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El largo legado de la convertibilidad

 Por Fabián Amico y Alejandro Fiorito *

La reforma de la Carta Orgánica del BCRA de 1992 le puso un corsé a la política monetaria y fiscal, limitando sus objetivos a la estabilidad de precios. La cantidad de moneda quedó atada al nivel de las reservas como en el patrón oro. La reforma fue el fundamento del modelo de convertibilidad que condujo a la economía argentina a la peor crisis de su historia. La extrema rigidez del modelo forzó incluso la transgresión de sus propias normas merced a los artilugios de la “contabilidad creativa”. En 1995 hubo que modificar el reglamento de la entidad para ampliar los redescuentos a los bancos, aunque con limitaciones. También se debió flexibilizar la prohibición de otorgar préstamos y adelantos al gobierno nacional, también con límites. La idea básica del modelo era introducir “disciplina” sobre el manejo discrecional de los gobiernos “populistas”, en particular, para evitar la “monetización” del déficit fiscal, algo que supuestamente habría conducido a la inflación crónica y en el límite a la hiperinflación. Con la crisis de 2001 la cosa se flexibilizó, pero el espíritu de la reforma de 1992 persistió en las ataduras institucionales y en las cabezas de muchos economistas.

Detrás de la “autonomía” del BCRA subyace una idea tan ortodoxa como absurda que, sin evidencia seria, atribuye la inflación a la emisión monetaria. Ese tipo de diagnóstico abrió paso a los sistemas de inflation targeting y a sus penosos resultados en materia de crecimiento y empleo. Ciertamente, la regla de estabilidad de precios podía admitir alguna excepción de tanto en tanto (de allí las contabilidades “creativas”). El ultraortodoxo Kenneth Rogoff lo explicó bien: aunque los presidentes de los bancos centrales debían ser escogidos “entre los elementos conservadores de la comunidad financiera, no deberían ellos mismos ser tan conservadores”. Argentina se bandeó más de una vez, siempre para el mismo lado. Para prueba, alcanza una lista breve de los presidentes del BCRA: Enrique Folcini, Javier González Fraga, Pedro Pou, Roque Maccarone, Mario Blejer, Alfonso Prat Gay y Martín Redrado. ¿Son en verdad “independientes” estos señores?

Una dimensión del problema es la supuesta autonomía del BCRA de la “manipulación política”. Aquí entra en juego la pintoresca y extraña noción según la cual el BCRA estaría por encima de toda disputa y de todo interés, y formularía sus políticas de una manera “objetiva”, libre de consideraciones ideológicas, algo que resulta tan patentemente ridículo que cualquier estudiante universitario de años iniciales no se atrevería a afirmarlo sin ruborizarse. Estos hombres (Folcini, Pou, Maccarone y demás) fueron elegidos precisamente por sus ideologías: todos tienen un claro sesgo de tenaz “seriedad” antikeynesiana y antipopular, todos pertenecen al mainstream de la economía y todos regresarían gustosos al FMI y sus recetas. La independencia en términos económicos es aún más ilusoria: incluso la política más ferozmente ortodoxa requiere un alto grado de coordinación macroeconómica.

Obviamente, esa concepción de “autonomía” se cimentó con la crisis de la industrialización “estatizante” y del keynesianismo, experiencias que fueron acompañadas de tasas de inflación más altas. Sin embargo, las razones de la inflación fueron otras (como el choque de costos y las pujas distributivas) y la emisión sólo “acompañó” el proceso sin provocarlo. Por supuesto, se podían usar como remedio (y se usaron) políticas monetarias contractivas con los resultados previsibles. En fin, los cadáveres siempre están fríos; lo interesante sería bajar la fiebre (la inflación) sin matar a la gente. Por caso, ¿cómo hace un ortodoxo para explicar este misterio de tasas de inflación crecientes con superávit gemelos, desempleo y capacidad ociosa? Sólo con la tenacidad que brinda la ignorancia y que lo lleva a persistir en soluciones monetarias o fiscales contractivas como antídotos de problemas que claramente tienen otro origen.

Los intentos de relajar las ataduras legadas por la convertibilidad, como el de Marcó del Pont en 2007, fueron tímidos y no pudieron vencer los prejuicios respecto de la “independencia” y la cosa no prosperó. Coherentemente, Redrado estuvo en contra. El intento también chocó con una ortodoxa oposición en un Congreso con mayoría oficialista. Un resorte de desarrollo y un canal central para la expansión del empleo quedó cercenado. Como en tiempos de la convertibilidad, estábamos peleando con Tyson y nos atamos una mano.

Se llegó así a un consenso casi absoluto exaltando los valores de las “finanzas sanas” y del convencional “equilibrio” fiscal, como si fueran índices de robustez política y económica. Pero un Gobierno con un sesgo proempleo y procrecimiento tiene a su disposición un punto de vista más afín, como las “finanzas funcionales”, según el cual los gobiernos deben fijarse en los efectos globales del gasto estatal en la economía a fines de acercarse al pleno empleo sin considerar si el presupuesto está equilibrado o no. En última instancia, la recaudación es un modo de recuperar parte del dinero que el propio Gobierno inyecta previamente en la economía con su gasto. Por eso, si el Gobierno gasta menos, recaudará menos y sufrirá un déficit fiscal generando una tendencia recesiva en la economía.

Por eso, el Estado debe romper las ataduras políticas legadas por la convertibilidad que inhiben al BCRA de ejercer esta función. En este marco, no sólo el BCRA no puede ser “independiente”, sino que su coordinación con el Tesoro trasciende por lejos el monotemático y excluyente discurso del tipo de cambio “alto” (tema sobre el cual, dicho sea de paso, Redrado nunca se definió explícitamente). El objetivo del BCRA no sería principalmente la estabilidad de precios, sino la reducción del desempleo y el impulso al desarrollo.

Esas ataduras llevaron a que en la reciente etapa de desendeudamiento el Tesoro juntara pesos con la recaudación y actuara como un particular comprándole los dólares al BCRA para cancelar deuda. El resultado fue una filtración de liquidez que redujo el poder de compra interno, aun cuando seguían existiendo desempleo y capacidad excedente (con reservas en niveles record). Luego, con la crisis internacional, la economía se derrumbó y la recaudación se estancó. Afortunadamente el Gobierno hizo oídos sordos a la ortodoxia y no contuvo el gasto. En medio de esta trampa institucional, cuando el camino se estrechó, se encontró un atajo con la formación del “Fondo del Bicentenario”, como única vía de ahorrar pesos para impulsar el gasto interno.

El último acto de Redrado pone de relieve los aspectos centrales que el Gobierno no supo o no pudo resolver en estos años, como la “independencia” del BCRA y la falta de redefinición clara de sus objetivos y funciones. Sin escrúpulos ni ideas, la oposición utiliza ahora el cepo institucional de la convertibilidad para empujar al Gobierno por el precipicio del ajuste fiscal, lo que consolidaría los actuales niveles de desempleo y pobreza y presumiblemente reduciría las chances electorales del kirchnerismo. Este “gesto” de la oposición, tanto de derecha como de izquierda, tiene como único efecto real la limitación de las posibilidades de expansión fiscal y el debilitamiento de la recuperación productiva, y es una muestra pavorosa de lo que podrían hacer en el Gobierno.

* Economistas e investigadores de la UNLU.

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Imagen: Rafael Yohai
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