ESPECTáCULOS › UTE LEMPER EN EL TEATRO COLISEO, ENTRE LO ORIGINAL Y LO “INTERNACIONAL”

Cuando la representación tiene sus valores

Moviéndose con comodidad en los géneros del music hall y exhibiendo su conocida habilidad vocal, la alemana supo cautivar.

 Por Diego Fischerman

La palabra show significa mostrar. Y Ute Lemper es, mucho más que una cantante, una show-woman. Su género no es el concierto, sino el concierto de music hall. Un género cuyas reglas internas tienen que ver, precisamente, con la exhibición. Allí no se canta, sino que se muestra que se canta. Allí, cuando aparece el jazz o la chanson o el cabaret berlinés de Weimar no es en manos de un cantante de jazz, de chanson o cabaret, sino de alguien que actúa; que representa, con una alta cuota de teatralidad, al cantante de jazz, de chanson o cabaret. Allí todo es, en definitiva, artificio. Lemper, que comenzó su carrera como artista de comedias musicales (Cabaret, Cats, Peter Pan), luego de haber pasado por un período más filologista, jugando a reproducir los estilos originales de los repertorios transitados, es hoy una artista de algo que bien podría denominarse music hall culto pero que, a diferencia de lo mostrado en su visita anterior a Buenos Aires (todavía un show europeo), se ha internacionalizado. Claro que de acuerdo con la idea de lo internacional que tiene el mercado estadounidense. Un mercado que habla de “cine” y de “cine extranjero” y que, también en materia de música, define internacional como sinónimo de estadounidense.
Lemper es una gran cantante; tiene un dominio extraordinario de los recursos expresivos; es capaz de pasar en cuestión de milésimas de segundos del susurro al grito, de la confesión a la explosión y de los graves sombríos à la Marlene Dietrich a las blue notes, los sobregudos y las inflexiones de una cantante negra (o de su representación). Maneja, además, con precisión, los principios de la corrección política. Si se canta algo en idish corresponde a continuación el árabe de un poeta de “una Jerusalén dividida”, con una metáfora que, de paso, se relaciona con facilidad con la Berlín de su infancia, con el muro y con esa ciudad imaginada siempre un poco gris y recorrida con “la bicicleta en la que iba a mis clases de teatro”.
La mención, en el comienzo del espectáculo, a los tres minutos de paz en el medio de la guerra que significaba la canción Lili Marlene, transmitida por la radio y escuchada con reverencia por nazis y aliados por igual, las referencias al tango y a Piazzolla –de quien cantó Moriré en Buenos Aires y, como bis, Oblivion–, los chistes acerca de su próximo amante argentino (“el año próximo, ahora no”, decía señalando su vientre de embarazada) y los momentos en que se sentó en el borde del escenario y coqueteó con la platea, fueron también parte de esa dinámica jugada con técnica y control indudables, siempre en el límite del manierismo. Dentro de esa mecánica, ocupó un lugar protagónico la inclusión del bandoneonista Pablo Mainetti quien, mucho más que el toque exótico buscado, proporcionó algunas de las pocas cosas fuera del libreto del mercado. En particular, si la banda actual de la cantante, omitiendo instrumentos de viento, transita por ese vago estilo jazzístico que se ha convertido en lengua franca de lo comercial, desde una comedia como Chicago hasta un jingle o una canción de FM, el bandoneón de Mainetti, en los temas de Piazzolla, desde ya, pero también en el Ne me quite pas, de Jacques Brel, o en Lili Marlene, aportó una musicalidad y, sobre todo, un registro de distancia y extranjeridad cargados de significado.
Parte de lo que Ute Lemper pierde con la internacionalización de su show tiene que ver con la despersonalización de las letras, traducidas (y a veces mal traducidas, por necesidades melódicas) invariablemente al inglés. “Moriré en Buenos Aires” aparece, en la segunda estrofa, como “I will die in a city”, lo cual, claramente, no es lo mismo. El paso del alemán y el francés al inglés, con una estrofa cantada en cada idioma, responde obviamente a las necesidades actuales de la cantante, radicada en Nueva York y convertida en la única artista en actividad y de renombre universal en esa zona del entretenimiento que alguna vez cultivaron Julie Andrews, Liza Minelli o, en ocasiones, Barbra Streisand. Pero no cuentan con ningún justificativo artístico y mucho menos en Buenos Aires. Los momentos más logrados del show son aquellos en que Lemper se mantiene más fiel a los estilos de época, en Mack die messer, de la Opera de tres centavos o en Surabaya Johnny, de Kurt Weill y Bertolt Brecht, en El acordeonista o Milord, canciones fuertemente asociadas con el repertorio de Edith Piaf, y, en particular, en las introducciones de esas canciones, antes de ser llevadas al terreno más standard de las inflexiones pseudo jazzísticas. En Ute Lemper todo es artificial y perfecto. Pero eso no es otra cosa que los propios dictados del género en que se mueve. Y mal podría criticarse a un artista por hacer de manera perfecta exactamente eso que quiere hacer. Y que cierto público quiere ver y escuchar.

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A pesar de ciertas influencias del “mercado”, Lemper sabe seducir con una voz única.
 
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