EL PAíS › LAS TORTURAS POLICIALES AL PRIMER PIQUETERO DETENIDO EN LA REPRESION DE AVELLANEDA

“¿Y si te mando en un cajoncito?”

Mañana se cumplen dos meses de la masacre de Puente Pueyrredón y la causa parece frenada en la tesis del policía “loco”. No se investiga el plan previo de represión, probado en las imágenes del día. Hasta se secuestró a detenidos, llevados a un descampado para ser pateados. El testimonio del primer detenido de ese día.

 Por Irina Hauser

“¿Qué dirá tu mamá si te mando de vuelta en un cajoncito?” El policía iba de la burla al reto. Edgardo Ferrari, piquetero de la Coordinadora Aníbal Verón, escuchaba arrodillado, “hecho una bolita”, con la frente pegada al piso. De pronto recibía patadas de por lo menos cuatro uniformados que no paraban de dar vueltas a su alrededor mientras lo interrogaban. Fue el primer detenido en la represión en el Puente Pueyrredón, apresado a poco de comenzada. Lo torturaron cerca de 45 minutos en un descampado. Su testimonio pone al descubierto una faceta hasta ahora oculta de los hechos del 26 del junio, y deja aún más en claro el nivel de organización que hubo ese día para sofocar con el método que fuera la protesta social. Al menor movimiento, a Edgardo le volvían a pegar. “En un momento no aguanté más y atiné a levantar la vista. Los tipos enloquecieron y fueron a buscar una bolsa, intentaron ponérmela en la cabeza, mientras yo hacía fuerza para no despegarla del suelo. Me preguntaban para qué había ido. Uno de ellos gritaba ‘fusilalo acá nomás’ mientras otro decía ‘no, que nos van a ver’”, relató Ferrari a Página/12.
El caso de Edgardo, de 23 años, lleva una carga especial por muchas razones, no sólo por haber sido el detenido con que se inició la cacería. Hace algunos días se enteró por los abogados de la Correpi y por información de este diario que el hombre de civil que lo arrestó, agarrándolo del cuello cuando terminaba de auxiliar a una mujer herida, dejó de ser policía hace seis años. Se trata de Francisco Federico Robledo, quien tuvo su último cargo en la Bonaerense en el comando de patrullas de Quilmes. El momento en el que Robledo lo arrastra por la calle fue fotografiado y Ferrari está dispuesto a contar lo sucedido a la Justicia. “Todavía no lo hice porque nunca me citaron”, comentó extrañado.
Edgardo estudia magisterio y antropología, y milita en la Aníbal Verón de La Plata desde marzo. El día de la represión había salido de su casa alrededor de las ocho y media de la mañana. “Estábamos un poco nerviosos por cómo venía amenazando el Gobierno con que iba a haber mano dura. Pero, al menos por mi parte, jamás hubiera imaginado todo lo que pasó. Los cortes de puentes y rutas son nuestra forma de pelear, es así”, asegura. Aquí hace un relato detallado de lo que le tocó vivir, que ni a su familia había contado con todas las letras, “para que no se persigan”.
Apenas estaba subiendo el puente con algunos de sus compañeros cuando empezaron a volar las balas y los gases. “Como estoy a cargo de la coordinación de algunos barrios traté de que la gente no se dispersara. Ya ahí percibí algo raro en relación a las balas. Rebotaban con un chirrido, no parecían de goma”, dice. Al rato, después de auxiliar a Aurora, una mujer que recibió balazos metálicos en las piernas, Edgardo corrió por avenida Pavón. Quería llegar a la estación Avellaneda, pero a la altura de la Municipalidad lo atrapó Robledo. “Quietito, quietito”, le decía. Y lo llevó hasta la esquina, donde lo entregó a un grupo de la guardia de infantería. Lo apoyaron contra la caja de una camioneta policial y al instante lo obligaron a sacarse los cordones de las zapatillas para atarle, con ellos, sus manos. “Ahí se acercó un periodista que me pedía que le gritara mi nombre, a mí me daba timidez, pero terminé diciéndoselo bajito y ahí los policías me dieron rodillazos y piñas en la cara.”
Lo metieron en un patrullero en el que iba sólo el conductor. “Me llevó hasta un terreno, no sé exactamente dónde. Es cerca del primer acceso al puente, frente al Carrefour, un descampado limpio con un paredón blanco. Es donde estaban estacionados los vehículos policiales. Ahí me recibieron cuatro o cinco uniformados y enseguida empezaron a tirarme patadas.” Lo obligaron a ponerse de rodillas, la cabeza contra el piso. A esa altura estaba descalzo porque cuando lo arrastraron perdió las zapatillas. Como hizo un par de intentos de espiar, le pusieron una campera como capucha.
–¿Nombre? –preguntaba, violento, un policía.
–¿Y para qué hacés esto, se puede saber? –interrogaba otro.
“Yo encima intentaba explicarles que nuestra lucha es por trabajo y que tenemos derechos, todo eso”, comenta el joven. Por un instante le pareció que se hizo un silencio sepulcral. Cerca de él, aparentemente, había quedado un solo policía con quien terminó entablando un diálogo absurdo. “Me preguntaba si vivo con mi familia, si tengo hermanos, cómo es esto de ser piquetero”, rememora. En un momento, cuenta Edgardo, el propio uniformado se puso a intentar explicarle por qué lo estaban torturando:
—Nosotros también tenemos derecho a protestar, a nuestro modo –se justificó el policía. Y comenzó “como a cebarse”, agregando una frase tras otra, casi monologando, mientras Edgardo seguía acurrucado sin poder mirar.
–Mirá que nosotros tenemos órdenes de matar –le advirtió el agente. Este dato, que Ferrari en el momento tomó como una patoteada más, después adquiriría un significado espeluznante.
Más o menos a esa altura reaparecieron los demás bonaerenses. Edgardo no daba más, tenía la cara llena de mocos y barro pegado, y apenas intentó levantar la cabeza, uno de los hombres le gritó a otro: “Traé la bolsa, vamos a bolsearlo”. “Pude entrever a uno que iba a la camioneta y efectivamente sacó una bolsa blanca, bastante grande, no sé bien de qué material era, pero de lo que estoy seguro es de que no era una bolsa de supermercado que tenían por casualidad. Entonces se acercaron y empezaron a juguetear con eso”, describe. Quisieron aplicarle el método del submarino seco, pero él forcejeaba con la cabeza hacia el piso, tanto que le quedó toda la frente hinchada y lastimada. “La bolsa me llegó hasta las orejas, pero no logró impedirme la respiración”, explica.
–¿Qué se le cruzaba por la cabeza en ese momento?
–Pensé de todo. Por momentos imaginé que no volvía más, me despedí mentalmente de mi familia y mis amigos, o de a ratos pensaba que me iban a encerrar en una habitación y me iban a interrogar debajo de un foco. Rogaba por dentro que si me iban a matar lo hicieran lo antes posible. Pero también llegué, ridículamente, a pensar que al otro día todos mis amigos me cargarían por ser el único tarado al que habían detenido. El silencio alrededor por instantes era tan grande que creí que se había terminado todo. Imaginé a la gente volviendo a su casa mientras yo estaba ahí solo con esos tipos. Eran todos pensamientos como flashes que se veían interrumpidos por las frases de ellos. “¿Y si lo llevamos a una fábrica para matarlo?” “Se lo vamos a mandar a la mamá en una bolsita.”
Edgardo calcula que todo duró entre 30 y 45 minutos. Volvió a temblar cuando lo subieron a otro patrullero. Pero respiró cuando lo dejaron en la comisaría primera. Se sintió vacío, después de haber vivido una eternidad. Pero estaba otra vez solo en la seccional, no había otros detenidos. A los diez minutos empezó a llegar más y más gente. “No lo podía creer, fue un alivio. Estábamos todos apiñados. Y ya los golpes que nos siguieron dando ahí no eran nada. En el fondo yo no terminaba de darle real dimensión a lo que pasaba. Por casualidad fui el primero que largaron, salí en silencio y me senté a un costado en la vereda y escuché a alguien gritar que Darío (Santillán) había muerto. Quedé atontado. Hoy siento que se me hicieron carne las historias que uno escuchó sobre la dictadura.”

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Edgardo Ferrari, piquetero de la Verón, torturado en un descampado.
 
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