ESPECTáCULOS › CON “EL PERRO”, CARLOS SORIN VUELVE A LAS RUTAS PATAGONICAS

Nuevas historias mínimas y sureñas

El director de La película del rey sigue fiel a su paisaje predilecto y hace de la historia de un desocupado y su perro una road movie criolla.

 Por Horacio Bernades

“¿Quieren comprar, muchachos?”, pregunta el hombre, mostrándoles unos cuchillos artesanales a unos operarios de la zona, que se arriman a verlos durante su hora de descanso. “Miren que son hechos a mano, vean qué lindo el mango”, arrima sin demasiada convicción. Cuando dice el precio, todos salen corriendo: la cifra equivale a varios días de trabajo. No se le ve mucho futuro con sus artesanías a don Juan Villegas. Y es que el hombre no sabe muy bien para dónde disparar, desde que cerró la estación de servicio donde trabajaba, en medio de la Patagonia. Cuando todo parece perdido, su posibilidad de supervivencia –hasta su lugar en el mundo, se diría– vendrá de la mano, o de las garras más bien, de un enorme perrazo, que más que amarrado de una cuerda parecería haber caído del cielo, como de milagro.
La película posterior a la premiada Historias mínimas –uno de los films argentinos de mayor proyección internacional de los últimos años– parece haber surgido enteramente de uno de los episodios de aquélla, posiblemente el más logrado del film anterior de Carlos Sorín. Con ligeros ajustes de raza canina y personaje humano, y manteniendo la misma desolada localización santacruceña, El perro parecería, de hecho, una suerte de extensión de aquella historia mínima, en la que un humilde hombre de la zona daba la sensación de encontrarse a sí mismo gracias a la compañía de un pichicho. Aunque no se trata ahora de un pichicho precisamente, sino de un flor de mastín. Un dogo tan blanco como un fantasma –raro fantasma musculoso– que parece comprender a su nuevo dueño mejor que su propia hija, demasiado nerviosa y hacinada como para no regañar a su padre casi tanto como a sus hijos.
Más que comprenderlo, Bombón le obedece. Sí, este dogo se llama Bombón, nombre más apto para un caniche toy o algo así. “Con ese nombre, debí haberme imaginado que este perro era trolo”, se queja el dueño de una hembra a la que Bombón debería servir, pero fracasa en su empeño. “Falta de libido sexual”, diagnostica un veterinario. Pero el perro es de buena cuna y está para campeón. Con lo cual podría llegar a salvarle la vida a don Juan, que lo recibió como retribución por una gauchada, de manos de la viuda de un criador de la zona. Apostando nuevamente al minimalismo de historia, anécdota y peripecias, y trabajando sólo con actores no profesionales, Sorín logra que la corriente de empatía entre espectador y personajes jamás se interrumpa, probando una vez más su ojo infalible para encontrar actores allí donde parecería no haberlos.
Juan Villegas hace de Juan Villegas, y otro tanto ocurre con Walter Donado, amaestrador de fieras salvajes a quien el realizador conoció trabajando en publicidad y que es todo un hallazgo aquí en su papel de entrenador de dogos. Hay una perfecta complementación entre Villegas –que ni en los peores trances abandona su semisonrisa, casi oriental de tan amable– y el titánico Donado, gigantón como de dos por uno, que es como una fuerza de la naturaleza y da un personaje muy poco frecuente en el cine argentino: el grandote huracanado. Recordando al Victor McLaglen de los westerns de John Ford, en este southern de Sorín Donado encabeza una memorable trifulca en un bar, de ésas en las que un tipo revolea sillas y trompadas, con varios otros colgándole de los brazos. No se luce menos Bombón, duro de bajo perfil que lleva su impotencia sexual como si nada. Hay que ver a esta blanca masa de músculos, silencioso y bien erguido en el asiento del acompañante, sentado al lado de don Villegas en la camioneta, para adivinar una de esas amistades que no saben de traiciones. Apostando a la máxima sencillez, generando una corriente de calidez que se sostiene sobre todo en el detalle humorístico (una levantada de pata inoportuna, algún chiste, la sorpresiva aparición del inefable distribuidor cinematográfico Pascual Conditto como secundario), abusando de la música como generadora de emoción y dejando la misma sensación –agradable pero leve– de Historias mínimas, en El perro Sorín perfecciona el modelo de aquélla. Mientras allí una apuesta de mínima (narrar apenas momentos en la vida de personajes condenados a ser secundarios) se chocaba con un enfoque de máxima (contar tres historias simultáneas, como quien quiere obtener conclusiones generales), esta vez Sorín ajusta el foco y logra, finalmente, observar a sus personajes a la misma altura, ya no como una suerte de ojo que todo lo ve.

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El bueno de Juan Villegas se pasea orgulloso con Bombón, un dogo blanco como un fantasma.
 
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