EL PAíS › EL JUEGO FRIVOLO DE LAS INTERNAS Y LOS DATOS ATERRADORES DE LA POBREZA

Cuando hablan los números

La pobreza e indigencia mayor de la historia se cruza con la peor crisis laboral de la historia. Un momento que algunos juzgan ideal para dedicarse a inventar variantes de la ley de lemas. La Corte y su lógica metieron la cola. Las dos almas del Presidente.

 Por Mario Wainfeld

18.500.000 argentinos son pobres, 8.700.000 de ellos indigentes si se aceptan las proyecciones de la medición del Indec dada a conocer el miércoles. La medición es de mayo, por lo que el Gobierno, haciendo gala de un módico optimismo intenta un argumento que –a su ver– amortiguaría el impacto: la compulsa no registra el impacto del subsidio a Jefas y Jefes de Hogar que se empezó a pagar en junio que, seguramente, aligeraría la columna de los indigentes. Pero, claro, apenas para que los beneficiarios pasaran a la de pobres, tout court.

13,4 por ciento de los hogares porteños son pobres, a estar a esa misma fuente. Pero allende la General Paz, esto es en cuestión de pocos kilómetros, en el Conurbano trepa al 37,7 por ciento. Si se desagrega cordón por cordón las diferencias entre porteños y bonaerenses aún son más siderales a medida que uno se aleja algo de la Reina del Plata. Medidos en términos de población los porcentuales suben porque los pobres, ya se sabe, suelen ser prolíficos.
Bastante más del doble de pobres explica muchas cosas acerca de la política y la sociedad. Debería servir incluso para intervenir en las discusiones acerca de la seguridad urbana, de la eficiencia de la Federal y la Bonaerense etc. No es el único dato, pero no es un dato menor que la Bonaerense trajine en una zona de hacinamiento donde el 50 por ciento de la población (que corresponde, ya se dijo al 37,7 por ciento de los hogares) es pobre, mientras la Federal atiende la zona en que viven los “privilegiados” porteños, cuyos carenciados no suman (aunque arañan) el 20 por ciento de los vecinos.

21,5 por ciento de la población activa está desocupada. Esta cifra, igual que las que exponen pobreza e indigencia, son las topes de la historia reciente y reflejan un drama estructural derivado de perversas elecciones en materia de política económica que tomaron sus dos partidos populares mayoritarios a través de distintas gestiones.

18.700 empleados en relación de dependencia tienen los supermercados Coto, según registros oficiales. Eso los convierte en el mayor empleador privado de la Argentina. Lo siguen otras dos cadenas de supermercados (Disco con 15.800 y Norte con 14.300). Las siguientes son dos privatizadas: el Correo Argentino (12.500 trabajadores dependientes) y Telecom (12.000). Los números dan cuenta de la tendencia de la economía nativa a las actividades de servicios y de la pequeñez, en números absolutos, de sus grandes empresas. Piénsese cuántas empresas como las más grandes harían falta para mover la aguja del desempleo. Piénsese que el año pasado, conforme otros datos del Indec, se destruyeron 750.000 puestos de trabajo, es decir, algo así como 40 veces la planta de personal de la empresa privada más grande del país. Desde luego, hay sesudos analistas que explican que lo que viene ocurriendo es el cambio de escalas de las empresas, que ahora se despliegan vía subsidiarias tercerizadas. Es otro mito de la trucha modernidad que compró la Argentina. La tercerización no es acá sinónimo de eficiencia sino de bajos salarios, escamoteo de las cargas sociales, desmantelamiento del estado benefactor, a cambio de espejitos de colores. Lo cierto es que tras una larga década de atroz liberalismo en la Argentina el mayor dador de trabajo es, por escándalo, el Estado. La Ciudad de Buenos Aires, por caso, si se computa a los docentes multiplica cómodamente por cinco al mayor empleador privado. La empresa privada es fuente de toda razón y justicia pero no da trabajo, paga pocos impuestos y –claro– no se ocupa de hacerle llegar 150 Lecops a los más necesitados.

100 pesos decidió el Gobierno que aumentaran los ingresos mensuales de bolsillo de los minoritarios empleados de patrones privados. Algo menos de 30 dólares. No parece una fortuna, pero no es poco si se la cruza con otras dos informaciones. a) La mitad de los trabajadores del sector privado gana menos de 450 al mes, y b) según datos del Ministerio de Trabajo la mitad de los empresarios que debía pagar el aumento no lo hizo.Las cifras son engañosas porque en esta materia pululan múltiples formas de fraude nacidas de la asimetría de poder entre empleadores y laburantes, la más obvia: hacer firmar recibos por pagos que no se cumplen. ¿Cuánto hay de imposibilidad cabal, cuánto de mala fe? Imposible saberlo. Pero esos números mezclados con los anteriores dan fe de lo complejo que es obtener trabajo dependiente y salario digno en estos parajes.

13 por ciento les mochó el gobierno de la Alianza a los sueldos de los estatales y los jubilados, un conjunto mucho mayor que los trabajadores del sector privado. Lo hizo manu militari hace más de un año. En esta semana, la Corte Suprema se percató, tarde pero segura, de que esa medida es inconstitucional y dictó un fallo que hace zozobrar al actual gobierno (que perpetuó el despojo) y al acuerdo con el FMI. La demora, insólita para una sentencia sobre un tema alimentario, tiene que ver con las astucias políticas de los integrantes del Supremo Tribunal que, como casi todas las autoridades argentinas, no tienen dignidad ni consenso para ocupar sus cargos y cobrar sus estipendios pero que –a diferencia de los que ocupan cargos parlamentarios o ejecutivos– no fueron votados por nadie y no tienen límites temporales para el desempeño de su cargo. Son vitalicios y –para añadir desdichas a este suelo arrasado– longevos.

7 de los jueces de la Corte firmaron esa sentencia, pensada –como todo lo que hacen– en función de su perduración en sus cargos, a cualquier costo. El número espeja que perdió vigencia la división entre cinco menemistas, integrantes de la mayoría automática y cuatro sedicentes independientes. Ahora las mayorías son más holgadas y transpartidarias, si de defender el pellejo se trata. No hay ya una ajustada minoría liderada por el Ejecutivo. Hay nueve hombres poco creíbles, dotados de un poder terrible, con un solo objetivo entre ceja y ceja, quedarse donde están. Un argumento más a favor de quienes corean “que se vayan todos”.

14 días corridos apenas le insumió al Gobierno transitar del éxtasis a la agonía en su autopercepción política. Hace dos semanas cundían fantasías desmesuradas, postergar las elecciones, intervenir la provincia de Buenos Aires, reconsiderar el futuro político inmediato de Eduardo Duhalde. Tamañas sandeces nacían de una pésima lectura de la realidad de un entorno de vuelo corto: suponían que se venía un veranito económico, veían a la oposición patitiesa tras el llamado a comicios generales, a Carlos Menem decrépito, fantaseaban tener la vaca atada porque habían pasado una semana sin nuevos sobresaltos. Un dislate que sólo sirve para pintar los microclimas que prohíja la Rosada, que esta semana cambió brutalmente su ánimo y su temple. Elisa Carrió, Luis Zamora y la CTA le pegaron donde duele: recuperando la consigna popular “que se vayan todos”, dándole traducción institucional (reforma constitucional) y antes que nada mostrándose unidos. La Corte les dio otro mazazo y la Iglesia les dedicó la parte del león de un comunicado durísimo. Lo que hace dos semanas era arrogancia derivó en bajón, en una agresividad desmedida para los críticos por izquierda y a una falta absoluta de reflejos para los mandobles de los cortesanos y los obispos.

Uno, por fin: Néstor Kirchner respondió a los dignatarios eclesiales con una serie de argumentos que daría gusto escuchar más asiduamente. Básicamente les exigió no generalizar en exceso y mirar la viga en el ojo propio. En general, la corporación política local es sumisa ante los poderes establecidos, ni qué decir con las voces de la Iglesia. En este caso la mayoría de los cuestionamientos de los purpurados son válidos pero no su pretensión de arrogarse el sitial de quien puede arrojar la primera piedra. No es el caso de la Iglesia argentina, nunca libre de pecado. La que fue cómplice de la dictadura militar (cuando no bendijo a los asesinos vía sus vicarios castrenses) y que calló largos años de menemato. Mientras ejercitaba una defensa cerrada del obispo Edgardo Storni (sin una alusión a la necesidad de que sus conductas fueran investigadas, como le cuadra acualquier ciudadano) y callaba sobre su penoso pasado la Santa Madre no estaba en calidad de arrojar la piedra sin, al menos, matizar algo las críticas.

Infinitas son las argucias de los dirigentes peronistas para amañar el régimen electoral a sus necesidades más gallináceas. Las conversaciones de esta semana entre menemistas y duhaldistas son una patética crónica de chiquitaje y mezquindad. “Uno de nuestros operadores –confiesa y ríe un conspicuo menemista de la primera hora– me llamó para confesarme que no entiende qué estamos discutiendo. ¡Y es uno de nuestros principales negociadores!” Es que juegan una partida de truco sin cartas donde cualquier bluff es imaginable. En medio de un cardumen de picardías de vuelo bajo (estando en juego la continuidad de la democracia) brotaron dos novedades creativas: la del gobernador Juan Carlos Romero y la de Gerardo Conte Grand. Ambas pueden aspirar válidamente al libro Guinness pues carecen de todo precedente mundial. El mandatario salteño propone un pacto entre todos los candidatos peronistas de resultas del cual el PJ no presentaría listas y cada uno de los pretendientes sí podría hacerlo con un partido propio y valiéndose de la simbología justicialista. Todos irían a la elección general y se comprometerían a apoyar en la segunda vuelta al que saliera primero en esa peculiar interna. “Es lo mejor que se puede dentro de nuestra dificultades –justificó Romero ante sus compañeros gobernadores–, no es ilegal como la ley de lemas y nos ahorra una interna sangrienta en noviembre.” En el Gobierno comenzaron a mirar con cariño al engendro, “no altera el calendario electoral ni infringe la ley”, justificó un funcionario con despacho en la Rosada.
La propuesta de Conte Grand tiene todo el vano ingenio que prodigan los políticos nativos: encuentra el mejor modo de beneficiar al PJ en el corto plazo, sin computar ningún otro factor que perturbe ese fin así sea la estabilidad institucional, la viabilidad del gobierno por venir o la experiencia internacional. El proyecto, brevísimo, escrito a vuela procesador de textos, permite que cada partido presente cuantos candidatos le plazca en los comicios generales. Todos sumarán sus votos para el partido pero nadie será ganador en primera vuelta si no cosecha el 45 por ciento exigido al efecto por la Constitución nacional. Ese detalle diferencia el portento de la ley de lemas, visiblemente inconstitucional. La astucia finca en que el PJ gambetea la interna, hace de sus divisiones virtud y se asegura –sumando los disímiles electorados de Rodríguez Saá, Kirchner, De la Sota y Menem– llegar a la segunda vuelta.
En el Congreso el proyecto cayó bien, en especial entre los menemistas que quieren seguir en carrera sin que les cuenten las costillas, un objetivo aparentemente contradictorio que las alquimias de Romero les podrían garantizar. Trenzar sobre estos temas en un país con record de desocupación, una larga docena de pseudo monedas y sin bancos podría parecer una frivolidad. Mas no, es la principal actividad del partido de gobierno y nada sugiere que vaya a dejar de serlo en los próximos días aunque el oficialismo insistió con su cronograma electoral, ahora con internas abiertas y no abiertísimas como eran hasta el viernes. O sea, revalidando la ley que Duhalde había vetado pocas semana ha. ¿No entiende, lector? No se sienta limitado o ignorante, ocurre que todo es bastante incomprensible. Y no pierda su tiempo en intentar esclarecerse, ya cambiarán las reglas. ¿Se aburre? Paciencia, ya cambiamos de tema.

2 almas, por expresarlo de algún modo, viene revelando Eduardo Duhalde a lo largo de su mandato presidencial. Por momentos aparece como un hombre que entiende, o intenta entender, la magnitud de la crisis que le tocó administrar, los límites de su mandato de transición, la necesidad de imponerse límites, la razón que asiste a casi todos los que reclaman algo del Gobierno. Esa percepción de que “todos reclaman con derecho” lo formateó diferente a su precursor Fernando de la Rúa, un autista que sesentía permanente acreedor de la sociedad, de su partido, de sus aliados, un eterno incomprendido y mal pagado. Esa percepción del actual presidente también orientó, por ejemplo, la convocatoria al Diálogo Social, una medida altisonante con la que es sencillo discrepar (por caso, por la eminencia que se concedió inmerecidamente a la Iglesia) pero dignificada por la voluntad de generar una instancia enderezada a hacer algo más que política de coyuntura. Parece mentira, pero en algún momento Duhalde se enganchó con el “que se vayan todos”, berretín del que se despegó velozmente... para enfrascarse en la interna bonaerense.
Porque, ay, he ahí la otra alma del Presidente interino: es la que lo hace regresar, con la fuerza irresistible de una roca atada al cuello, a los confines de su pasado y su pertenencia. A la lógica perversa y menor del PJ de la provincia, sus recuas de punteros impresentables y voraces, su policía que lo ayudó y lo hundió tanto, su interminable mapa electoral pletórico de pequeños alvéolos de poder para concejales de cuarta y ecologistas de opereta. Y, ya que estamos, a su interminable pelea con Menem. El Presidente ha pensado y se ha interesado en la Moncloa, pero cualquiera que hackeara su agenda o le hiciera un excalibur a su teléfono descubriría que su tiempo (y su libido) suelen no trasgredir los límites de su provincia, anche de su conurbano. Manuel Quindimil es más issue que la Moncloa, los compañeros de las distintas secciones electorales una obsesión recurrente, un límite tenebroso y menor, un lastre irremontable las más veces.
El Gran Buenos Aires es, quizá, una cifra de la decadencia del peronismo y –por qué no– de la Argentina. En los albores, en el ‘45, era el centro fabril, la nueva frontera, el lugar físico en el que confluían las clases a las que se proponía un pacto social, preservador de un capitalismo más o menos generoso. La aglomeración urbana venía de la mano con el ascenso social, la integración, cierta arrogancia provocativa de los trabajadores. Andando las décadas, sólo quedó la gente. Las fábricas cerraron, el trabajo escasea y la pobreza urbana (antes un tránsito hacia una escala mejor) pasa a ser una condición estructural. Pobreza a menudo más dura que la rural y más vulnerable al rencor y la anomia que desata la cercanía de ese –relativo– oasis que son la capital y el cinturón de barrios bacanes que la vienen rodeando. Si antes el justicialismo bonaerense se hacía fuerte entre proletarios, ahora camina entre desocupados y se amolda –en su práctica– a un penoso tránsito de la cultura del trabajo a la del subsidio. Tales son los únicos blasones del duhaldismo provincial y caso, casi del actual gobierno nacional. Poco –sólo de subsidios y asistencia– tiene para jactarse el peronismo bonaerense tras quince años de gobernar. Y sin embargo, es el alfa y el omega de la percepción cotidiana del Presidente, que en algún tiempo quiso comprender los derechos de todos y dialogar con todos pero que encerrado en los infranqueables límites de su pasado y su pertenencia reserva sus oídos, su tiempo y sus mejores afanes a dilucidar los problemas del Pago Chico.

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