ESPECTáCULOS

Para honrar su nombre, “El Deseo” propone todo tipo de calenturas

En la línea de Resistiré, la novela plantea un universo cerrado y poco realista, con sexo ocasional, infidelidad y cambio de parejas.

 Por Julián Gorodischer

El mundito de El Deseo, como el de Resistiré, es un lugar horrible, pero sus criaturas también mantienen viva una esperanza: coger. Lo que llega no es la voracidad sexual de la araña pollito Romina Ricci, pero sí la de su doble Antonia (Vera Carnevale), más rellenita y trompuda pero igualmente perversita cuando se proclama virgen hasta el matrimonio y corre a encamarse con el bohemio del pueblo, el Flauta (o Luis Luque). Otra vez, como pasó en el 2003, los segundos eluden el marco del elenco soporte y tiran todas sus fichas a narrar una mitología de otra vida posible, con calentones que pasaron los cincuenta (los dueños del spa de aguas termales), y personajes que reivindican el nombre debido para cada cosa. “Por más paja que te haya hecho en el auto, no me presiones”, dice la niña rica de El Deseo a su novio Máximo (Claudio Quinteros). Ya se anticipa un enigma ligado a la muerte de bebés, un tirano de rostro afable (Dalmiro, por Daniel Fanego) y una recién llegada que revelará el misterio (Carmen, por Natalia Oreiro). Pero hay lugar también para otra cosa: una utopía sexual por fuera de toda dimensión moral, un mundo más libre que el de las propias calles.
Esta utopía se basa, como su precursora, en el fin de los términos morales: aquí hay ricos y pobres, villanos y héroes para definir dicotomías, pero el sexo es democrático y los abarca por igual. Eso sí: aquí se eluden los tópicos de la ambigüedad que sobrevolaron a Lupe, Andrés y Mauricio en Resistiré, para centrarse en el nuevo grito de la temporada: la construcción del minón para el lucimiento visual de Natalia Oreiro. Ella es una mezcla de acróbata y stripper recién emigrada desde la Capital, que ya les dijo que no a los avances de un ex jefe bisexual-confundido, y renunció a su trabajo para no reducirse a ser “objeto”. Ahora quiere encontrar una herencia que la salvaría, pero también se topará con tres galanes, que ya quedaron deslumbrados al paso de la bomba sexual: flaquísima, platinada y todo el tiempo marcadita.
Llega la primera ruptura para ahuyentar el fantasma de continuidad de una saga: allí donde la tira de Pablo Echarri abrió su espacio a las voces de la diversidad (el gay, la infiel, el sátiro), El Deseo prefiere acotarse a un único punto de vista: el de las chicas que pasan al frente, para distanciarse –según decía Natalia Oreiro– de la heroína romántica clásica. Entonces, Carmen probará con los tres y no se quedará con ninguno, en inusual aparición de la comehombres en la novela. La acompaña Antonia –la hija de los dueños del spa–, que posterga a su novio-galán para encamarse con el Flauta, viejo, bohemio y venido a menos. Aquí no rigen los mandatos de la que espera, y se escucha el consejo particular de la dueña del spa (Mercedes, por Soledad Silveyra) a su nenita, síntesis perfecta de lo que se vio y lo que se viene: “Desnudalo... pero con sexo fuerte”.
Como en Resistiré, en El Deseo no existen los pares monogámicos estables. Este es el reino de los triángulos de infieles. Dalmiro y Mercedes, los dueños del spa, viven un eterno flirt pasados los veinte años de casados, comandan los destinos del pueblito y nunca se quedan con las ganas de probar algo más: acaban de abrir las puertas a un tercero. Javier (Daniel Kuzniecka) es periodista y llega de la gran ciudad a contar la historia de El Deseo. “¿A dónde querés llegar, Dalmiro?”, le dice Mercedes al marido, después del halago desmedido al recién llegado. Ella misma, que se define como “esposa perfecta”, acosó al muchacho en un pasillo: “Quiero hacer lo que estás pensando”, con la mirada fija y el cuerpo encima. El periodista, sin embargo, prefiere a Natalia Oreiro, siempre con la mini por arriba de los glúteos.
Así todo el tiempo. El Deseo podrá tratar de redimir a un género con la gravedad de sus monólogos poéticos, su imagen refinada y su enigma del tipo Twin Peaks sobrevolando, pero compensa con pura química instantánea.El pueblo ni figura en el mapa, pero promete otro modo para establecer vínculos: conocerse es empezar a rodar por el piso (Natalia Oreiro y uno de sus galanes), besarse apasionadamente (Natalia Oreiro y otro de sus galanes). O ficharse en la calle e iniciar una tournée que no se sabe bien cómo terminará (Natalia Oreiro y su último galán). El Deseo expuso desde el vamos sus pretensiones de hijo bastardo de Las alas del deseo con su protagonista volando como acróbata de circo “para despegarse de los seres comunes”, y adelantó una vocación alegórica que quiere ver en el pueblo metáforas de la Argentina insegura. Se llenó de planos cinematográficos y reclutó elenco de teatro para acatar los dictados de “las telenovelas para los que no las miran”, pero se hace interesante en otra zona: donde sus criaturas reconvierten el lenguaje de una tira.
“Si estás caliente, cogete a una negra”, le dice el dueño del spa a su propio yerno. El rubio se lo toma en serio y arrincona a la mucama contra una pared, en extensa toma del jadeo de parados, como corresponde a un producto Belatti y Segade: nadie se aguanta. El Deseo podrá ser cualquier cosa (moroso, ambicioso, repetido), pero milita por fuera de cualquier pretensión de realismo, para que la ficción se libere de ataduras y cuente sobre ese pueblo de la provincia de Buenos Aires con policía corrupta y un papimafi rigiendo los destinos de todos, pero con una infrecuente libertad sexual. Las comparaciones son odiosas, pero sirven. Si en el 2003 hubo una reina del pete (Tina Serrano), ahora la TV regala a la ninfómana y a los dos viejitos piolas. ¿Quién da más?

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Máximo (Claudio Quinteros) sufre a una niña rica algo perversa.
 
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