaron alianzas con alguno de los grandes partidos-movimientos que ordenaron la política en los últimos sesenta años.

En el caso de la derecha, conservadora y neoliberal, su época de oro fue la década menemista. Sus proyectos y valores, tozudamente predicados durante décadas y sólo parcialmente puestos en acto por algunas dictaduras militares, se convirtieron en el relato hegemónico de la época. Claro que fue una victoria pírrica porque no redundó en la construcción de una fuerza centroderechista de mayorías, sino que se agotó como uno de los capítulos de la recurrente mutabilidad del peronismo; los intentos de Cavallo de construir, sobre la base del entonces exitoso plan de convertibilidad, una fuerza de derecha autónoma no superaron un modesto nivel de apoyo electoral y se agotaron cuando la suerte del ex ministro quedó asociada al derrumbe del gobierno de De la Rúa. En 2003, en medio de una gran fragmentación política, López Murphy estuvo cerca de disputar, con muchas chances eventuales de triunfo, la segunda vuelta. Su estrella, sin embargo se opacó rápidamente con la pobre elección bonaerense de 2005.

La discusión cada vez más explícita en el centroderecha es qué hacer en relación con el peronismo. Difieren los diagnósticos. Unos dicen que el dominio casi absoluto del presidente sobre la estructura justicialista será de larga duración y, en consecuencia, afirman la necesidad de crecer por fuera de las querellas potenciales y reales que pueda sufrir ese conglomerado político. Su repertorio discursivo tiende a reverberar los motivos clásicos del antiperonismo, centrados de modo casi exclusivo en razones morales e institucionales cuya superación sería necesaria para hacer avanzar al país: no hace falta decir que López Murphy es el representante más conspicuo de esta política. Otros, en cambio, consideran que más temprano que tarde, el liderazgo de Kirchner sobre el vasto y complejo territorio nacional del PJ, entrará en conflicto con los intereses de una amplia constelación de caudillos provinciales y municipales que tienen “mando de tropa”; creen que la mutación política de la mayoría de ellos es meramente táctica y está vinculada exclusivamente a la sostenida popularidad del Presidente. En consecuencia se proponen trabajar desde ya en esos potenciales frentes de conflicto y construir sobre esa base una suerte de “transversalidad” alternativa, neoconservadora en este caso.

Después de la decisión de Macri de presentar su candidatura en la ciudad de Buenos Aires, ha quedado un mapa algo anómalo. La coalición de fuerzas que sostiene al ex ministro Lavagna tiene elementos muy marcados de ese pragmatismo dispuesto a adoptar una política realista y de seducción hacia el peronismo. Pero la figura de Lavagna y la centralidad que a su alrededor parece haberse asegurado el radicalismo –y en su interior, principalmente algunas figuras asociadas a un perfil progresista– complican una identificación demasiado directa de este agrupamiento con el centroderecha. Lavagna no solamente acompañó buena parte de la gestión kirchnerista y de su heterodoxo tratamiento de la crisis, sino que tuvo ante los procesos de reforma promercado de la década anterior una posición mucho más crítica que la de algunos de sus actuales denostadores. Sin embargo, el lugar simbólico de los actores políticos no lo define su sola subjetividad, sino la posición que le toca ocupar en cada circunstancia histórica: Lavagna no va a recoger, en lo fundamental, muchos votos de quienes critican al Gobierno por su excesiva ortodoxia económica, por su debilidad ante los países poderosos o por su falta de decisión ante los grupos corporativos que expresan a los poderes económicos concentrados. Probablemente su voto provendrá de modo mayoritario de las franjas sociales que se sienten fuera de la convocatoria kirchnerista; y éstos son, básicamente, los sectores históricamente asociados a la derecha.

La decisión del movimiento federal que agrupa a los partidos provinciales de cuño conservador de sumarse al apoyo del ex ministro es, en este sentido, toda una definición. López Murphy tiene mucho más que ofrecerles en cuanto a pureza en la defensa de ciertos principios constitutivos de identidad política; pero la intuición política conservadora parece haber identificado en la coalición de Lavagna una herramienta más apta para la lucha política aquí y ahora. El ex ministro radical tendrá que optar en estos meses por una apuesta ideologizada y testimonial o arrimarse a la coalición de Carrió, que por algo se autodefine como “cívica”: no tiene límite alguno en cuanto a la definición ideológica y política de sus componentes. Macri, mientras tanto, espera el veredicto del electorado porteño para definir su conducta nacional. Si triunfa, tal vez no le disguste una oferta opositora muy dividida para quedar como líder indiscutido del sector.

* Sociólogo.

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