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De cómo los no violentos marcharon desde el Sur

Los vecinos de San Telmo estaban preocupados por los rumores sobre posibles incidentes. Pero se decidieron y fueron a la Plaza. Quiénes son. Qué dicen. El diálogo entre una manifestante y su hija de seis años.

 Por Laura Vales

“Liberá la esquina. Matá al policía”, dice el graffitti todavía fresco en el cruce de Independencia y Defensa. Pero los carteles que la gente trae al cacerolazo piden otra cosa: “Renuncia de la Corte Suprema”, se lee en uno; “No a los desalojos”, escribieron en otro; “Queremos comedores escolares”, plantean más allá. La diferencia viene a cuento porque el tema de anoche en la protesta de los vecinos de San Telmo fue, precisamente, el de la violencia, el de los infiltrados y el del temor a que en la Plaza de Mayo se desataran incidentes, como finalmente sucedió. La gente se juntó con muchas dudas sobre si era conveniente marchar; la amplia mayoría decidió hacerlo y a las 10 de la noche una columna de más de 500 personas enfiló hacia la Casa Rosada.
¿Por qué cacerolearon? Casi todos incluyeron en su lista la renuncia de la Corte y el fin del corralito. “No porque tenga plata en el banco”, apunta Jesús Ventura (51 años, plomero gasista) “sino porque a raíz del corralito me quedé si trabajo. Nadie me llama y cuando me llaman me pagan con cheques que después me los rebotan, así que no tengo entradas pero sí salidas. Esa es mi desesperación”. Aunque empezó hablando en un tono normal, Ventura ha ido elevando el tono frase a frase y la última es remarcada a los gritos, como si de alguna manera eso le asegurara ser escuchado.
El hombre se colgó al cuello una pancarta casera en cartulina celeste escolar donde anotó a mano: “El gobierno es un cáncer que debe cortarse de raíz”. Llegó al cacerolazo entre los primeros, y apenas pisó la esquina un grupo de vecinos se le abalanzó.
Le preguntaron quién era, de dónde venía y por qué había escrito lo que había escrito. En alerta rojo, los vecinos supusieron que Ventura podía ser uno de los infiltrados sobre los que han escuchado toda la tarde. Al final, pasó el examen y lo dejaron quedar, convencidos de que era nada más que un plomero sin trabajo. ¿Y del cartel qué le dijeron? “Que está bien, que está bien. Que está bien”, dice Ventura.
La falta de trabajo, la arbitrariedad de los que están en el poder, la sospecha (el convencimiento) de que “todos son ladrones” aparece en todas las respuestas de los caceroleros de San Telmo. Anoche se vieron allí tantas mujeres como hombres y tantos jóvenes como viejos, todos dándole a la cacerola y los que no, aplaudiendo.
Son vecinos del sur de la Capital y sus reclamos tienen más que ver con situaciones de empobrecimiento que con la imposibilidad de sacar dólares del corralito. Algunos se sumaron a la protesta por primera vez esta noche.
Todos creen que sí, que en la plaza podrían actuar “infiltrados”. Casi todos identifican a esos infiltrados con “los servicios” o “la necesidad del Gobierno” más que con la ultraizquierda. Algunos han visto por televisión cómo en el microcentro los bancos esperan la marcha preparados para la guerra: El Río de San Martín y Mitre convertido en una cárcel, con una protección de alambre tejido reforzado de 3 metros de alto. El Sudameris de San Martín y Perón con las ventanas tapiadas con chapas de zinc. El Galicia de Perón y Reconquista escondido detrás de un muro de madera. A las nueve los vecinos empezaron a definir si ir o no ir.
Una chica rubia empuñó un megáfono, informó que desde otros barrios ya empezaban a marchar y convocó a votar:
–Discutamos si ir a la Plaza o esperar a que lleguen los de Parque Lezama –propone al cerrar el informe con un tonito algo marcial.
–Acá no discutimos, esperamos a los compañeros y marchamos todos juntos –le retrucan de atrás.
La asamblea votó por unanimidad sumarse a la marcha. A las diez de la noche, empieza a avanzar por la calle Defensa hacia la Plaza de Mayo.
En la esquina sólo quedaron cinco o seis personas. Una de ellas es Ramona Tejerina, 38 años, desocupada, y su hija Solange.
–Me gustaría ir, pero estoy con la nena –dice Ramona. Y con un empujoncito a su hija–: Contale lo que te pasó la última vez que fuimos.
–Me tiraron gases lacrimógenos y mi mamá está loca –contesta la nena.
–¿Y qué más? –insiste la mamá pasando por alto el comentario.
–Se me perdió una ojota.
–¿Te das cuenta? –dice Ramona a Página/12–. Le tiraron gases lacrimógenos y tiene apenas siete años...
–Tengo seis –corrigen desde abajo.
–... y yo la llevé porque le dije que tiene que ser argentina, desde chiquita.
La nena se tapa los oídos y acota: “No quiero escuchar más, lo decís todo el día”.
Ramona sólo mira cómo la columna de los vecinos de San Telmo se aleja, coreando “Que se vayan todos”. Al frente va un grupo de motoqueros. Un patrullero, que montó guardia a unos metros durante toda la tarde, espera que la marcha esté a doscientos metros y la sigue despacio. Se mantiene a una prudente distancia, pero lleva encendidas sus balizas. Veinte minutos más tarde los Vecinos de San Telmo entraron a la Plaza de Mayo. Eran las diez y media de la noche y faltaban dos horas para que comenzaran los primeros disparos.

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