EL PAíS › SI EL DOMINGO PIERDE MENEM

¿Se acaba el menemismo?

Jose Nun *.
Después del 18
Hay que distinguir entre Menem y el menemismo. En cuanto a Menem, creo que una derrota aplastante en el ballottage lo sacaría de la escena política aunque probablemente no ocurriría lo mismo si la diferencia a favor de Kirchner resultase pequeña (aparte de las impugnaciones que esto podría provocar). Por eso, para que Menem se vaya, importa tanto promover ahora un voto positivo en favor de su adversario. Y esto con todas las justificadas reservas que se quiera: lo fundamental es que comience a redefinirse un nuevo espacio público donde la lucha limpia sea posible, por más que uno no esté en condiciones de sentar sus términos tal como le gustaría.
Diferente es el caso del menemismo, que seguramente no desaparecerá en el corto plazo. Y ello tanto porque controla varias situaciones provinciales, posee votos propios en el Congreso y tiene poder en ámbitos tan decisivos como el judicial como porque participa de un denso entramado de negocios, prebendas y corruptelas que está lejos todavía de su punto de desarticulación. Pero hay otro factor igualmente importante: desde los años noventa, se instaló en el país un estilo menemista de hacer política, al cual no resultan por cierto ajenos Duhalde ni aun el mismo Kirchner (para no mencionar a varios de los prohombres del radicalismo). Éste es el estilo que hay que desterrar porque está en la raíz de la profunda crisis institucional que vivimos y que no se solucionará con un cambio de gobierno.
Es hora de que entendamos que no se trata simplemente de barajar y dar de nuevo sino de que hay que cambiar de mazo y modificar las reglas mismas del juego que se ha venido jugando. Conformarse con una versión más civilizada del menemismo sería aceptar que lo que llamamos democracia no es más que un régimen oligárquico electivo, carente de un auténtico proyecto nacional y sólo apto para seguir manteniendo en un precario equilibrio a una sociedad habitada por una minoría de gente muy rica y una mayoría de gente muy pobre.

* Politólogo. Investigador del Conicet. Director del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín.


Horacio Gonzalez *.
Carlitos Réquiem
Para Menem se abre la imagen de una última verdad. La obra maestra de este empecinado tramoyista fue haber conseguido que una amplia mayoría del cuerpo electoral lo rechace como anómalo e indeseable. Una de sus publicidades dice algo extraño, algo así como un llamado agónico, “no permitir que el antimenemismo sea superior a los intereses del país”. ¿Es que puede imaginar realmente que le cabe la aureola del perseguido o el mito del desdeñado por una comunidad que “no supo comprenderlo”? En todo caso, haber pronunciado la palabra “antimenemismo” lo pone a un tris de comprender que ese obstáculo personal, que lleva su nombre invertido, de alguna manera puede considerarse su creación más notable. Pero no cabe en su conciencia explicarse porqué, salvo las hipótesis conspirativas que siempre fueron su horizonte estrecho e indigente. Había logrado desconectar la política de las fuerzas sociales colectivas. La política era una escisión entre frases y contenidos, entre despotismo y comicidad, entre represión y odaliscas, entre gestos demudados y risotadas en las bambalinas del palacio. Eso creó su “estrella”, palabra a la que apelaba con su recurso a las frases de almanaque, siempre con un sabor inexacto (y todo en él era la gracia del furcio, la fuerza amena de la tergiversación) pero con memoria del buen contador de chistes. Sea Plutarco, Nietszche o Ignacio Braulio Anzoátegui, hizo reír o impartió maltrechas solemnidades con sus sentencias de calendario.
Eran para regodear a los devotos, porque había algo en la manera de decirlas donde dejaba claro que se fingía el papel del estadista que mira serenamente la tempestad del mundo y las asperezas de la vida. Pero las entrelíneas le decían a los suyos que era todo un divertimento que esa infinita cáfila de muchachos que lo seguían –y “seguirlo” era también una épica deshilachada, una comidilla para desternillarse en sordina entre entendidos– sabría descifrar adecuadamente.
¿Cómo? Sabiendo que se estaba ante un agraciado de esa fortuna extraña que componía el vapor incorpóreo de su biografía y que lo hacía decir que sacaría el ejército a la calle un día y hacer la estadística de coches robados otro día, para por fin, acusar de montoneros aquí y allá, encallando en la última verdad indecible de la política, la represión. Y siquiera le creyeron los propios interesados. Porque ya había pedido el don de la palabra, ese hombre-miedo, ese hombre-risa, no hacía reír ni generaba pánico. Un país, un cuerpo electoral, ahora reclama conectar otra vez el cuerpo con el sentido.
Todos los problemas de un pueblo deshilachado están y siguen ahí, solo que Menem ya no estará. Será destruido por su anti-él, la máxima realización de su galería de repentismos y falseamientos. Su señera “transgresión”. Pero quizás no va a tener el humor de percibir su derrota como su obra más expresiva. Antes podía ser una cosa y la contraria entre risotadas cómplices. Pero ahora le llegó el turno y no va a poder ser menemista y antimenemista a la vez.

* Sociólogo.


Horacio Tarcus *.
¿Qué quedará de Menem?
Si es difícil hacer un pronóstico meteorológico, mucho más lo es un pronóstico político. Sucede que el poder político no es una cosa que alguien conquista definitivamente, sino algo que circula en un campo de fuerzas. Y en el juego de las relaciones de poder, el débil de hoy puede ser el que mañana capitalice la crisis del que hasta hace poco aparecía como único ganador. ¿Quién hubiera imaginado en 1999, por ejemplo, cuando Duhalde volvía tristemente a la vida civil y reabría su inmobiliaria, que apenas dos años después sería el artífice de la política argentina en la primera década del siglo, mientras que De la Rúa, que entonces aparecía aurelado con la suma del poder, pasaría a ser un cadáver político?
Con esto quiero decir que, si bien hoy Menem es, incluso una semana antes del 18 de mayo, un cadáver político, su potencial recuperación no depende sólo de cómo se mueva políticamente de aquí en más, sino también del éxito o el fracaso de la gestión Kirchner-Duhalde. La hegemonía del nuevo gobierno estará disputada, desde el centroizquierda, por Carrió, y desde la derecha por Menem y por López Murphy. Ahora bien, es poco probable que sea Menem quien esté en mejores condiciones de capitalizar por derecha el desgaste del nuevo gobierno. Con una derrota aplastante el 18, terminará de perder el control de su partido que, más habituado al pragmatismo político que a las grandes lealtades, terminará por alinearse tras los nuevos ganadores. El sindicalismo ya inició ese camino. Por fuera de los aparatos partidarios, su electorado no está en absoluto cautivo y es sumamente heterogéneo, desde los nuevos ricos que sueñan con volver a la fiesta menemista, a los nuevos pobres y excluidos que apostaron mágicamente al retorno del hombre que “sabía y podía”. Para el establishment local e internacional, la emergencia de un candidato como López Murphy ofrece la misma orientación, pero con mayores garantías. Es la utopía de un menemismo sin corrupción.
El menemismo, que se sabe arrinconado, apuesta hoy a lo peor, al imaginario argentino del retorno de la crisis, del miedo, del descontrol, explotando hasta el hartazgo su imagen de “salvador de la patria” de 1989. Felizmente, se han sucedido tantas cosas desde entonces, que esa imagen ha quedado demasiado, demasiado lejos.
En suma: la nueva derecha, que ha crecido en el país, no necesita de Menem. El peronismo que se reestructurará tras las elecciones, le dejará apenas una porción menor de poder. El mejor escenario para el fin definitivo del menemismo es una derrota aplastante en el ballottage. Pero un escenario mucho mejor aún sería, además de esta derrota, un retorno del “voto castigo”, ese casi ausente en las elecciones pasadas. Un crecimiento del ausentismo, del voto en blanco o nulo, sumado al “voto broche en la nariz” a Kirchner, evitaría que el nuevo gobierno asumiese con un cheque en blanco firmado por los sectores populares. Cuanto menos poder tenga acumulado el gobierno, tanto más necesitará para gobernar de negociaciones, acuerdos y concesiones a los distintos sectores sociales. No está de más recordar que el enorme poder electoral conquistado por el menemismo en 1989 y 1995 fue usado para chantajear y aplastar cualquier oposición. Por eso, si hemos de tener un gobierno, cuanto más débil, mejor.
Ahora bien, esto no son más que conjeturas y deseos. Pues si como dijimos al principio la política es un espacio de incertidumbres, mucho más lo es en la Argentina, un país que, como decía Jorge F. Sábato, había sido inventado por Dios para castigar la soberbia de quienes creían conocer la sociedad de los hombres.

* Historiador. Director del CeDInCI.

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