ESPECTáCULOS › CARTAS DE PARIS, PROMISORIO DEBUT DE JULIE BERTUCELLI

Un mundo hecho de ausencias

Con una dramaturgia de estilo chejoviano, la directora francesa posa su mirada minuciosa sobre tres generaciones de mujeres georgianas sumidas en una realidad construida con mentiras.

 Por Luciano Monteagudo

“Cada uno para sí, y el capitalismo contra todos.” Esa parece ser la consigna del día en Tbilisi, la capital de Georgia, que alguna vez fue la cuna de Stalin. La anciana Eka (Esther Gorintin, inolvidable protagonista de Memorias/Voyages, el gran film de Emmanuel Finkiel) no se resigna a los tiempos que corren. Francesa de nacimiento, supo ser la orgullosa esposa de un hombre nuevo soviético y, aunque nadie le cree demasiado, afirma que cuando mandaba el comunismo el correo nunca fallaba. Y Eka depende mucho, angustiosamente, del correo. Se la pasa esperando noticias de Otar –su hijo varón, la luz de sus ojos– que decidió buscar un horizonte mejor en París, incluso como albañil, a pesar de su título de médico. Al fin y al cabo, en Georgia no parece que haya mucho para hacer. Si no que lo diga Marina (Nino Khomassouridze), la hija de Eka: a pesar de su diploma universitario, malvive vendiendo antigüedades en una feria y esperando que un billete de lotería cambie su suerte gris. A pesar de su juventud, a Ada (Dinara Droukarova) no le va mucho mejor. La bella nieta de Eka, sin embargo, parece haber encontrado un refugio en la literatura y devora la vieja biblioteca de su abuela, repleta de clásicos en francés. Claro, siempre y cuando no la sorprenda uno de los habituales cortes de luz.
La rutina de las vidas de estas tres mujeres encuentra en la directora debutante Julie Bertucelli –formada como asistente de Krzysztof Kieslowski, Emmanuel Finkiel y el georgiano Otar Iosselliani, quien la inició en las singularidades de su tierra– una observadora privilegiada. Pareciera que nada escapa a los ojos de Bertucelli, que registra minuciosamente las pequeñas manías de sus personajes y que va dejando que el tiempo transcurra, sin prisa, cargándose de sentido, como si hubiera decidido para su película adoptar la dramaturgia chejoviana y hacer una versión libre de Tres hermanas, con ese melancólico mundo provincial a la espera de noticias de la gran capital.
El de Cartas de París es un mundo sin hombres. O están lejos, como Otar, o no cuentan para nada, como el que tiene a su lado Marina, una sombra triste, que ni siquiera ella respeta. Pragmática, Ada da la impresión de haber resuelto el tema: ni siquiera piensa en la posibilidad de un novio. Pero paradójicamente, sobre esa ausencia de hombres, alrededor de ese vacío masculino se construye la película. Cuando Marina y Ada reciben la noticia de la muerte de Otar, en un accidente, deciden ocultárselo a Eka. ¿A su edad, para qué amargarle la vida?, piensan. Total, basta con seguir escribiéndole esas cartas esporádicas que Eka espera como el agua y que le hablan de una ciudad que Ada puede reconstruir a partir de sus lecturas.
La mentira estructural –la de un comunismo que se decía triunfante, la de un capitalismo que promete cínicamente modernidad y eficiencia– cala hondo en la conciencia de los individuos. Y Marina y Ada piensan que le pueden mentir a Eka, que es por su bien. Pero Eka sabrá llegar por sus propios medios a la verdad, aunque su vida esté hecha de ausencias: la de Otar, la de Stalin...
Más allá de un final un tanto esquemático, Cartas de París tiene la virtud de profundizar en sus personajes, de dejar que crezcan a la vista del espectador. Las tres actrices son estupendas, pero sería una injusticia no destacar la sutileza de Mme. Gorintin, la columna vertebral del film. Gorintin nunca se vale de su edad (90 años) para seducir al público. Por el contrario, prefiere más bien una presencia seca, un tono opaco, para que cuando llega el momento de brillar –como en esa escena en la que se da el gusto de fumar un par de cigarrillos– su luminosidad sea realmente intensa.

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Esther Gorintin, la recordada protagonista de Memorias/Voyages, vuelve a brillar en Cartas de París.
 
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