ESPECIALES

De la guerra fría a la guerra de dioses

Por Fortunato Mallimaci*

Hace un año el estupor, la angustia y la indignación invadieron a millones de personas. Recuerdo que me encontraba en casa preparándome para ir a la universidad cuando la radio anunció “que un avión se había estrellado contra una de las Torres Gemelas”. En seguida prendimos la TV y a los minutos vemos cómo se estrellaba otro avión. Se informa también de una explosión en el Pentágono. No eran “accidentes” sino atentados contra lugares emblemáticos de los EE.UU. La irresponsabilidad de un grupo suicida utilizando aviones comerciales llevó la muerte a miles de personas y dio el pretexto para poner en marcha –una vez más– la maquinaria de guerra. Dichos atentados dejaron en estado de shock a los habitantes del país más poderoso del planeta que por primera vez en su historia vivía situaciones de esta magnitud en su propio territorio. La incertidumbre fue grande ante la posibilidad de que se extendieran a otros lugares. ¿Quiénes eran los que atentaban? ¿Cómo lo habían logrado? ¿Cuál sería el futuro para la humanidad a partir de estos hechos? ¿Una nueva guerra ahora a escala mundial y con otras lógicas? ¿La amenaza permanente del terrorismo mundial afectando la vida cotidiana?
El gobierno de EE.UU. –sin aportar ninguna prueba al comienzo– aprovechó esta situación para unificarse detrás de la figura de su presidente y declarar rápidamente “la guerra contra el mal”, acusando a naciones, a grupos y especialmente al “terrorismo islámico y talibán anclado en Afganistán” como los causantes de los atentados. De repente, toda persona islámica pasó a ser sospechosa. El estigma y el etiquetamiento comenzaron peligrosamente a señalar y discriminar. A un año del hecho no conocemos la verdad sobre los autores, sus redes, sus complicidades internas y sus conexiones internacionales. ¿Lo sabremos algún día? Una vez más se dio prioridad a la razón de Estado sobre la búsqueda de la verdad, una vez más se quieren limitar los derechos individuales utilizando la “obsesión” por la seguridad nacional.
Los actos terroristas produjeron también miedo y repliegue en la ciudadanía norteamericana, que imagina así un mundo hostil al “sueño americano”. En un momento donde se hace necesaria la solidaridad internacional para regular un “mercado financiero desbocado”, la política dejó paso a lo represivo y las explicaciones perdieron peso frente a las justificaciones religiosas y místicas.
La continua prédica a la guerra por parte de la potencia hegemónica a nivel mundial puede hacer olvidar en su población los graves problemas sociales que hoy vivimos en la mayoría del planeta. La lucha contra el desempleo y la pobreza, por el medio ambiente, por mejorar la democracia y los derechos ciudadanos pasan a un segundo plano. El rechazo o la no participación en las últimas conferencias internacionales es una consecuencia de este tipo de políticas de aislamiento que dificultan encontrar soluciones globales.
La respuesta militar y religiosa a la afrenta buscó ganar consensos. Era necesario para ello “identificar a un enemigo”, al “representante del demonio” y llevar adelante un proceso de “justicia infinita” que los castigara y eliminara “de la faz de la tierra”. En una sociedad que sigue creyendo que tiene una “misión trascendental” a cumplir, el Dios de uno fue identificado con el Diablo del otro. El Dios de los cristianos o los judíos versus el Dios de los musulmanes, la Biblia o la Torá versus el Corán, la guerra santa de un lado y de otro, la demonización como manera de analizar y simplificar la realidad.
Lo interesante es preguntarse cómo tanto en sociedades calificadas de “ultramodernas y secularizadas” (como es el caso de los EE.UU.) y otras llamadas “tradicionales o feudales” (como Afganistán o Pakistán o Irán) son los elementos religiosos los que legitiman la acción colectiva, individual y la de los Estados. Una vez más debemos afirmar que la secularización no es la desaparición de lo religioso sino la recomposición de la religión en su relación conflictiva con cada sociedad. Al mismo tiempo, los que realizan los actos de violencia no se consideran a sí mismos como terroristas sino que alegan que sus actos –tanto los cristianos que pusieron la bomba en el edificio de Oklahoma como los islamistas de las Torres Gemelas o los judíos que asesinaron a Rabin– están legitimados y hasta demandados por sus principios religiosos. Pasamos de la guerra fría a la guerra de dioses...
Cuando se pretende dividir a las sociedades en dos, “los buenos y los malos”, “los que nos llevan al cielo y los que nos conducen al infierno”, “los que liberan y los que oprimen” queda poco lugar para los matices, las complejidades, los análisis más rigurosos y especialmente poco o nada de espacio para la mayoría de ciudadanos que aspiran a vivir en paz y en justicia. Los asesinatos de miles de personas en Nueva York como en Kabul, en Jerusalén como en Bagdad deben producir nuestra indignación ética. Debemos estar atentos a la utilización política de la violencia y simbología religiosa como justificativo de la acción, dado que, al tener como objetivo “la destrucción del mal”, la lucha cósmica ocurre aquí y no en un mítico más allá y por eso puede llegar a no tener límites en el exterminio del otro y la otra, del diferente y el diverso.

*Profesor de la UBA e investigador del Conicet.

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