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Víctimas, victimarios e impunidad

La Argentina es una eficiente fábrica de víctimas. Víctimas de la represión dictatorial, víctimas de los accidentes de tránsito, víctimas de la violencia policial, víctimas de la desaprensión empresaria, víctimas de la pobreza. Distintos tipos de víctimas que los medios se encargan de superponer sin otro criterio que los desgarramientos que provocan.
En los últimos años el sentido común ha incorporado el concepto de que las víctimas son todas iguales. No siempre fue así. Baste recordar el célebre “por algo será” que acompañó a las víctimas de la dictadura. Y ni siquiera ahora siempre es así. Baste recordar la célebre reflexión de Juan Carlos Blumberg –“en ese caso el chico se drogaba, hizo una mala actuación”– sobre el asesinato de Sebastián Bordón a manos de la policía mendocina.
De ese avance social contra la discriminación del dolor buena parte de los medios derivó un corolario engañoso: “también todos los victimarios son iguales”. Y en este caso la palabra victimario incluye indiferenciadamente desde genocidas a inspectores desaprensivos, pasando por toda la gama posible de las conductas humanas.
Una familia llora con el mismo legítimo dolor a uno de sus hijos muerto en la tortura que a otro atropellado por un auto. Pero a un país no le convendría confundir los males del tránsito, por graves que sean, con los de un plan criminal dirigido a eliminar desde el Estado cualquier resistencia a sus antojos dictatoriales. Es lo que diferencia un crimen de lesa humanidad de un asesinato o un accidente.
En estos días es común ver que la prensa conservadora iguala los crímenes de lesa humanidad, por definición cometidos desde el aparato estatal, con los perpetrados por particulares. Se enfatiza para ello en las características horrorosas que también puede mostrar cada uno de éstos. Pero diferenciar un genocidio de un asesinato no hace sólo a una cuestión de proporciones, sobre todo sirve para garantizar a la sociedad las mejores armas legales en su defensa. Distintos males reclaman, sin duda, distintos remedios. Es imposible comparar la amenaza al bien común que implica el daño provocado en el cuerpo social por aquellos supuestamente destinados a defenderlo con la que puede encarnar cualquier organización privada, por poderosa que fuera.
Esta buscada confusión se profundizó aún más cuando, bajo la palabra “responsable”, buena parte de los medios mezclaron a los acusados con voluntad de delinquir con aquellos cuya conducta incorrecta o desaprensiva terminó aceitando la “fábrica de víctimas” (Omar Chabán, Callejeros y una variada gama de funcionarios municipales terminaron así convertidos en “genocidas”). Una sutil y peligrosísima manera de disolver en culpas indiscriminadas las que cargan los que sometieron a su voluntad las vidas y los bienes de los argentinos.
Durante décadas, el poder económico y político peleó por mantener en la impunidad los crímenes que tanto contribuyeron a consolidar el perfil regresivo que exhibe la Argentina actual. No fue sólo una actitud declarativa o propagandística. Los peores delincuentes de la historia nacional quedaron eximidos de todo castigo por leyes y decretos inconstitucionales creados especialmente para impedir cualquier posibilidad de justicia. Hace pocos días la Corte Suprema, como culminación de una larga lucha social corporizada en los organismos de derechos humanos, borró dos de esos obstáculos (las leyes de obediencia debida y punto final) y se espera que en un plazo no muy lejano termine removiendo el último (los indultos).
Por eso es tan importante ser muy cuidadoso cuando se habla de impunidad en relación a casos como el de Cromañón, en los que la justicia (por supuesto, con todas las polémicas características que arrastra) está actuando sin más interferencias que las que le plantea una sociedad tan sensibilizada como la argentina. En este caso puede haber buenos o malos fallos, resoluciones que conformen o enfurezcan a las partes involucradasy a la sociedad en su conjunto, pero, a menos que se revele que fue impedido el accionar judicial, difícilmente corresponda hablar de impunidad.
Ese cuidado debería extremarse, sobre todo desde lo alto del poder político, a la hora de comparar un crimen de lesa humanidad con una espantosa tragedia. Los tribunales tienen la obligación de identificar a los responsables y hacer justicia en los dos casos. Por ahora, eso es lo único que los unifica.

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