ESPECTáCULOS › LA VIGILIA EN LA CASA DE SANDRO, UN ESPECTACULO INOLVIDABLE

Todo sea por cantarle al Gitano

Más de seiscientas personas esperaron durante días el cumpleaños del cantante, que las recibió por tres minutos a cada una en su casona de Banfield. El lugar se convirtió en un desfile de fans, imitadores, vendedores y curiosos, un fenómeno único.

 Por Julián Gorodischer

Las Nenas se entusiasman: faltan unas horas para concretar el sueño. El Gitano las recibirá en su casa, les dará un beso, posará con ellas para la foto de rigor. Se emocionan de antemano: “¿Sabés lo que es esto?”, dice Luisa Paz, la poeta. “¡Tocar el cielo!” Las fans de Sandro viven la misma odisea cada año: hacer la cola durante quince días y pasarse las noches en vela, o durmiendo de a tres por bolsa, de a cinco por auto, para llegar al día D –el 19 de agosto, su cumpleaños 59– con un buen lugar en la fila. Son más de 600 mujeres (casi todas de más de 40) y unos cuantos imitadores dando vuelta a la manzana por la calle Beruti, en Banfield, pero saben que sólo las primeras quinientas tendrán suerte. Sandro les abre las puertas de su fortaleza, rompe el misterio pero sólo hasta el zaguán, y ellas conceden esperando como estacas detrás de la valla para combatir a los colados. “No nos mueve nadie hasta mañana”, dijo una en la víspera. “Amanecerán cadáveres”, advirtió la apocalíptica que leyó el pronóstico: madrugada de dos grados bajo cero y lluvia.
Sin colados a la vista, Las Nenas (así bautizadas por el ídolo) se relajan. La que viene, ondulante, es Lili Mariscal, o la Capitana, una que –según dice– es “la loca que inventó esta fiesta”. Y es, además, la pastelera que hizo el bizcochuelo de quince kilos que tiene su nombre estampado, más grande que el de las otras. En 2001, Lili no pudo entrar a la casa, cuando un malón la pasó por encima y terminó en el hospital con una costilla rota. “Ahora, con la entrega de numeritos, es todo más prolijo, sin desbordes”, dice. Lili, la pionera, se casó en Villa Lugano un día en que Sandro cantaba a unas cuadras en un club de barrio. “Chicos, bye, coman la torta sin mí”, gritó ese día y se fue de su propia fiesta. Volvió a las cuatro, con todos dormidos y la torta sin tocar. Idéntica al manjar que sintetiza, treinta años después, el sacrificio. “Tiene 59 huevos, uno por cada año del Gitano. Se la voy a entregar de rodillas; se lo prometí a la Virgen para que lo curara.”
Esta mañana, el primero de la fila (Rubén Darío) no aparece por ningún lado. La verdad, cuando irrumpe, es de melodrama: acaba de abandonarlo su pareja, y se fue deprimido a encerrar a un hotel de Lomas de Zamora. ¡Vayan a buscarlo!, gritan. El pobre esperó como un zombie durante catorce días, sin pegar un ojo, escuchó a los imitadores, compró rosas y almanaques para alimentar la pequeña industria de la zona. Su deserción no es justa. Pero no hay tiempo para lamentar las bajas; llegarán apenas los mejores. Y, en los tres minutos a solas, alguna irá por el piquito. “Es el sueño de máxima”, dice Luisa. “Basta con pedírselo pero temblás, te quedás quieta, te trabás.” A la japonesa que se animó, le adjudican un romance. Y también a Julia, una fan mítica que se coló en la filmación de Gitano. “Pero lo de María Martha Serra Lima es mentira” dice Ana Suárez, de Mataderos. “Es cosa de ella.” “¡Ssshhhh, basta!”, interrumpe Liliana. “Respetemos a María Elena (la esposa de Sandro). Nosotras somos sus nenas pero ella es su mujer. Y hasta nos trae facturas por la mañana.”
Pasado el mediodía afloran los imitadores, excitadísimos amateurs que comparten unos pocos rasgos: patillas, pelo negro teñido, ojeras y un temblor continuo que se agudiza cuando cantan. Ellos les alegran la estadía, las nenas les dan sobras de las viandas. Ellos hacen pucherito y dicen: “No doy más, dame una mano”; las nenas los promocionan. José Juárez, de riguroso falso smoking, tiene un lema: “Soy madera que ya no se enciende” (de Dame fuego). “Quiero una oportunidad; vivo en un rancho. Con lo parecido que soy, me estoy perdiendo una mina de oro.” Pero José es tímido y sabe que, en minutos, cuando se abra la puerta, y cuando Sandro salga al podio a saludar, le pasará lo mismo que otros años: parálisis facial, balbuceo y llanto. A Roberto Roque, otro imitador, no le pesa tanto el ídolo. “Hago bingos, fiestas, casamientos. Saco 200 pesos por show.” Pero el más suelto es el Pinta, alias “el avivado”, al que el propio Sandro le regaló su smoking por su condición de veterano. “Las chicas se vuelven loquitas”, susurra como un latin lover sin prontuario de noches a solas.
Cuando la cola empieza a avanzar, la evangelista decreta el milagro. A Luisa, la poeta, le da por recitar: “Nuestro sueño acariciado desde niñas. Te amo, te amo...”. Las nenas nunca precisan el fanatismo, como sí hacen sus pares más jóvenes. No les entusiasma confesar el ratoneo y hasta desmienten el asunto de las bombachas. “Eso es de las nuevas que quieren llamar la atención; una verdadera fan es espiritual”, dice Karina. Nunca aclaran si las toca o lo tocan, si desearían ser elegidas por él y desplazar a la esposa, si existen las amantes, las elevadas a categoría VIP. “¡Shhhh!”, salta Liliana, cada vez que una está por animarse a hablar de más. Lili Mariscal, por ejemplo, repite mucho la palabra culo: se cayó de culo, tiene una foto de Sandro estampada en el culo, le pegaron en el culo. Y a Liliana no le gusta que esas formas se asocien a una fan. “Vos, ¡ni una mala palabra, eh!”, advierte al cronista.
Se multiplican los vendedores: fotos, almanaques, lucecitas, abanicos, rosas rojas y hasta tangas con firmas de Sandro falsificadas. Las Nenas no pagarían un centavo, pero los vendedores no desisten. Ellos mismos, con su presencia, rinden un tributo. “El Maestro me dijo: ‘Fuerza Oscarcito, la vida te espera con tus rosas’”, dice Oscar. No le compran, pero él hace su show. “La mejor rosa para la mujer, y para el travesti también”, con la convulsión obligada y la mano en la entrepierna. “¡Ssshhhhh!”, repite Liliana. A punto de entrar, ya no importa nada. Luisa confiesa que durmió en una misma bolsa con Martita y Raúl (“para calentarnos”), pero no le importa lo que piensen. Liliana, viuda, se siente algo liberada sin objetor para su pasión. Karina, empleada en una escuela, sólo piensa en acumular fotos para los nenes. Y Rubén Darío, el desertor enamorado, ¿estará bien? “Ahí viene”, avisan. Como un peregrino, camina extraviado por Beruti, con su propia vida en impasse, aunque sea sólo por hoy. “Obsesión, ¿qué obsesión?”, corrige la poeta, inspirada hasta el final. “Yo le digo de otro modo: es una cosita loca llamada amor.”

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Ni la lluvia ni las temperaturas bajo cero logran dispersar a la multitud que espera al ídolo.
 
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