EL PAíS › OPINION

El otro debate

 Por Eduardo Aliverti

El nivel de la campaña electoral es entre bajo y patético. Sin embargo, ¿no debería decirse lo mismo respecto de cómo se discute sobre el andar de la economía?
Escandaliza, sorprende o indigna Moria Casán. Se presentan a octubre muchos de los peores esperpentos previos a diciembre del 2001. Es casi imposible escuchar algo apenas más elevado que chicanas y descalificaciones personales. No hay forma, tampoco, de que el periodismo político eluda internarse en esa basura. Esa es la campaña electoral y no tiene retorno. Pero también es cierto que el ministro Lavagna expresó, más o menos de modo literal, que buena parte de la culpa de la inflación la tienen los porteros de edificios, por el aumento de sueldos que acordaron y la suba de expensas consecuente. Igual de cierto que las afirmaciones del equipo económico, en el sentido de que deben seguirse de cerca los incrementos salariales en general, porque disparan la suba de precios. La barrabasada de los porteros no aguanta ni la lógica de una comadre de barrio. Y que la suba de salarios provoca inflación en un país donde el ingreso de los trabajadores viene siendo la variable de ajuste de la crisis; y en el que apenas un tercio de ellos pudo acceder a una recomposición que en verdad no es suba alguna, porque apenas si se trata de no seguir perdiendo (más) terreno frente a la propia inflación, es un argumento que así sea por amor propio debiera enrojecer de vergüenza al ministro y a sus colaboradores. ¿Por qué, entonces, más allá de alguna obvia reacción gremial, brutalidades conceptuales como ésas no merecen la condena que sí se aplica a la estatura de la lucha por los votos?
Una respuesta que, como mínimo, podría considerarse muy atendible es que denostar la “política” resulta fácil y gratis. Responsabilizar de todos los males a funcionarios y parlamentarios de turno es lo que queda más a mano del entendimiento y la emoción primarios, como lo es maldecir a los piqueteros porque cortan una calle o reclamar la pena de muerte ante los episodios de violencia delictiva. La “economía”, en cambio, supone hurgar en el verdadero Poder. Señalar a sus dueños, que son pocos pero gigantescos; trazar el mapa de sus maniobras; recordar sus antecedentes, suele ser carísimo.
La política grita, la economía no. La política no quita auspiciantes a la prensa, la economía sí. La política resiste cámaras ocultas de programas de investigación periodística, la economía no. La política, porque la ejerce demasiada gente que encima está en danza mediática, no tiene manera de ocultar su cara más detestable; la economía sí. Y antes y más que todo eso, y a propósito de poder o Poder, meterse con la política tolera dar vueltas y vueltas cual charlistas de café, y enroscarse en la impresión que causan candidatos y acontecimientos, y adjudicar responsabilidades con total soltura. En otras palabras, discutir sobre política, en un país donde la inmensa mayoría de los políticos son meros gerentes institucionales de los grupos que manejan la economía, es susceptible de no joder a nadie. Pero agarrárselas con la economía, ergo, si se pretende hacerlo en serio, es introducirse en cómo afectar de raíz la correlación entre superpoderosos y desposeídos. En cómo y a quiénes sacarles cuánto para distribuirlo con cuántos y cómo.
Ese debate, en la Argentina (y mundialmente, no nos engañemos, a pesar del cierto retroceso del discurso neoliberal explícito), está vedado. En lo formal, el pensamiento único (es decir, únicamente de derecha) desapareció. En lo concreto, si eso fuera así que alguien conteste por qué no hay entonces ni un atisbo de discusión sobre un régimen de impuestos que se posa en pobres y clase media, ni acerca de las cadenas formadoras de precios, ni respecto de las operaciones monopólicas y oligopólicas. Como de eso no se habla porque implica ir de frente no contra las balas de fogueo sino versus las máquinas de generar excluidos, el camino queda libre para que la dirigencia política y la campaña electoral se circunscriban a divagues, insultos, provocaciones metafóricas, las tetas de Moria y las caras de casi toda la vida. Pero también para que el ministro de Economía les eche la culpa de la inflación a los porteros, o para que se tome la resolución de respirarles en la nuca a los salarios y hacerse el desentendido sobre quienes constituyen precios y señales, o para sostener que hay que “enfriar” la economía en medio de 20 millones de pobres e indigentes.
El día en que pueda decirse “a otro perro con ese hueso” será el día en que, sólo tal vez, podrá mejorarse el nivel del debate político. Porque será el día en que se habrá tomado alguna conciencia de que sin hablar en serio de (los dueños de) la economía no se puede pretender nada serio de la política.

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