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Alegría del ocaso

Por Carlos Hugo Sánchez *

Habíamos hecho el amor casi con violencia, como buscando esos límites en que la caricia se crispa y las lenguas entablan un duelo resbaloso de posesión y retirada. Ahora, tirados boca abajo sobre el colchón en el piso, mirábamos por el ventanal las plantitas de tu balcón y ese extraño crepúsculo que nos parecía un poco artificial, como fabricado por un escenógrafo para que nuestro “después de” se transformara en un recuerdo perfecto pero irrecuperable.
Yo te dije que en ese momento había literatura, e intenté unos párrafos con la voz agravada que te hizo sonreír, porque nunca me tomás en serio cuando escribo con la voz, como si necesitaras los dibujos de esas sensaciones para recordar que no lo hago tan mal.
Estábamos en el piso porque tu cama plegadiza se había por fin desplomado, en ese momento exacto en que tu placer te embellece y en que a mí me conmueve ser la causa de tus ojos brillantes, del rubor en tus mejillas y de esas groserías tiernas, llenas de diminutivos, que tu boca me destina.
Recibíamos una brisa fuerte sobre nuestras caras y sobre nuestros cuerpos desnudos, y nos excitaba suavemente la idea de que alguien pudiera habernos visto, hubiera presenciado la caída y la continuación de nuestra lucha, después de que apartáramos los libros y esas cosas que siempre apoyás en el respaldo de tu cama, ya nunca más plegadiza, ni rebatible, ni como la haya bautizado el inventor de esa inutilidad.
Habíamos charlado un poco sobre esas intensidades, como si no pudiéramos acostumbrarnos jamás a que nuestros cuerpos fueran capaces de ese milagro, siempre renovado, siempre indiferente a los vaivenes de nuestro amor y de nuestro desamor. Y en ese sexo-con debate posterior que nos hacía reír, yo había evitado dificultosamente repetirte que entre nosotros era metafísico, porque sabía que esa palabra te llevaba a un encadenamiento de silogismos y de recuerdos que, invariablemente, hubieran desvanecido la magia.
Quedaste así cuando me fui; boca abajo, o cola arriba, mirando la ciudad que se acomodaba a la noche, pensando, quizás, que los domingos no tienen por qué ser tristes.

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