ESPECTáCULOS › SUSU PECORARO REGRESA AL CINE EN “ROMA”, LA ULTIMA DE ARISTARAIN

“En esa época se confiaba en la historia”

Susú Pecoraro encarna en Roma a la mujer del mismo nombre, a la sazón la madre del director. La actriz relata lo que le evocó este papel, su propia infancia, que transcurrió en un hogar de clase media en el que “se leía mucho, se estaba en contacto con la cultura, se creía en el progreso”.

 Por Mariano Blejman

Alguien escribió alguna vez que las casualidades son aquellas causalidades que no se terminan de explicar nunca. Aunque en este caso, las casualidades son comprensibles: Susú Pecoraro (Camila, Sur, Los amores de Kafka, entre otras) interpreta un papel demasiado parecido a su madre, dice ella. No es tan casual: al fin y al cabo Adolfo Aristarain hizo Roma para hablar de su propia historia y también de una generación que mucho tenía que ver con la de los padres de Susú. Tal vez sin saberlo, Aristarain le pidió a Susú que interprete el papel de Roma, que en la ficción es la madre de Joaquín Góñez. Se trata de un escritor solitario, interpretado por José Sacristán de grande y Juan Diego Botto de joven, que trabajan sobre su autobiografía con la ayuda de un joven periodista. Aristarain le pidió a Susú que hiciera, básicamente, de su mamá. A esa conclusión se llega cuando se habla con la actriz, que no hacía cine desde Historias clandestinas en La Habana de Diego Musiak, en 1996. Dos años después, se dio a la fuga: se fue a vivir a La Pedrera, en Uruguay. Hizo vida nueva. “Estaba harta de esta ciudad, donde hay que sostener apariencias”, cuenta. Pero los caminos se han juntado, en Roma, gracias a las causalidades que el cine suele proponer.
–La película muestra un país donde se leía mucho, se discutía, se sabía de jazz... ¿ese país desapareció?
–Cuando leí el libro de Aristarain me recordó muchísimo a mi infancia. Roma tiene que ver con esa generación anterior a la mía. Yo era chica, pero viví esa época. Y para nosotros era absolutamente natural que en nuestras casas se leyera mucho, se escuchara jazz. Veo que se perdió tanto el contacto con la cultura. El personaje de Roma parece especialmente culto y, en verdad, era una mujer de clase media, con un poco de sentido común. Las amigas de mi mamá son muy parecidas a Roma.
–Pero Roma hace una diferencia...
–Eso es su carácter. Pero nosotros hacíamos programas similares con nuestros padres: los viernes salíamos, íbamos al cine, a recorrer una disquería, nos regalaban un libro. Teníamos una relación natural con la cultura, tiene que ver con los estímulos. Mi vieja era muy parecida a Roma. Y yo de chica tuve muchísima libertad. Lo particular es su tipo de inteligencia, que tiene que ver mucho con lo femenino. Un amor incondicional pero sabio. Roma tenía el sentido de confiar en su hijo: “Escribe bien, yo sé que escribe bien”, dice Roma en el film. No sé si era moneda corriente, pero sí mucho más que ahora.
–Roma habla de otro país.
–Me pasó cuando leí el libro, con las casas, los objetos. La relación con el padre, como la mía, era muy especial. Cada uno tenía momentos especiales. En mi casa íbamos al cine casi todos los días, se veía cine europeo. Hay una escena que Aristarain tuvo que sacar, donde Roma va a buscar al nene: le lleva leche y un sandwich en el entretiempo de la peli.
–¿No había cierto snobismo cultural?
–No, no en esa época. Esa es una mirada del presente. Había cero snobismo. Se era más. Nadie decía que leía algo como una gran cosa. Hoy alguien se puede mandar la parte y decir que lee mucho. Pero mi mamá leía todo el tiempo, hacía las cosas de la casa con una novela entre las manos. Yo le preguntaba qué leía y me decía “no sé, no me acuerdo”. Era alguien que leía todo el tiempo. Una persona que toca el piano todo el tiempo, es cero snob, es otra cosa. La mirada actual aporta la idea de snobismo.
–¿Se perdió el relato de sociedad?
–Tengo la sensación de que todo era más creativo, pero nosotros no lo sabíamos: yo lo descubrí de grande. El padre de Joaquín (Gustavo Garzón) se rompe el alma para que su hijo estudie inglés, porque sabe que va a ser un arma para el futuro. Mi viejo quería que yo fuera doctora en Ciencias Económicas. Existía eso que se llamaba “el progreso”. Todos tenían metas, en lo artístico o lo intelectual. La pregunta ¿qué vas a ser cuando seas grande? tenía su peso. Los valores que se defendían eran abrir puertas y no cortar las alas. Me gusta la confianza de Roma, no sólo el amor incondicional, sino en su relación adulta con el hijo.
–La pregunta es cómo llegamos a este país...
–No podrían haber pasado más cosas. Se fue perdiendo la confianza en la historia, estamos en un país saqueado. Sistemáticamente, la gente confió en el futuro. Al perder la confianza, caímos en otro nivel de conciencia. Pasaron tantas cosas y tan fuertes. Estuvimos tantos años cerrados, quietos. Por eso ahora se entiende qué significaba la escuela, ahora que ya no hay. Ahora se entiende qué significaba que no hubiese trabajo, porque los chicos están desnutridos.
–¿Cómo se fue viviendo ese largo cambio?
–Mucha gente dio un paso al costado en los últimos años. Hizo la suya y en este momento tiene una necesidad de estar más cerca. Pero estamos muy agotados y nadie quiere meterse en algún partido político. Hay cansancio. Está todo empastado, hay como un enojo, una decepción. Falta mucho para que estemos unidos de alguna manera.
–¿Y el cine –o mejor, Roma– qué aporta?
–Cuando se logra una película y la historia funciona, puede ayudar a abrir cabezas. Pero no me doy cuenta en qué puede ayudar Roma. Sería medio soberbia. A mí me interesa la relación con ese niño. Un niño con cierta madurez, que escucha, que tiene un mundo interior. La mamá le dice cosas muy fuertes. Cuando su padre fallece ella le dice: “Tu papá no está en ningún lado, se murió”. Se lo dice con un lenguaje que entiende pero le dice la verdad. Aristarain está contando una historia particular de alguien que él conoce. Y yo tengo que actuar lo que no se dice.
–¿Dónde buscó su personaje?
–En mi propia humanidad, que es lo más cerca que tengo. Había mucha identificación con mi infancia. En mi madre naturalmente. Roma tiene un dolor oculto. No hace de eso algo exterior, no es una persona quejosa. Es una mujer que está reaccionando después del dolor. Dice algo que se decía mucho en esa época: “si fuera por mí me tiraba en un rincón y ahí me quedaba”. Pero ella tiene que seguir.
–¿Hay un dejo de nostalgia?
–Tal vez el personaje de Sacristán (Joaquín Góñez) tenga algo de nostalgia. El tipo se quedó enganchado con la madre. La película muestra este personaje en particular: de dónde salió y cómo llegó ahí. Algunos encontrarán el punto de atracción en la época, pero nadie valoriza el pasado por el pasado mismo.
–Una generación con el peso de la historia hacía cine de una manera, ahora una generación nueva cuenta otras cosas.
–¿No es lógico? Creo en la gente que sabe hacer buen cine. El tipo que hace una buena película y se manda El bonaerense, se manda con El bonaerense. Y Lucrecia Martel cuenta cosas muy particulares. Son cosas que pegan en un momento y algunos dicen “si pegó vamos por ese lado”. No podemos generalizar. Lo que pasa es que en este país uno no aprende haciendo cine. En otros países, de diez películas podés hacer dos o tres buenas. Acá tenés que pegar un gol cada vez que se entra a la cancha.
–¿Qué se pretende con Roma?
–Aristarain quiere contar una historia bien contada. La gran tragedia es poder meter estos personajes en una historia que él conocía. Es muy difícil sostener la atención, el trabajo de edición. Podés tener buenas escenas, pero el trabajo del director aparece sobre todo al final. Creo que en Roma Aristarain intenta conectarse más con los afectos.
–Todas las mujeres tienen personajes muy fuertes.
–Roma le dice en un momento a su marido, cuando están por ir al casino: “Vayan ustedes, eso es cosa de hombres”. Pero en realidad se aburre. No es de las minas que tiene que ir al casino con el maridito. Mi vieja hacía un programa con sus amigas y mi viejo con los suyos. Eran bastante independientes. A mí me gusta mucho el personaje de Carla Crespo, Betty, cómo escucha. Betty se queda en la casa de Joaquín, tiene relaciones con él en la casa. Y Roma lo sabe. En los ‘70 –unos años después de la época de la película– salir era otra cosa. Había gente que aparecía muerta. A mi casa venían todos: era mucho más seguro que salir a la calle. Yo me quedaba en mi casa con mis amigos. Y mis viejos sabían que si estaba en la cocina no entraba nadie. Cuando yo iba a la calle Corrientes, tomaba dos colectivos. Mis viejos se comían las uñas en mi casa, pero no me podían decir que no fuera.
–Cómo cambió la inseguridad, ¿no?
–Este es otro momento. Yo tuve la posibilidad de irme a vivir afuera, pero no me fui nunca. Ni en los ‘70, ni en los ‘80. Estuve en un ámbito natural. A fines de los ‘90 salí corriendo y ahora estoy acá. Y ya estoy grande, que sé que es otro momento y estoy parada en otro lado. A mí me pasó el tiempo de ilusionarme con las personas. Pero tengo conciencia de que es otro momento histórico y hay que estar acá.

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Después de grandes éxitos en cine, Pecoraro se recluyó un tiempo en La Pedrera, Uruguay, cansada de “guardar apariencias”.
 
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