EL PAíS › OPINION

El juicio de la sociedad

 Por Eduardo Aliverti

La información política sobresaliente de estas horas es, de tan espantosamente sencillo que parece su análisis, muy complicada de analizar. Digámoslo mejor: de asumir. A diez años del ataque a la AMIA, el juicio determinó que el gobierno y la Justicia de la rata fueron cómplices; que los perejiles detenidos eran perejiles y que además no hay pruebas certeras contra ellos. Sobrevendrán apelaciones. Juicios por encubrimiento, que casi seguramente tampoco encontrarán culpables efectivos ni –mucho menos– principales. Eventuales destituciones de jueces y condenas más eventuales todavía a ex funcionarios y parlamentarios, en el mejor de los casos y en algún día que suena al del Arquero Manco. O sea que ya fue, al menos hasta donde da la vista. El atentado más espectacular de la historia argentina queda definitivamente impune.
Nada original ni revelador se ha escuchado en estos días posteriores al fallo porque, ¿es que acaso puede encontrarse algo original o revelador para decir? Más allá del debate jurídico acerca de si el Tribunal no podía hacer otra cosa, en función del espeluznante operativo menemista de ocultamiento, desviación y destrucción de pruebas; o si en cambio la sentencia sumó su aporte a la confusión e impudicia generales. Más allá de si en medio de eso hay algo que pueda considerarse efectivamente probado, empezando por la existencia misma del coche bomba. Más allá de cuáles sean los fundamentos de la resolución. Más allá de preguntarse por la curiosa displicencia con que Estados Unidos e Israel siguieron la “investigación”. Más allá de que aun cuando hubiera habido condenas lo sustancial no variaba. Más allá de la interna de las organizaciones judías y más allá de todo lo que se quiera, lo único trascendente es la impunidad. Y tanto es así que, de otro modo, no podría explicarse esta ausencia de opiniones o datos que aporten otra mirada. Indignación, impotencia, denuncia, insulto, estupefacción, esas polémicas técnicas, esas ganas de reaccionar no se sabe cómo. Y es comprensible porque, ¿qué novedad de qué tipo podría aportarse apenas se registra –así sea sólo eso– que ya pasaron diez años?
En realidad sí hay algo. O uno razona que lo hay, si bien tampoco se trata, desde ya, de alguna revelación o indicio que contribuya al esclarecimiento del hecho propiamente dicho.
En estos diez años desde el ataque a la AMIA, que por cierto deberían contarse como más de doce si se computa el atentado a la Embajada de Israel en tanto igual “esfera de acción”, estuvo claro a muy poco de andar que la administración de la rata –en la más imberbe de las hipótesis– no tenía el menor interés en profundizar las investigaciones. Sin embargo, en 1995, el voto por el electrodoméstico en cuotas y la estabilidad de la decadencia sumó a alrededor de 5 de cada 10 argentinos en la ratificación de que roben pero hagan, asesinen pero hagan, oculten pero hagan, dejo pasar pero hagan. Y ocho u once años más tarde, en el 2003, acá, en la otra cuadra, una cifra más o menos similar de habitantes volvió a optar por opciones de derecha, incluido un cuarto del padrón capaz de haber insistido con la propia rata. La explosión de la fábrica militar de Río Tercero, ya se sabe que intencional y asociada a la venta ilegal de armas; las barbaridades de la Corte Suprema y su mayoría roedora automática, toda vez que debía sostenerse al remate del país con el andamiaje jurídico; el festín de las sucesivas gestiones del PAMI; el indulto a los genocidas; el enriquecimiento ilícito y obsceno de los acompañantes del prófugo; las sospechas acrecentadas sobre el accidente que le costó la vida al hijo del prófugo; las cuentas mal habidas en el exterior. Todo, extractado de una lista más o menos interminable de esa orgía romana que fue la Argentina durante la década menemista, ardió en el altar del libre mercado, la libre empresa, la desregulación, las privatizaciones, la apertura al mundo, el uno a uno, las relaciones carnales y la madre que lo parió.
No es cuestión, por supuesto, de ser tan extravagante como para generalizar y ensayar que hay iguales o siquiera parecidos niveles de culpabilidad y complicidad, entre quienes ejecutaron la obra de manera directa y quienes asistieron desde la platea o la popular. No sería justo, además, para con una porción muy significativa de luchadores y organizaciones de todo tipo, que de muchas formas han vivido marcando a los grandes responsables de esta putrefacción (y a veces con buenos resultados). Pero convengamos que la maquinaria de mafia, crimen y corrupción que acaba de dejar oficialmente impune el atentado a la AMIA, entre otros tantos de sus episodios, pudo ser posible gracias al aval de entusiasmo, de parcialidad o de indiferencia de una mayoría de la población. Revuelto como se revuelve el estómago, al leer o escuchar que no pasó nada; que no va a pasar salvo algún giro que hoy bien podría ser caratulado como milagroso; que incluso quedaron en libertad hasta las presuntas basuras menores, mucho más de un argentino que está preguntándose qué he hecho yo para merecer esto debería responderse: bastante.

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