EL PAíS › ANDREA CARDIGONDE, LA ACOMPAÑANTE DE OCHOA EN EL ACCIDENTE

“Yo no vi nada, qué quiere que le diga”

Por A. D.

Un rosario rosa atado al cuello termina con la cruz sobre la musculosa celeste. En un brazo se ven manchones oscuros de golpes, en el otro unos puntos le cierran un corte. Alguien dijo esta semana que Andrea Cardigonde no viajaba en la camioneta Land Rover donde murió el concejal de San Luis. Ella dice que salió con él desde Merlo, donde habían pasado parte del fin de semana. Dice además que subió, que escuchó algunas de sus quejas y que se sintió rodando camino abajo contra el piso de la camioneta. Dice que la llaman entregadora, y sobre eso contesta. Página/12 estuvo con ella durante un rato en la oficina de su abogado Eduardo Agundez, conocido penalista y hermano del procurador general de la Provincia de San Luis.
Andrea no da la cara frente a las cámaras desde el día del accidente. Era la secretaria de Ochoa en el Concejo Deliberante, pero también su amante de los últimos seis años. Ella no ofreció ese detalle por sí sola, se lo arrancaron en la primera declaración que hizo ante la policía provincial. Con esa cita la presentó el gobierno de San Luis: como testigo y como amante, forma de castigo contra su propia intimidad y contra ese concejal disidente del peronismo de los Saá.
En la entrevista, ella habla sin que medien las preguntas, como anticipándose a las preguntas que cientos de veces escuchó en estos días entre quienes la ponen hasta en el lugar de la asesina.
–Nada –empieza–, veníamos charlando. No sé qué hora era cuando salimos de Merlo. Ochoa se había bañado, había hablado por teléfono. Estaba todo bien, hablamos montones de temas, no hay algo específico. Todo bien: él me decía que cuando llegase a su casa se iba a hacer un bolso “porque me voy a ir, no sé a dónde, pero me voy”. Estaba cansado. No porque iba a tener problemas en su casa, sino porque no aguantaba más todo esto: la relación que tenía conmigo.
Ochoa estaba casado desde hacía años con María. Vivían con sus ocho hijos en la calle Lamadrid al 1300, en uno de los barrios de clase media de la capital de San Luis. Andrea los conocía a todos. María la conocía también, sabía que era la secretaría de su marido, pero también que era su otra mujer. Ninguna de las dos volvió a verse desde el accidente. Andrea no fue al entierro porque no quiso molestarse ni molestar a María.
En Merlo cuando se preparaban para el viaje de regreso a la capital, la camioneta de Ochoa se detuvo en un EG3, por unas compras.
–Habíamos comprado una gaseosa, una Coca y dos Migral, porque a él siempre le dolía la cabeza. Se tomó el Migral y con Coca. Por eso me dijo: Gorda, mirá, lo tomé con Coca. Yo le dije, si no hay agua y no hay nada, tomalo con Coca. Estaba bien, estaba bien: eso de que tomó un Migral es porque siempre tomaba Migral, le dolía la cabeza, era normal. En la salida de la EG3 había dos rutas. En un momento paró la camioneta, y me preguntó ¿por dónde vamos? ¿por acá o por allá? Agarró por la ruta más transitada, hicimos un tramo y dio la vuelta porque se había arrepentido. “Siempre vamos por esta ruta”, me dijo, “mejor vamos por la otra, aunque no hay mucho tránsito y es oscura, pero vamos igual”.
Así tomaron la Ruta 3, en lugar de la 148, una de las vías tradicionales para hacer el trayecto de Merlo a San Luis. Ese primer cambio de dirección fue parte de algunas de las piezas que estuvieron discutiéndose esta semana. Muchos le preguntaron a Andrea por qué lo habían hecho o qué había influido tratando de encontrar algo que, según ella, no tiene nada más misterioso que un tremendo antojo.
–Durante el camino, seguimos hablando. Nada especial. Yo iba de costado, mirándolo, hablando con él. Y de repente él dijo: “Qué hijo de puta, qué hijo de puta, qué hijo de puta”. Pero siempre mirando al frente, yo esperaba la reacción de por qué. Tenía esa costumbre de putear cuando se acordaba de algo o cuando le dolía la cabeza o le dolía la panza. Pero en ese momento, Ochoa no dijo nada, no frenó. No hizo nada.
–¿No vio nada por el retrovisor?
–No, me lo hubiese dicho. No dijo nada, miraba y no cambió la actitud. Si pasaba algo hubiese maniobrado de alguna forma, me lo hubiese hecho sentir. Pero después dijo: “Ay, ay, ay” y me agarró de la muñeca y la camioneta se fue para la banquina, es como que volanteó. No íbamos fuerte. Cuando se salió, me parecía que podía controlarse. Como que tenía noción de que podía controlar la camioneta. Me daba esa sensación. Pero después volvió a salirse de la ruta, y cuando se salió, ahí me di cuenta de que ya no tenía control. Sentí un estallido, la cabeza pegaba, daba vueltas y daba vueltas por los mismos tumbos. Todos me preguntan si yo no vi algo: pero tenés que estar en ese lugar y te vas a dar cuenta de que no ves. Sólo al que le pasa sabe lo que se siente. No se puede explicar.
Ella se agarró al pasamanos que tienen las Land Rover en el tablero. Ninguno de los dos tenía cinturón de seguridad. No lo usaban, dice Andrea, sólo cuando se acercaban a algún puesto de control. Cuando todo se detuvo, ella empezó a palpar las puertas, a tocar las cosas y a llamarlo. Tenía calor, dice. “No porque me desmayara sino que era como que me ahogaba.” A partir de allí consiguió destrabar las puertas, buscó una linterna en la guantera con la que iría encontrándose con el cuerpo de Ochoa.
–¿Estaba vivo?
–Tenía pulso, muy leve. Tenía una paz. ¿Viste las caras de sufrimiento? No, no tenía nada. Tenía empapado el oído, rebalsado de sangre, pero nada más. Como un color violeta, morado y con tierra.
A partir de ese momento, Andrea probó hacer alguna llamada con el celular de Ochoa, pero no tenía señal. Gritó, dice. Hizo señales hasta que vio un auto que decidió parar alertado por las luces de las balizas de la camioneta que se habían prendido. Entre los que se detuvieron había un veterinario, le aconsejó no mover el cuerpo y con su celular, sobre la ruta, hicieron algunos llamados. Primero a una ambulancia, luego a Enrique Baigorría, secretario privado de Ochoa, tercero a Fabiana Guastadisegni, vicepresidente del Concejo Deliberante, enfrentada políticamente con Ochoa. Esa llamada fue otro de los blancos de sospecha.
–¿Por qué la llamó?
–Fabiana es una concejal, y aunque esté discutido porque sea de la oposición, más allá de eso de la política, era amiga de él.
–Sin embargo, es una de las personas que ahora que no está Ochoa puede torcer el Concejo Deliberante a favor del oficialismo.
–Ves, es todo política. Eso me molesta. Porque hay muchas cosas, más allá de lo político, ella tenía una amistad. Ella tenía su ideología, él la suya. Antes ella estaba en el bloque de él, después hizo un paso al costado. Lo mismo que ahora me cuestionan la relación con ella.
–¿Cuál es la explicación que le da a los primeros gritos de Ochoa?
–No lo sé, más tarde me lo puse a pensar. Pero no lo sé: es algo que se lo llevó él. Supongo que se pudo haber sentido mal. Se sintió mal y no me quiso asustar. Y fue algo que pasó de golpe y pasó lo que pasó, no hay algo. Yo no vi nada. No sé qué quieren que diga.
–Se dice que fue un atentado. ¿Qué puede decir sobre eso?
–Un atentado... ¿Que pudieron haberle hecho algo al vehículo? Porque a mí me lo plantearon ayer, pero estuvimos comprando cosas, una y media o dos de la tarde, compramos todo para tener y no salir. Comimos, hicimos un asado, pero nunca salimos. Aparte, nunca dijimos dónde íbamos a ir, viajamos bien, llegamos bien. No. Y el vehículo nunca estuvo solo.
–¿Había escuchado sobre las amenazas contra él?
–Estaba en el medio de un problema político, pero era una persona que si se siente perseguida o amenazada no va a salir sola, no se va a arriesgar a llevarme a mí también. “Yo te voy a cuidar”, me decía. Puede haber recibido amenazas, pero yo no estaba todo el tiempo con él.
–¿No es extraño que todo el mundo hable de las amenazas y usted que estaba con él no las haya escuchado?
–Yo puedo decir lo que yo escuchaba o sabía: nunca las escuché. Que pueden haber existido, tal vez. No te voy a mentir, había un montón de cosas que no me contaba. Capaz era para que no me preocupe. No lo sé. Sentí a uno de los hermanos decir que tenía grabadas amenazas, me parece bien, pero que las exponga. Que las muestre para que salgan. Pongamos todos lo que sabemos. Como se dice que soy la entregadora.
–Dicen exactamente eso.
–En un momento de tanto dolor... En mi vocabulario no entra ese tipo de palabras. Si vos hablas de entregadora, lo pregunto nomás, no estás hablando de una persona limpia, es como que lo quisieran ensuciar a él.

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