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Viernes, 20 de agosto de 2004

TALK SHOW

Perfume de mujer

 Por Moira Soto

Hasta llegar a las chicas perseguidas por zumbantes motosierras o a la Drew Barrymore de Scream, muchas son las que se han desgañitado en la pantalla, pero ninguna con los suficientes decibeles como para arrebatarle a Fay Wray, objeto –objetito, si se miran las proporciones– de amor de King Kong, el título de reina primera del grito. La actriz, que murió silenciosamente la semana pasada en su departamento de Manhattan, antes de enamorar al gran gorila estuvo en comedias y westerns, incluso hizo papeles destacados bajo la dirección de Erich von Stroheim (La marcha nupcial, 1927) y Josef von Sternberg (Thunderbolt, 1929). Amén de varias delicias de chico presupuesto y grandes ideas como Doctor X (1932), The Vampire Bat o The Mystery of the Wax Museum (ambas de 1933), películas en las que tuvo que vérselas con el ominoso Lionel Atwill, en la última como embalsamador ansioso por sumergir a la bella de rostro perfectamente ovalado en un baño de cera ardiente, a fin de convertirla en la obra maestra de su museo de cera. E incluso previamente a la pieza maestra inspirada en El mundo perdido de Conan Doyle y también en un episodio de Los viajes de Gulliver de Swift, Fay Wray trabajó con el director Ernest Schoedsack en otra joya, The Most Dangeorus Game (1932), encarnando a Eve, la chica que huía del malvado en traje de soirée que se le iba desgarrando a través de una jungla de estudio.
Después de King Kong (1933), Fay Wray prosiguió en el cine una discreta carrera que fue perdiendo intensidad en los ‘50, actuó en Broadway, hizo algunas cosillas para la tele. Y aunque fue una intérprete dúctil, nunca pudo quitarse de la frente el sello de novia (forzada) de Kong. Es que después de hacer una película que se adentraba en los dominios del inconsciente, y de despertar el amor completamente loco de un mono gigante, todas las otras producciones palidecían hasta casi desaparecer.
La creación del artista Willis O’Brien, diseñador de mundos perdidos y especialista en trucos poéticos, filmada por Schoedsack y Merian C. Cooper, tiene un prólogo que nos enrostra la más cruda realidad –la etapa de la Gran Depresión en un barrio de Nueva York, con filas de desocupados– para después embarcarnos en una dimensión onírica, en un sueño que nos hace soñar, al tiempo que reflexiona sobre ese sueño llamado cine.
Ann, una joven que acaba de perder su trabajo, se roba una fruta de un puesto cuyo dueño alcanza a sujetarla de un brazo mientras ella grita. Escena que ve un director que la ayuda a salir del brete y la contrata para su próxima película. Ella acepta, se toman un buque y el cineasta la hace ensayar gritos y gestos de miedo. Llega a una isla que no está en los mapas y encuentran una tribu primitiva que ofrenda muchachas a un enorme gorila. Ann –a los gritos– es entregada a King Kong, que queda flechado en el acto. La tripulación intenta rescatarla entre paisajes de Gustave Doré y animales fabulosos. Kong, en una escena que fue censurada y luego recuperada, le quita la ropa a Ann (que no usa corpiño) y luego se huele, intrigado, los dedos... Desde luego, hay un galán que salva a la chica y lo que queda del grupo de viajeros regresa con el gorila dopado y encadenado para exhibirlo como freak. El monstruo enamorado rompe las cadenas en el teatro, busca entre los rascacielos a su amada gritona. Atrapa a algunas mujeres, las olfatea y las tira. El sólo quiere a Ann, y por fin la encuentra y escala con ella esa “erección del nuevo imperio” (según el crítico Roger Dadoun), el Empire State Building. Atacado por avioncitos, Kong muere por amor, se deja ametrallar para protegerla a ella. ¿Dónde, en qué película iba a conseguir Fay Wray un pretendiente de estos kilates? Los chistes acerca de que KK no podría haber hecho nada con ella sólo denotan falta de imaginación.

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