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Inventario de la vedette

- Maniquí a medida: Toda diva –cuenta la curadora de La Roca en el Maipo– exigía maniquí personal para hacerse la ropa de su talle exacto. El de la Roca, exhibido en el Maipo, lleva una banda que dicta Venus de la calle Corrientes. “Mirale las curvas de chica Divito –sigue–; eran tiempos en que se valoraba la mujer pulposa... La anoréxica no servía para vedette.”
- Militancia gremial: La vedette de los ’50 pelea su figuración y es pionera en el cobro de regalía a porcentaje. La Roca exigió el diez por ciento y abrió una puerta que muchas otras seguirían y que se fue desconociendo, a tono con la reforma laboral, en la era de las chicas Artaza y Sofovich, relegadas al sueldo fijo.
- Diez kilos de traje: Tules bordados, paillette, boas de visón, enteritos bordados con piedras preciosas, pelucas de pelo natural, todo junto, sumando más de diez kilos de traje y convirtiendo al descenso de escalera en una odisea. Tapando más de lo mostrado, recuperando el encanto de lo sugerido, la antigua se convierte en una meca de un discurso moral. ¡Basta de pelar!
- Agret de faisán: la pluma es un emblema, degradada de faisán (en los ’50) a gallo (en el 2000), depreciada por la imposibilidad de financiar trajes caros. “Toda vedette se distingue por pieles y plumas, sólo que se ha pasado de lo auténtico a lo simulado: de la real a la sintética, del visón de nueve mil dólares al sacón símil zorro que se consigue en el Once”, dicen los curadores.
- Alegoría del pavo real: es el animal omnipresente en torno de la vedette: aparece cada vez que se ven los espaldares de plumas, los altísimos tocados. “La pluma las saca de la realidad, las expande, saca otra mujer encima del escenario que se distancia de la normal, la cotidiana”, dice el curador.
- Pasar la corona: la vedette que se precie de tal consagra a una heredera, concibe su fama como un reinado que deberá tener sucesora, materializa su carisma y su presencia en una red de objetos: corona, banda, capa pasables de una mano a la otra. La de la Roca –dicen sus fans– fue claramente Moria Casán: tan pulposa, carismática, morocha como ella.
- Chaise longue: el lugar de descanso emblemático de la vede- tte, allí donde reposa para la foto, semiinclinada en una leve torsión que exalta su cola, sus rodillas y su pechera, relajada pero siempre dispuesta a recibir preparada el flash salido de la nada. La chaise longue (como una atigrada expuesta en el Maipo) es a la vez un espacio de distensión y de mostración, ideal para la mujer pública, hecho para destacar las curvas, para posar de frente pero acostada...
- Palidez mórbida: mujer de encierro, remisa a la salida, huidiza del sol mucho antes de la paranoia dermatológica. “Era de la época en que Dior estilizó a la mujer, le marcó la feminidad en la posguerra. No salía mucho, no comía en público, no se sacaba nunca el sombrero”, enumera la curadora una cantidad considerable de restricciones y evasivas.
- Multiespejado: vidrios y cristales por todos lados, salones y dormitorios cubiertos para que pudiera “verse mejor”, obsesiva del control de frente y perfil hasta la obsesión “narcisista” –dice el curador–. “Además –sigue– tenía todo su dormitorio cubierto con fotos propias”.
- Abrigo + bikini: Conocedor de las reglas para erotizar, el productor y organizador de la muestra, Lino Patalano, ubicó en un lugar central un tapado con bikini abajo que remite a la exhibicionista, a la desesperada por abrirse el abrigo y quedar en bolas, con una mezcla de comehombres y disimulada que ratonea, ahora mismo, a los tres pelados que se quedaron helados, inamovibles, enfrente del maniquí.

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