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Viernes, 20 de agosto de 2004

FOTOGRAFíA

El dolor y el encuentro

Fue realizando un ensayo fotográfico que Alicia Perganeda descubrió, agazapada tras la enfermedad del cuerpo de su madre, otra dimensión: la del dolor. Esa misma comprensión la guió para llegar a “Mamá me duele”, la muestra que está presentando por estos días y gracias a la cual aprendió otra manera de mirar a su madre.

 Por Soledad Vallejos

En el inicio, hubo un descubrimiento que pudo haber paralizado pero que por algún motivo luminoso terminó, en realidad, convirtiéndose en una brisa capaz de abrir los ojos. En las horas en que prefería olvidar que lo suyo era escribir las palabras que iban a parar al río que puede ser un canal de noticias, Alicia Perganeda se entregaba perdidamente a las imágenes que no tienen sonidos o, mejor dicho, a las capaces de evocar los sonidos del mundo valiéndose apenas de luces y sombras. Tomando fotos, revelándolas, recorriéndolas cuando ya eran escenas capturadas sobre trozos de papel, Alicia se dio cuenta de que tenía “imágenes recurrentes” sobre su madre –aun cuando su madre fuera el tema primero de las indagaciones–, y los meses que siguieron se encargaron de hacerle ver cuál era, en ese cuerpo, la presencia que tanto la inquietaba: “el dolor y la enfermedad de mamá”. Fueron esos, precisamente, los instantes que se recortaron solos sobre el fondo de retratos domésticos, apurados, cotidianos, y los que dieron forma a “Mamá me duele”, el ensayo fotográfico que por estos días Alicia está mostrando en el Centro Cultural Sur (Caseros 1750), un espacio “medio periférico, porque yo también soy periférica: la intención no es encontrar luces rutilantes, sino algo más íntimo, quiero que haya una cuestión de complicidad”.
Una mujer se aleja flanqueada por los restos de la tarea del día. No parece haber gloria en el gesto con que abandona las cercanías de la cámara para sumergirse en una oscuridad que la distancie de la ropa tendida en el aire, fantasmas derrotados entre paredes blanqueadas a la cal. Con sus cabellos cortos y sus faldas largas, es la misma que sentada a la mesa –en una soledad que podría jurarse absoluta si no fuera porque el registro del momento funge de desmentida inquebrantable–, se toma la cabeza con hastío. Son esos registros cotidianos del sufrimiento colgados de las paredes de una casona (deliciosa en su decadencia única) en los límites de la ciudad los que pueden transformar una tarde de lluvia en el encuentro con las preguntas que alguien se hizo cuando descubrió que aquello con lo que creció, que aquello que la acompañaba cada día desde que tiene memoria, tal vez no fuera tan habitual.
–No sé por qué la fotografía fue como una descubrimiento, como una necesidad. Una después se da cuenta de que así es como te surgen las pasiones: como vómitos, como cosas que salen de las entrañas. Un día agarré una cámara, saqué fotos, me dijeron qué bueno, y me entusiasmé. Vas buscando caminos, y así llegué a darme cuenta de que quería hacer ensayos fotográficos. El tema siempre fue mi mamá. Al principio era mi mamá enferma, pero después me di cuenta de que la enfermedad de mi mamá (una artritis reumatoidea, una enfermedad deformante y progresiva) me impedía ver más allá. Si podía traspasar ese velo de la enfermedad, atrás había un dolor que es muy tabú, un manto de soledad, de silencios que en general no se ven en las rutinas, en las cosas cotidianas, y menos si las tenés cerca desde chica. Son gestos que das por naturales y que no lo son, en realidad. Yo creo que la fotografía me reveló a mí, descubrí que es una forma de encarar el mundo el verla como parte de tu vida. Porque llegar a hacer un trabajo como éste es fortísimo, pero vale la pena, hay que tener un poco de valor y sumergirse.
A veces, tener algo para decir puede no ser más que el efecto colateral de haber forzado una pregunta con la fe suficiente como para que la respuesta tome la forma de un bálsamo. Alicia creció, como cuenta en el texto que -junto con el del fotógrafo Marcos Adandía, su docente– abre la muestra, con tres hermanos que –como ella– vieron desde pequeños a una madre cercada por un dolor creciente, “descubro que no registro a mamá sin dolor, que recuerdo sus llantos a escondidas más que sus caricias”. Fue de adulta –y gracias a las fotos– que empezó a pensar que el cuerpo con dolor, el cuerpo como impedimento y como amenaza constante de la vida, ese cuerpo que conoce desde niña, podía ser algo más. “Pasa con las noticias, que de tanto ver policiales todo te parece normal y nada te asombra. Cuando todos los días ves que tu mamá llora y que le duele, te parece que es normal, pero un día me di cuenta de que no, que la gente no necesariamente tiene que tener tanto dolor.” Con la mirada desanestesiada, Alicia vio a su madre desde otro lugar, y desde allí empezó a tejer otras redes, en las que lo jerárquico que necesariamente organiza las relaciones familiares se desvaneció para que apareciera un encuentro.
–En el principio de estas fotos, en una etapa como prehistórica de este ensayo, ella hacía desnudos, fotos posadas. Pero ahí me di cuenta de que estaba demasiado presente la deformidad de la enfermedad, y sólo por eso no quedaron esas fotos. La aceptación de mamá fue total, desde el principio, le dije “quiero hacer fotos”, “dale”, “¿te ponés?”, “sí”. Siempre lo tomó muy bien, y está muy orgullosa de esto. En una parte, siente que sirve para algo, que su enfermedad y su dolor sirven para algo. Creo que, en el fondo, es como un consuelo. ¿Viste que mucha gente religiosa, con fe en Dios, busca el para qué? Me parece que las fotos, en este caso, fueron un buen motivo, una buena justificación, un “no fue para nada, sirvió, esto está generando”. Sirve para pensar, para reflexionar, para emocionarse, es difícil, pero es así, yo lo veo así. ¿Viste que siempre la necesidad ante lo inexorable es que haya sido para algo? Es que las cosas son, y punto, pero el que lo sufre necesita algo más. Mi mamá, por ejemplo, cree en algún punto en un plan divino; a mí, en cambio, la foto me sirvió para encontrar a mi mamá.


La cama tendida en una habitación en penumbras en la que todo es difuso excepto un cuerpo; ese mismo cuerpo transformado en una sombra blanca que se niega a perderse en una sombra oscura; un par de chinelas compartiendo los pies de la cama con un par de zapatos y los rastros de unas piernas en movimiento; una mujer que –nuevamente– se aleja por una calle sobre la que ha llovido y en la que la acompañan el paraguas, el bolso y un impermeable. “La gente –decía Alicia– no necesariamente tiene que tener tanto dolor”, y sin embargo ese recorrido de imágenes, que pueden tornarse luminosas, no habla de otra cosa que de una comprensión que sólo puede existir gracias al dolor. El sufrimiento de un cuerpo, el sufrimiento de esa mujer menuda de mirada huidiza y cuyas manos sólo dejan de crisparse cuando se encuentran con un bebé, eso es lo que, en este caso, guió una mirada. Fue precisamente la desesperación, la necesidad de cruzar las fronteras que la piel puede interponer al contacto lo que obsesionó la cámara de Alicia, que para encontrarse con su madre como hija debió someterse a las rutinas del registro, y que antes de llegar a compartir el trabajo de casi seis años se convirtió ella misma en madre. Porque -curiosamente– Alicia sólo pudo encontrar el lugar que sentía cómodo después de haber tenido a su bebé, “el C.C. Recoleta es como un laberinto, la sala del San Martín tiene mucho de pasillo, no quería un lugar de paso, necesitaba algo más íntimo, y terminé encontrando este lugar justo cuando había nacido mi hijo”. Por eso, dice, ahora está atravesando una suerte de doble puerperio, uno por su niño y otro por esta muestra que ahora disfruta porque “antes estaba adentro mío y ahora puedo compartir”.
–Es bueno que alguien te cuente que pasó a ver las fotos y te diga “me sirvió verlo”. Es que hablar siempre sirve, y la fotografía es una forma de hablar. Es como tirarse a la pileta: una vez ahí, hay que nadar. Hay que hacerse cargo, ¿no?.

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