EL PAíS

Holbräuhaus, la cervecería donde nació el partido nazi

Por S. M.
Desde Munich

Munich es una ciudad provinciana, que contrasta con Berlín por el cosmopolitismo de este último pero además por la visible opulencia –a veces obscena a ojos de un sudamericano– de la capital bávara. El parque automotor es impactante (es la cuna de BMW, aunque aquí la lujosa marca de automóviles es una más en su estilo) y los coches quedan estacionados con vidrios abiertos o los convertibles –que hay muchos y fastuosos– con sus capotas descorridas. Es primavera, hace unos 15 grados y todos se preparan para el calor.
Una parte de la ciudad muestra lo mismo que las postales. Es el reflejo de lo que el viajero no preparada puede imaginar que es una ciudad alemana: callecitas sinuosas cercadas por edificios de no más de siete pisos con remates de techo de tejas a dos aguas, plazas amplias y el tramado medieval que su insinúa por doquier.
La diferencia con Berlín es evidente por muchos otros motivos. En la capital de la Alemania unificada no se ven perros ni chicos. Simplemente no están. Muy eventualmente puede verse algún bebé en su cochecito con su madre, pero difícilmente se vean niños de más de tres años. Parece que están en alguna parte desconocida y que vuelven a traerlos cuando pasan la pubertad. Es extraño. En cuanto a los perros, su inexistencia en Berlín tiene una gran, gran, gran ventaja: no hay caca de perro en las calles.
En Munich, en cambio si hay perros, pero no hay caca, lo que habla de ciertas costumbres civilizadas que nadie imita en Buenos Aires.
Pero Berlín tiene un encanto cosmopolita que no existe en la nutricia Munich. Esta capital de provincia es, en sus calles y cervecerías, como la caricatura que suele hacerse de un alemán: en Munich se mantienen las tradiciones, hay mucha gente vestida como un tirolés, con pantalones cortos de cuero y sombreritos verdes rematados con plumines. Se pueden escuchar canciones tradicionales, tocadas con tuba, trombón trompeta y acordeón a piano, como si fuese una película.
Ahora, cuando esto último ocurre en la cervecería Holbräuhaus, uno siente un escozor. Es una imagen fuerte. Ocurre que en esta, la cervecería fundada en 1598, a principios del siglo XX se dio a luz uno de los vómitos más oscuros del alma del hombre: allí nació el partido Nacional Socialista alemán, allí fue el putsch de los nazis con Adolf Hitler a la cabeza.
Holbräuhaus es un orgullo para los habitantes de Munich. En sus inmensos, gigantescos salones, se apiñan a veces en mesas compartidas cientos de turistas y muchos, muchísimos lugareños. Una banda toca canciones tradicionales –para el desconocedor suenan más o menos como “Barrilito de cerveza”– y todos toman cerveza en unos jarros de un litro. Las camareras hacen el prodigio de tomar entre sus brazos rosados y regordetes ocho jarras a la vez, cargadas hasta el borde, de rubia o negra cerveza de Munich. En un recoveco del local, que debe abarcar una media manzana de las argentinas y tiene un patio central antiquísimo y acogedor, se guardan las jarras privadas bajo candado, cuyo dueño bávaro guarda celosamente. La mayoría de esa jarras tiene tapa de metal.
En la cervecería más conocida de Munich no sólo se encuentran turistas. Muchos locales llenan sus mesas para comer cerdo, salchichas, chucrut, puré y ensalada de papas y beber hectolitros de cerveza. Otra cosa ocurre: es un lugar de precios accesibles, con gente de clase trabajadora (estilo primer mundo-estado de bienestar). Por momento, la mezcla de todos estos ingredientes hace que uno se sienta un poco incómodo. Pero, tras la primera cerveza, se puede volver a relajar. Munich es una ciudad conservadora y católica, donde la reforma de Lutero y el calvinismo no llegaron porque sus reyes de la época se mantuvieron fieles a la Iglesia de Roma.
Stoiber, el gobernador del Estado Libre de Baviera, cuya capital es Munich, es el mismo conservador de la CDU que en la elección de 2002 creyó que le estaba ganado al socialdemócrata Gerhard Schroeder hasta bien entrado el comicio. Hasta que comenzaron a contar los votos y el partido socialdemócrata, el SPD, se impuso por 38.000 votos. Ello gracias a los votos de los verdes, cuyo líder, Joschka Fischer, es vicecanciller (o sea, en Alemania viceprimer ministro) y ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Schroeder.

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