EL PAíS

Bielsa, poesía y derrota

 Por Javier Lorca

“La condición de derrotados no debe hacernos pasar por alto el extraordinario carácter de muchos sucesos previos al momento en que mordimos el polvo –escribió Rafael Bielsa algún tiempo atrás–. Quienes, por el contrario, saltan a la vereda de enfrente al ver cara a cara el rostro demacrado de la derrota, renuncian a aprender de ella. Por eso es seguro que la siguiente ocasión los encontrará más débiles.” Acaso más sabio y fortalecido ahora, tras su segunda derrota electoral como candidato del oficialismo, Bielsa configura un tipo anómalo en la política profesional argentina.

Locuaz y algo excéntrico, poeta, músico, escritor y leproso ferviente, es capaz de citar en una conversación a Nietzsche, a Proust, a Primo Levi, a Faulkner, a Hannah Arendt. Es capaz, también, de protagonizar un melodramático papelón, como aquella recordada renuncia a su renuncia como diputado, en 2005. Elegante y de vasta lectura, podría haber sido un dandy. Pero cierta vena henchida de cultura popular, aliada con cierta desmesura y una veta peronista criada en una familia virulentamente gorila, se confabularon y le confirieron una ambigüedad que él gusta leer en otros personajes. Por caso, ha dicho que un característico mal nacional es la reunión de grandes virtudes con grandes defectos (“en el envase Cavallo conviven un cerebro privilegiado con una incontinencia emotiva”). También con una imagen dual, y vagamente monstruosa, ha calificado al matrimonio Kirchner: “Son como un magnífico animal bicéfalo”, dijo hace poco.

Casado y con dos hijos, nacido en febrero de 1953, en Rosario, Rafael Antonio Bielsa es el mayor de tres hermanos: Marcelo, el obsesivo DT con el que comparte justo apodo (el Loco), y María Eugenia, la menor, actual vicegobernadora de Santa Fe. Hijo del abogado Rafael Pedro Bielsa y la maestra Lidia Caldera, nieto de un reconocido jurista, también Rafael Bielsa, que ya figuraba en las enciclopedias de hace cinco décadas. Fue entre los anaqueles de su abuelo donde aprendió a amar desde chico la letra impresa. “Esa biblioteca que yo pesquisaba como un arqueólogo, todavía con gusto a leche”, escribió.

Continuando el linaje familiar, el joven Bielsa estudió Derecho en la Universidad de Rosario. Contrariando aquel mandato, militó en la JP bajo la égida montonera, hasta que en 1977 fue secuestrado y estuvo detenido dos meses en la localidad de Funes, en un centro clandestino conocido como El Castillo. Allí fue torturado y tuvo el indeseable privilegio de ser interrogado –se supone– por el propio Leopoldo Fortunato Galtieri. El linaje antiperonista de su apellido le habría servido como salvoconducto y, una vez liberado, se exilió. “Integrante de la Banda de Delincuentes Terroristas, Montoneros, prófugo en España”, decía la lacónica ficha incorporada a su legajo dictatorial.

Regresó al país en 1981 e inició su carrera en la gestión pública. Hasta la restauración democrática, se dedicó a la informática aplicada al derecho, desde una comisión dependiente del Ministerio del Interior. En 1987, Raúl Alfonsín lo designó subsecretario de Asuntos Legislativos y conservó el cargo tras el advenimiento del menemismo, por poco tiempo. En 1994 se acercó al Frepaso y a Chacho Alvarez. Quiso ser ministro de Justicia del gobierno de la Alianza, pero debió conformarse con estar al frente de la Sindicatura General de la Nación, una función que le permitió cosechar enemistades varias.

En 2003 Kirchner lo nombró canciller y dos años después lo llevó a encabezar la lista oficialista de diputados porteños. Fue su primera y flagrante derrota electoral. Simultáneo origen del mentado gag: su dimisión a la banca para la que había sido votado, dando el sí para asumir como embajador en Francia, para dar después marcha atrás –gracias al convincente opinar de una mujer embarazada y un taxista–, rechazar la diplomacia y asumir como legislador. En junio pasado le ganó la pulseada a Agustín Rossi para representar al Frente para la Victoria en las elecciones de Santa Fe que, ayer, marcaron su segundo fracaso electoral. “Nuestro drama –ha dicho– es dar vuelta la página sin terminar de escribir la hoja.”

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