ESPECTáCULOS

El silencio de los peluqueros

“El hombre que nunca estuvo” es un film típico de los hermanos Coen, con una galería de personajes donde destaca Billy Bob Thornton.

 Por Horacio Bernades

“¿Alguna vez pensaste en la naturaleza del pelo?”, pregunta el peluquero a su compañero. “¿Pensaste cómo crece y crece, y cómo nosotros lo cortamos y lo tiramos? Ahora, por ejemplo, yo lo tiro y se junta con la basura del piso...” Su compañero, que no está para semejante filosofía, corta en seco la reflexión capilar de Ed Crane, quien ya no volverá a abrir la boca. No sólo en el curso de esa mañana, sino hasta el día de su muerte: el protagonista de El hombre que nunca estuvo es el ser más silencioso que haya dado el cine en mucho tiempo.
Sin embargo, Ed Crane no para de hablar. Para adentro. El flujo de su conciencia tapiza, de principio a fin, la banda de sonido de la nueva película de los hermanos Coen, convirtiéndola en algo así como un informe desde la cabeza del peluquero. No es que la acción escasee en El hombre que nunca estuvo. Todo lo contrario. Nueva relectura, por parte de los Coen, de su género favorito –el film noir–, ubicada a fines de los años 40 y fotografiada en un blanco y negro que acentúa su condición de “film de época”, la película ganadora de la Palma de Oro al Mejor Director en el último festival de Cannes está salpicada de chantaje, extorsión, infidelidad matrimonial, desapariciones y muerte. Como ocurría en Simplemente sangre, De paseo a la muerte y Fargo, los Coen vuelven a usar el género como soporte para su visión terminal del mundo y las caricaturas que lo habitan.
Parecería que no pasa nada en el pueblito californiano de Santa Rosa, el mismo lugar imaginario donde transcurría La sombra de una duda, de Hitchcock. Apenas la gris rutina de la peluquería o la tienda de ramos generales donde trabaja Doris, esposa de Crane (Frances McDormand, presencia regular en el cine de los Coen). Sólo queda hablar de nada y hasta por los codos, como el gordito que corta el pelo en la butaca de al lado (el notable Michael Badalucco). O tocar sonatas de Beethoven al piano, como cierta niña rubia por la que Crane sentirá una rara, ambigua atracción. O recordar, tal vez inventar, acciones heroicas en el frente del Pacífico, actividad favorita del jefe de Doris, a quien el gran James Gandolfini le presta todo su tosco corpachón.
Por debajo de la superficie sí que pasan cosas. Como en La sombra de una duda, no se trata de acciones celestiales precisamente (en la iglesia de Santa Rosa, la principal actividad del párroco es presidir campeonatos de lotería), sino de todo aquello que Ed Crane (Billy Bob Thornton, con un rostro que parecería tallado en piedra calcárea) guarda para su monólogo interior. La complaciente frustración cotidiana; la inactividad sexual en casa; las sospechas, cada vez más fundadas, de la infidelidad de Doris. El deseo de hacerse rico, finalmente. Sólo un tipo tan calladamente desesperado como Ed podría darle crédito a Creighton Tolliver, ridículo gordo de peluquín (Jon Polito, otro regular de la escudería Coen), que cae con el cuento de un presunto negocio de lavado a seco. Para ponerlo, el tipo necesita, o dice que necesita, diez mil dólares. Al peluquero parco no se le ocurre nada mejor que conseguirlos, mediante un chantaje con el que espera, de paso, consumar una módica venganza. Algo sale mal, y de pronto hay un cadáver, un juicio, una resolución paradójica, una condena.Todo parece conducir, fatalmente, a aquel sueño eterno del que hablaba Chandler.
No es el autor de El largo adiós, sin embargo, el referente más directo de Joel & Ethan. Tan secos como el método de lavado de Creighton Tolliver, tan ácidos como la lengua de Doris Crane, tan implacables como el mecanismo que el peluquero echa a andar, los Coen no tienen la más mínima afinidad con el romanticismo de Philip Marlowe. Sí la tienen, con ese constructor de tragedias para gente vulgar llamado James M. Cain, autor de El cartero llama dos veces y Pacto de sangre. Crueles amanuenses, en El hombre que nunca estuvo los Coen vuelven a idear destinos terribles para sus personajes, desde su Olimpo de misántropos sardónicos. Servidos por un equipo de actores a los que conocen de toda la vida, cuentan esta vez con un Billy Bob Thornton que parece haber nacido para componer a ese bloque hermético llamado Ed Crane. Que fuma, fuma y fuma, mientras maquina un lavado a seco que terminará eliminándolo todo, no sólo unas simples manchas en la ropa.

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Thornton se luce como el ser más silencioso que ha dado el cine.
Otra vez, los Coen se lucen con el género negro y sus actores-fetiche.
 
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