ESPECTáCULOS › ARRANCO EL GESELL ROCK

Contra la muerte, el rock tiene vida

En medio de un gigantesco operativo de seguridad, el festival elabora el duelo.

 Por Cristian Vitale

Una memoria al paso detecta que al menos de veinte años a esta parte fueron muy pocos –poquísimos y aislados– los espectáculos de rock en lugares abiertos en los que hubo que lamentar alguna víctima fatal o incidentes de peso. Y además por factores diversos: el caso Bulacio, los dos chicos que murieron electrocutados en un show de Divididos, en fin, la lista no se alarga mucho más. Pero el efecto Cromañón, lugar cerrado, peligroso e inflamable, parece haber borrado ese cálculo de la mente de organizadores, funcionarios y hasta de algunos músicos. La fecha de apertura del Gesell Rock, el jueves, redundó en un despliegue de seguridad y prevención nunca visto en la historia del rock argentino: barreras infranqueables de policías cachando a todo el mundo –a todo el mundo– en las puertas, autobombas, guardia de bomberos, cámaras del 9, 130 efectivos de policía –entre carros de asalto con personal de Infantería, patrulleros, Policía Montada, brigada de la DDI– hasta ¡servicio nocturno de guardavidas en las playas! ¿Es necesario semejante despliegue?... ¿qué tiene que ver el autocine de Villa Gesell –un lugar abierto, con condiciones de seguridad casi “naturales” como River, como Ferro– con el antro de Cromañón?
Una prueba más de la confusión que ha generado cierta prensa arbitraria y tendenciosa, que se ocupó del rock recién después de la tragedia, sin conocerlo y por ende arrimando sutilmente a Cromañón con los miles de recitales que se organizaron –inclusive multitudinarios, inclusive pirotécnicos– en lugares abiertos, en lugares poco peligrosos, y que terminaron una y otra vez en fiesta. Los ejemplos son miles y redundaría mencionarlos. En rigor, evitar que ocurra otra vez Cromañón es menos complejo, mucho menos mediático, mucho menos represivo y paranoide. Y hablando de paranoias: cuando comenzó el show de Bersuit, desde el escenario se encendió, como siempre, la máquina de humo y un par de miembros de la Cruz Roja preguntaron muy preocupados qué estaba pasando.
Gran parte de las 9 mil personas que asistieron a la primera –y fría– jornada del Gesell Rock, con excepción de siete u ocho padres que visitaron un “tour” por el lugar para verificar sus condiciones de seguridad, entendió de qué se trataba. No sólo que a ninguno, obviamente, se le ocurrió encender nada parecido a una bengala, sino que la silbatina se hizo cada vez más ensordecedora (acompañada del clásico cántico “el que no salta es militar”) cuando, al final de cada set, entre banda y banda, la voz en off grabada de un conductor de Rock & Pop hartaba repitiendo las “normas de seguridad” con que contaba el predio. Una síntesis de todo esto fue lo que percibió Gustavo Cordera cuando, promediando el set de Bersuit Vergarabat que le puso moño a la noche, leyó una especie de manifiesto colectivo. “La verdad es que no vinimos con muchas ganas de subirnos al escenario, pero cuando vimos que gran parte de la sociedad argentina se estaba aprovechando de nuestros muertos para salir a la caza de brujas y terminar con este movimiento que se llama rock nacional, cerrando todo boliche y lugar para que las bandas nuevas no puedan tocar, nos decidimos. Hay que poner el pecho y llevar esto adelante. Por la memoria de todos los caídos, aguante el rock”, dijo el Pelado como previa de Pacto para vivir. Tampoco eludió el verdadero motivo de la muerte. “Todo lo que sea de fabricación militar, no es buena onda.”
El sentimiento explícito de Bersuit por los muertos de Cromañón se trasladó directamente a la música. El repertorio fue casi el mismo que ofrecieron en las últimas grandes presentaciones (infaltables Pornostar, El gordo motoneta, El tiempo no para, La bolsa, Yo tomo, Coger no es amor, Otra sudestada, El viento trae una copla), pero a casi todas las canciones les bajaron más de un cambio. Hasta la festiva Cachaca fue interpretada bien abajo. Fue un set calmo, para un público melancólico y reflexivo, que sólo detonó fugazmente en canciones a las que es imposible bajarles el tono: la fiesta bersuitera –sin bengalas ni morteros, como cabe a los tiempos– apenas apareció durante el encendido Tuyú –con mantra Krishna incluido–, El mariscal Tito o en los momentos en los que apareció la gran estrella de la noche: Andrés Calamaro.
“Me vine de Buenos Aires solamente para verlo a él”, expresó un incondicional del ex Abuelos de la Nada, enormemente emocionado cuando el hombre apareció para tocar La libertad. Ataviado con un equipo de gimnasia Adidas marrón y acusando unos kilitos de más, Calamaro imprimió rock y melodía a una noche rara e introspectiva. Su participación prosiguió con Estadio Azteca –al igual que La libertad, de su última producción, El cantante–, Yo tomo y Mi caramelo, que ameritó una sentida evocación de Cordera. “Esta canción la cantó él en 1991 cuando nos apadrinó en el Teatro de las Provincias, ante unas 100 personas. Se subió con su piano y maravilló a los que estaban.”
Media hora de absoluto silencio, cuya única “joda” consistió en inflar forros y arrojarlos a la deriva, separó el set de Bersuit del resto: Los uruguayos de No Te Va Gustar cumplieron con un repertorio musicalmente impecable –mucho saxo, reggae y percusión–, Pier con el ala herida por Cromañón –dedicaron el show a dos amigos desaparecidos allí– alternó monotonía con ortodoxia ricotera, y La Zurda y Vía Varela hicieron lo posible por romper un frío que 250 Centavos, grupo iniciador del festival, no pudo torcer por problemas de sonido, que con el correr de la noche se fueron superando.
Ayer, al cierre de esta edición, transcurría la fecha musicalmente más fuerte de las cuatro con la presencia de Arbol, Almafuerte, El Otro Yo, Attaque 77 y León Gieco. Hoy el autocine abrirá a las 16, para una jornada que contará con Volador G, Victoria Mil, Gazpacho, Dancing Mood, Los Cafres, Flavio y La Mandinga, Miranda!, Catupecu Machu, Babasónicos, culminando con el inevitable Charly García, a quien –por las dudas– le extendieron el horario. La música ocupa paulatina y lentamente su lugar, el que nunca debería haber perdido.

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Gustavo Cordera y Andrés Calamaro compartieron escenario en un set teñido por la tristeza.
 
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