ESPECTáCULOS › LA CRISIS PRODUJO UNA NUEVA ESPECIE DE CONSUMIDORES DE CULTURA

Los que leen sin gastar ni un peso

En algunas de las megalibrerías porteñas, inauguradas antes de la feroz recesión, se ha creado un nuevo espacio cultural: docenas de personas las recorren, miran los precios, no compran ejemplares, pero piden libros para su lectura en el salón, y así pasan buena parte del día.

 Por Verónica Abdala

“La mitad de mi sueldo”, dice el muchacho mirando el montoncito de libros que tiene enfrente, y no puede evitar reírse. Le causa gracia imaginar que alguien pueda llegar a gastar el equivalente a la mitad de lo que él gana en una librería. Y agrega: “Los turistas, únicamente. Así estamos: viviendo en una ciudad que es un paraíso reservado para los extranjeros, mientras nosotros rapiñamos lo que podemos”. Ya no se ríe. “¿Te imaginás que alguien como yo, que un tipo común y corriente que hace malabares para llegar a fin de mes, podría gastar en libros semejante cantidad de guita?” Se llama Pablo y estudia arquitectura, tiene 26 años. Está sentado frente a cinco gruesos volúmenes de tapa dura, importados, carísimos para su bolsillo. A partir de las fotos que éstos contienen, imagina diseños para la facultad. Es por eso que desde que comenzó el año pasa buena parte de sus tardes libres hojeando esos volúmenes en el fondo de una librería céntrica. Antes, ahorraba unos pesos y de tanto en tanto se llevaba uno a casa. Ahora, dice, le resultaría imposible.
A pocos metros de donde está Pablo, en la imponente sucursal de librería El Ateneo de la avenida Santa Fe al 1800, se encuentra Dalila, rubia, empleada, treinta y tres años. La chica sostiene en una de sus manos El camino de las lágrimas, de Jorge Bucay. Entró a la hora del almuerzo. Son casi las cuatro de la tarde y permanece en el mismo lugar. También en su caso son las restricciones económicas las que la condujeron a uno de los palcos del viejo cine convertido en la mayor librería de Latinoamérica. “Me traen acá la falta de guita y la decisión de no resignarme del todo a este mínimo placer. Porque comprar no puedo y, mientras me lo permitan, no pienso dejar de leer lo que se me da la gana.” Pablo y Dalila no representan casos aislados: empujados por la crisis, cada vez son más los porteños que se las rebuscan para disfrutar de la lectura sin gastar. Simultáneamente, se incrementa la cantidad de librerías que, alentadas por la esperanza de levantar las cifras de venta –que vienen en declive desde 1999 pero que, en el primer trimestre de este año cayeron nada menos que un 50 por ciento respecto del año pasado para la misma época– ofrecen a sus clientes esa posibilidad. Aseguran que es una forma de atraer potenciales clientes y vender un poco más, aun sabiendo que muchos otros visitantes calentarán la silla durante horas y se irán con las manos vacías.
A pocas cuadras de allí, en la sede de librería Cúspide, ubicada en la planta baja de los cines Village Recoleta, decenas de personas leen en las mesitas del bar vecino, y otras tantas se desparraman en el piso alfombrado con un libro en la mano. Por la tarde, suelen ser tantas que hay que pedir permiso para atravesar el salón.
Estos dos casos muestran claramente hasta dónde algunas grandes cadenas están dispuestas a hacer concesiones a los visitantes, para enfrentar los efectos de la recesión. Las librerías pertenecen a uno de los sectores más duramente castigados dentro del rubro “industrias culturales”: en los últimos veinte meses cerraron en la Argentina alrededor de trescientas.
En ese marco, varias de las grandes cadenas diversificaron también la oferta de productos: sumaron a la venta discos y películas, para paliar los riesgos de pérdida. El Ateneo es uno de los grupos que adhirió a esta tendencia en los últimos meses.
Otro recurso muy extendido con el que se intenta compensar la merma de ingresos son los servicios complementarios: se organizan charlas, presentaciones de libros o entrevistas con escritores, y se extiende el servicio de bar y restaurante, siguiendo el ejemplo de librerías como Gandhi (Corrientes 1743) o Clásica y Moderna (Callao 892), y otras indiscutidas pioneras en el rubro. Tanto El Ateneo como Cúspide ofrecen actividades de este tipo y servicios de restaurante y cafetería. De esta forma, además de cumplir con las funciones habituales de cualquier comercio, las librerías funcionan como lugar de encuentro, escenario de charlas y conferencias, y hasta como biblioteca para los estudiantes. Los libros más consultados por los lectores (que no necesariamente consumen, y por lo tanto la tendencia no coincide con los rankings de los más vendidos) son los importados, coinciden vendedores y clientes. Estos aumentaron tras la devaluación hasta un 400 por ciento, contra un 20 a 30 por ciento promedio de los nacionales. Entre los más toqueteados están los de arquitectura, decoración y diseño, autoayuda, fotografía, medicina, gastronomía y turismo. Los visitantes, en tanto, son en su gran mayoría estudiantes y mujeres. Aunque en estas vacaciones de invierno –reconocen los empleados de los locales– predominaron madres y padres que llegaban con sus hijos a pasar un rato rodeados de libros y revistas.
Junto a la mesa en la que Dalila lee, en uno de los palcos del viejo Grand Splendid, alguien ha olvidado devolver a la góndola correspondiente la Crónica del Holocausto, un libraco cuyo valor asciende a 99 pesos. Quienes pasan por allí lo hojean inevitablemente y vuelven a dejarlo en el mismo lugar, como para compartir con quienes vendrán la visión de una reliquia inaccesible.

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En El Ateneo, en Barrio Norte, hay habitués que se conocen, se saludan y hasta intercambian consejos.
 
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