ESPECTáCULOS

Una ceremonia siempre cálida

 Por Fernando D´addario

La vida artística de Joan Manuel Serrat se desliza por un terreno cíclico y constante, respetuoso del camino lógico que debe seguir un músico consagrado: cada dos años saca un disco y lo presenta en vivo. Este mecanismo presupone una necesidad de renovación permanente, pero los clásicos, los ídolos absolutos, tienen la prerrogativa de continuar indefinidamente ese ciclo formal sin que los abrume el imperativo de ser originales. Los protege el peso de su historia. Desde hace varios años (y varios discos, y varias giras), Serrat recicla legítimamente el talento autoral que supo desparramar en las décadas del 60 y 70 y parte del 80. Su condición de intérprete (además de compositor y poeta) le permite añadir matices, aportar pequeñas novedades que dejan intacto el fondo del asunto. Ese es el Serrat que el público ama y admira.
En la Argentina, ese amor y esa admiración parecen multiplicarse cada año, y en las sucesivas visitas van subiendo los decibeles del afecto. La primera presentación en vivo del repertorio de Versos en la boca reunió el lunes por la noche a 3300 personas (en su mayoría señoras, sin inhibiciones a la hora de exteriorizar sus emociones) en un teatro Gran Rex que ya es parte de su historia. Nano repasó casi todos los temas de su último cd. No se sabe si lo hizo obedeciendo a una obligación protocolar o a una creencia firme en sus virtudes artísticas. Aplausos cerrados y silencios atentos coronaron cada una de esas nuevas canciones que, si bien no pueden empatarles a las mejores de su carrera, tienen el atributo de ser amables. El trato prolijo que les dieron los músicos de la banda (conducidos, como siempre, por el ya mítico Ricard Miralles, más austero que en otros tiempos) ayudó a llevar el recital por carriles previsibles hasta que llegaran aquellas melodías. Serrat, en tanto, lució más gestual que en otras presentaciones, más “actor”, dueño de un histrionismo que le permitió entregar sus canciones como si fuesen, casi, pequeñas representaciones teatrales.
Es curioso cómo, a través de los años, el compromiso político que marcó a la generación Serrat se fue haciendo menos explícito, hasta convertirse sólo en un pacto tácito entre el cantante y el público. No hubo el lunes ninguna frase alusiva a la situación económica de la Argentina, ni referencia alguna a viejas consignas de lucha. El repertorio se encargó de ir marcando el voltaje ideológico, con mesura y buen humor. Serrat buscó y encontró el perfil más picaresco y optimista. Inclusive, a la hora de cantar a sus admirados Antonio Machado y Mario Benedetti, eligió poesías como “Llanto y coplas a la muerte de Don Guido (un retrato caricaturesco de un señorito andaluz)” y “Defensa de la alegría” (“defender la alegría como una trinchera”).
Como era de esperar, lo mejor llegó hacia el final. Ya para entonces, el escenario se había llenado de cartitas, remeras, souvenirs y hasta una botella de vino (que el homenajeado recibió con especial agradecimiento). El aplausómetro, que había mostrado un nivel parejo, se desequilibró cuando aparecieron, inevitables, “Cantares” (otra vez Machado), “Hoy puede ser un gran día” y “Fiesta”. En los bises llegaron, entre otras, “Lucía” y “Pueblo blanco”: canciones sin tiempo, aunque fechadas en un tiempo muy preciso (1971, año del invulnerable Mediterráneo). Ambas, interpretadas con fino gusto, como si fuesen (lo son, en rigor) reliquias preciosas quees preciso preservar de cualquier contaminación. Así, como un prócer inmune a los revisionismos ajenos, Serrat recomenzó su idilio argentino.

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