ESPECTáCULOS › “KILL BILL” MARCA EL FULGURANTE REGRESO DE QUENTIN TARANTINO

Todo un artefacto “pop” hecho de citas

Después de casi seis años de silencio, el director de “Pulp Fiction” y “Jackie Brown” se vuelve a presentar en sociedad con un film que es pura superficie y que se nutre vorazmente del cine oriental de artes marciales.

 Por Luciano Monteagudo

Si hay algo que no se le puede negar a Quentin Tarantino es que sabe esperar. Dejó pasar casi seis años entre su largometraje inmediatamente anterior, el notable Jackie Brown, y “la cuarta película de QT”, como él mismo presenta irónicamente en los títulos a su flamante Kill Bill. Sin duda es una broma, que se podría interpretar como una referencia irónica a la vanidad con que Fellini tituló su Ocho y medio, pero es también, por sobre todo, la manera con que el realizador de Perros de la calle y Pulp Fiction –para bien o para mal, el más influyente de toda la década del ‘90– se hace cargo de la brutal expectativa que había logrado generar en este lustro de silencio auto-impuesto. Un silencio que Tarantino viene a romper de la manera más ruidosa, con un lanzamiento simultáneo a escala global (práctica cada vez más frecuente en las grandes producciones de Hollywood) y una controversia renovada sobre la representación de la violencia en el cine, que ya ha llevado a los sectores más conservadores del establishment estadounidense –entre ellos la publicación New Republic– a cargar no sólo contra Tarantino sino contra los “ejecutivos judíos” (sic) que respaldaron su proyecto, en alusión a Michael Eisner y Harvey Weinstein.
¿Está Kill Bill a la altura de semejante expectativa? Es difícil decirlo. En una primera instancia, este “Volumen 1” de Kill Bill –porque el espectador debe saber que después de 110 minutos la película termina abruptamente, a la manera de los viejos seriales de matinée, para prometer una segunda parte que se podrá ver recién en tres meses– puede llegar a deslumbrar con su acción permanente y el virtuosismo de su puesta en escena. Siempre, desde su primer film, se supo que Tarantino era un director brillante, capaz de ubicar la cámara en el mejor ángulo posible y de manejar la duración de cada plano como si estuviera modelando arcilla. En Pulp Fiction y particularmente en Jackie Brown, QT perfeccionó aún más ese talento, pero demostró también que era un guionista como no había aparecido otro en Hollywood en muchos años, un escritor notable, capaz de reformular completamente una novela (como en el caso de la de Elmore Leonard), construir estructuras y situaciones absolutamente originales y desarrollar diálogos de una singularidad que en la dramaturgia contemporánea sólo parecen tener un parangón con los de Harold Pinter.
Toda esa faceta de Tarantino está casi ausente en Kill Bill, premeditadamente se diría, como si el director hubiera decidido tomarse la libertad de jugar con la máquina del cine como si fuera un tren eléctrico. Contra las complejidad narrativa y la densidad dramática de su film anterior, en este todo se reduce a esa premisa que resume su título. La Novia (Uma Thurman, a quien solamente Tarantino consigue hacer brillar en toda su magnitud) está decidida a matar a Bill, no importa qué o quiénes se interpongan en su camino. Y son muchos, empezando por los “88 guerreros locos”, una multitudinaria banda de killers japoneses disfrazados como el legendario Kato que componía Bruce Lee para la serie “El avispón verde”.
Ni de ella ni de Bill (David Carradine, de quien en esta primera entrega apenas si se ven sus manos sobre la empuñadura de una espada) la película se detiene a explicar nada, salvo que integraban una banda de asesinos profesionales. Deben haber pasado momentos muy felices, se supone, para que Bill haya intentado asesinarla el mismo día de su boda con otro hombre. Su error es haberla dado por muerta. Después de cuatro años en un coma profundo, la Novia despertará para hacer una lista negra de todos sus viejos compañeros de equipo que participaron de esa traición. Y los irá tachando uno a uno, hasta llegar a Bill (para el “Volumen 2” todavía quedan algunos antes de llegar a la meta).
Eso es todo lo que Kill Bill, por ahora al menos, tiene para contar. El resto es superficie pura, un enorme artefacto pop edificado a partir del catálogo completo de la videoteca personal de QT, que se da el lujo de hacer un film que está todo entre comillas, porque es una sucesión infinita de citas, sin solución de continuidad, de comienzo a fin. Que ese repertorio del cual se alimenta vorazmente Kill Bill provenga del cine oriental de acción –en un mix que fusiona desde los films de la yakuza japonesa hasta los duelos de espadas de los films chinos de artes marciales– no hace sino darle a la nueva película de Tarantino el carácter definitivamente posmoderno de sample, una apropiación de materiales ajenos (ajenos incluso a la cultura occidental) a partir de lo cual se genera una obra capaz de comentar aquello que cita a medida que lo vampiriza.
Esa operación, que mezcla la vieja “fantasía oriental” con la revalorización de la cultura popular de los años ‘60 y ‘70, puede sin duda categorizarse de frívola, e incluso de auto-indulgente, pero le permite a su vez a Tarantino lucirse, más que nunca, como DJ, compaginando una delirante banda de sonido que va desde la ingenuidad camp de Nancy Sinatra cantando “Bang, Bang” (que funciona como el leit-motiv de la mortífera Novia) hasta fragmentos de las bandas de sonido de Ennio Morricone y Luis Bacalov para los spaghetti-westerns, que también giraban obsesivamente alrededor del tema de la venganza.
Los cognoscenti del cine oriental sabrán apreciar las incontables referencias al realizador Kinji Fukasaku (la salvaje adolescente que revolea una maza proviene directamente de Battle Royale, el único de sus films conocido en Argentina) y al género wu xia pian de espadachines, pero para quienes todo esto sea una novedad quizás el momento más sorprendente sea la larga secuencia de animé, con la que Tarantino resuelve una escena tan terrible que no la podría haber filmado con actores de carne y hueso. Ese tramo de cine de animación es, paradójicamente, el momento más oscuro de un film que, a pesar de su despliegue de violencia, es deliberadamente luminoso, en su estallido de colores primarios, en su diseño casi abstracto de las pinceladas de rojo sangre que paulatinamente van adornando el bodysuit amarillo de esa Novia vestida para matar.

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Espada en mano, Uma Thurman se lanza a una venganza que no tiene fin (al menos en esta primera parte).
 
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