ESPECTáCULOS › EL CASTILLO DE BARBAZUL EN VERSION DE GRAN NIVEL

Los matices de la oscuridad

 Por Diego Fischerman

Obra tenebrosa y a la sombra estética de la profunda impresión causada por Pelleas y Melisande de Debussy, El Castillo de Barbazul está construida sobre la ambigüedad. En el libreto escrito por el poeta húngaro Béla Balász a partir del famoso cuento de Charles Perrault, nunca se llega a saber del todo si el duque (todo un antecedente del conde transilvano personificado más adelante por otro húngaro, Béla Lugosi) ha matado o no a sus mujeres. Cada una de las puertas cerradas guarda un secreto (la cámara de torturas, las armas, los tesoros, las flores del jardín y las nubes que cubren sus dominios, todos ensangrentados, y un quieto lago de lágrimas en las seis primeras). La séptima es la que esconde a sus anteriores tres esposas, según el texto, “vivas y rodeadas por una aureola de luz”. Una escenografía y una iluminación de un notable poder sugestivo y el compromiso de los dos protagonistas, sumados a la ajustada dirección de Calderón y a una Orquesta Estable impecable, logran una versión de gran nivel de una de las obras más bellas y enigmáticas del siglo XX.
Calderón conduce la densa orquestación de Bartók (en que la influencia de Richard Strauss es todavía importante) con sentido del detalle y, al mismo tiempo, sin perder de vista el gran relato. Desde el primer sonido la tensión se mantiene y todo tiene el ritmo y la precisión de lo inexorable. Y si, para la concepción de Oswald, en Dido y Eneas casi todo es luminosidad, en El Castillo de Barbazul el significado descansa en el recorrido por infinitas oscuridades posibles. El aspecto más discutible de la puesta tiene que ver con lo que sucede al llegar a la séptima puerta, la única que en esta versión lleva a una explicitación escénica. Mientras que cada una de las otras revelaciones sucedía en un mundo imaginario, aquí son realmente tres mujeres las que aparecen vestidas de fiesta y desfilan por el escenario, como si se hubieran escapado de una pasarela. Ese detalle –tal vez una concesión de Oswald a su fiel vestuarista, Aníbal Lapiz– es el único en el que la consistente visión del régisseur pierde una coherencia que se sostiene, también, en los mínimos y precisos gestos de Marcelo Lombardero y Alejandra Malvino. El barítono, con timbre homogéneo, afinación y fraseo intachables y una presencia escénica firme, define un protagonista atormentado, contradictorio y tridimensional. Su entrada en escena, seguido por Judith, y la manera en que gira, apenas, su cabeza coincidiendo con un acorde de la orquesta es tan simple como exacta. Malvino, con una voz tierna y velada a la vez, logra un personaje conmovedor, en el que la curiosidad que al final terminará perdiéndola (como a otras) no es más que la consecuencia inevitable de su amor por un hombre sombrío.

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