ESPECTáCULOS › EL FESTIVAL DE CANNES SE ENCAMINA A LA HORA DE LOS PREMIOS

Wim Wenders, de regreso en el Oeste

A dos décadas de su Palma de Oro por Paris, Texas, el alemán vuelve a trabajar con Sam Shepard para intentar rescatar el espíritu de ese film con Don’t Come Knockin, el viaje de búsqueda de un actor de westerns.

 Por Luciano Monteagudo

Wim Wenders es un auténtico veterano de Cannes, tanto que alguien de la conducción del festival mencionó que ya sería hora de que le habilitaran un penthouse en la terraza de Palais. En el transcurso del tiempo... Fue con este título, particularmente significativo en su obra, que Wenders participó en 1976, por primera vez, de la competencia oficial y se llevó el Premio de la Crítica. Después, con casi cada una de sus películas (desde El amigo americano hasta el documental The Soul of the Man, pasando por Las alas del deseo, que le valió el premio al mejor director), volvió una docena de veces, sin contar la visita que hizo en 1989, cuando fue presidente del jurado oficial. Y en 1984 se llevó la Palma de Oro por Paris, Texas. Veintiún años después de aquel triunfo, Wenders retornó ayer a la competencia oficial con Don’t Come Knockin, un viaje hacia el pasado que intenta recuperar el espíritu de aquella película que fue capaz de marcar toda una época.
Escrita y protagonizada por Sam Shepard, que como guionista fue también una de las fuerzas creativas de Paris, Texas, Don’t Come Knockin es un film que gira obsesivamente alrededor de la idea del regreso. Del regreso de Wenders a su colaboración con Shepard (“Fue tanta la magia de aquel momento que no nos animábamos a volver a trabajar juntos”, admitió ayer Wenders aquí en Cannes) y el de ambos a las grandes planicies estadounidenses donde se desarrollaba la odisea familiar de Travis Bickle, el protagonista de Paris, Texas. Ahora el personaje –a cargo del propio Shepard– se llama Howard Spence, un auténtico cowboy que tuvo tiempos mejores como protagonista de decenas de westerns y que ha perdido el rumbo de su vida. Allí, en medio del desierto, en Monument Valley, donde planea la sombra del cine de John Ford, está filmando una película cuyo título parece su epitafio: The Ghost of the Western. El es ese fantasma y de pronto decide dejar de serlo: abandona el set al galope, sin aviso previo, y –como Robert Mitchum en The Lusty Men, de Nicholas Ray–, enfila hacia la casa de su infancia, donde le espera una noticia inesperada: su madre (Eva Marie Saint) le dice a Howard que, aunque él nunca lo supo, es padre. Y Howard sale en la búsqueda de ese hijo, que puede ayudar a darle un nuevo sentido a su vida.
“Tener a Sam no sólo como guionista sino también frente a cámara fue para mí un sueño hecho realidad”, afirmó Wenders después de la proyección para la prensa. “Ya en Hammett yo lo quería para el protagónico, pero el estudio en ese momento se negó. Después le propuse que hiciera el personaje de Paris, Texas, pero Sam no se sentía seguro, le parecía que estaba demasiado involucrado con su propio material y prefirió dejarle el lugar a Harry Dean Stanton. Y ahora fue él mismo quien me sugirió, muy tímidamente, que él podía ser Howard Spence.”
El problema con Don’t Come Knockin es que esa magia de la que hablaba Wenders se ha perdido y su regreso y el de Shepard a ese paisaje del midwest se dilapida irremediablemente en una serie de escenas entre melodramáticas y farsescas, indignas de ambos. Si Paris, Texas estaba concebido como un viaje del silencio hacia la palabra (con su famoso monólogo final), ahora Don’t Come Knockin parece ir de la palabra al discurso. Todo está demasiado dicho, subrayado, y la estructura a veces parece –lo que no es raro viniendo de Shepard, que es dramaturgo– la de una pieza teatral, con escenas de bravura para Shepard, para Jessica Lange y hasta para actores que no están en condiciones de sostener esa cantidad de texto, como Gabriel Mann, que interpreta al rocker en quien Howard descubre a su hijo (que no será el único, por cierto: en el camino encuentra también una hija, encarnada por Sarah Polley). A favor del nuevo film de Wenders deben consignarse, en todo caso, la música de T. Bone Burnett, evocativa de la de Ry Cooder, y las imágenes de Franz Lustig, inspiradas en la pintura de Edward Hopper, otro referente de aquel añorado Paris, Texas.
En un registro completamente diferente, el israelí Amos Gitai presentó a su vez Free Zone, una nueva exploración del tema que lo obsesiona: la identidad de Israel, su lugar en el mundo, la idiosincrasia de sus hombres y mujeres, su relación con el paisaje, sus pasiones, sus miedos y sus sueños. Conocido en la Argentina únicamente a través de la retrospectiva que en agosto pasado le dedicó la Sala Lugones, Gitai (nacido en Haifa en 1950) lleva realizados casi cuarenta films en veinte años de actividad y su obra es una presencia casi constante en Cannes. En Free Zone, Gitai se sube con tres mujeres –una israelí, una palestina y otra estadounidense, a cargo de Natalie Portman– a una camioneta 4x4 y se interna en una tierra de nadie, la utopía de Medio Oriente en el corazón del desierto: la frontera entre Israel y Jordania, no muy lejos de Irak, Siria y Arabia Saudita. Y allí descubre que las fronteras no sólo están hechas de cemento y de alambre de púa, sino que sobre todo son imaginarias. Y que éstas, al menos, sus mujeres son capaces de romperlas.
Como siempre, Gitai privilegia el llamado plano-secuencia, la toma de larga duración que permite la posibilidad de seguir, sin cortes de montaje, a los personajes a través de su circunstancia espacial y temporal. Ese presente continuo se debe a que Free Zone nunca tiene la pretensión de ofrecer respuestas definitivas o juicios contundentes. Por el contrario, lo suyo es el viaje, el signo de interrogación, el examen de conciencia, la duda. Ese estado de sorpresa frente al desorden y la complejidad del mundo que caracteriza a los personajes de Gitai les ofrece a sus intérpretes –Portman, Hiam Abbas y la extraordinaria Hanna Laslo– la oportunidad de dar lo mejor de sí y no sería extraño que alguna de ellas, o todas juntas, se lleven mañana de Cannes el premio a la mejor actriz.

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Wim Wenders en Cannes, celebrando su regreso a las fuentes. A la derecha, Sam Shepard.
 
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