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La máquina del tiempo

Para desmentir a esas voces agoreras que pregonan la imposibilidad de regresar a la infancia, una vieja casona de Belgrano convertida en restaurante despliega artilugios para niños que hechizan a los grandes. (De cómo pasear pequeños propios o prestados para redescubrir viejos placeres.)

 Por Soledad Vallejos

Díganle inmadurez si quieren. Sólo sepan que para quien alguna vez tuvo un scalectrix a mano será fácil mantener la sangre fría ante las puertas de esa habitación, pero que para alguien con algo de adrenalina o con una notable abstinencia de autitos a control remoto la emoción puede ser incontenible. Como una gota de agua cayendo entre los labios bajo el sol del desierto, como una reconfortante merienda de leche chocolatada y galletitas en compañía de Carozo (sí, las referencias hablan de la edad, ¿y qué?), como una estufa al máximo (a pesar de la crisis energética) después de muchas horas a la intemperie un día de frío, como cualquier otro hecho de orden mágico en un mundo regular, como todas ésas puede ser llevar unos niños (propios o ajenos) a comer y encontrarse con un mundo de juegos y juguetes habilitados también para adultos. Porque eso termina pasando en una casona de Belgrano que promete platos caseros de inspiración doméstica y tranquilidad de sobremesa asegurada gracias a la estratégica ubicación de oasis lúdicos: se descubre que es pura trampa, que resulta francamente arduo dejar al niñerío cortarse solo porque –la sinceridad ante todo– todavía no ha nacido la persona capaz de mantenerse inconmovible frente a un metegol que está solo y espera.
El arquitecto que trazó los planos hace más de 100 años ni en sus más remotos sueños debe haberse imaginado esta casa convertida en zona libre del espíritu lúdico con tanta precisión y semejante esmero. Trepando por una escalera blanquísima (y paquetísima), traspasando el umbral de una puerta que seguramente conoció trajes y vestidos hipersofisticados, que incluso debe haber visto pasar más de un carruaje y escuchado centenares de vendedores ambulantes, dando apenas unos pasitos más allá, lo que fue una deliciosa casa con jardín reservada a unos pocos se despliega como un inmenso mundo de juegos salpicado por mesas en las que humean especialidades dignas de la fantasía infantil. Entre pastas recortadas como estrellas, hamburguesas caseras y superclásicas milanesas con puré (el cubierto para adultos ronda los $ 12 y el de niños los $ 10, pero se pueden disfrutar todas las instalaciones por una consumición mínima de $ 4), un grupo de madres da rienda suelta a su versión porteña de la mesa de chicas de Sex and the City, mientras sus vástagos se enredan con pequeños desconocidos en, por ejemplo, lo que Mike Martínez Rial –el niño con aspecto de adulto que hasta hace no mucho dirigió el Zoo de Buenos Aires y que, devenido empresario gastronómico, decidió hacer realidad su idea de “restó lúdico” inaugurando Saturno– bautizó como “pelotero ecológico”: un laberinto con secciones en altura disfrazado de hormiguero, instalado en una habitación pintada para la ocasión por el mismo Mike. Es que, en realidad, es bastante lo que un fanático del clima de los cumpleaños y las salidas infantiles puede imaginar cuando tiene a su disposición cuatro plantas que se reparten más de cuatrocientos metros cuadrados.
Desde el patio de planta baja, las maniobras de las y los chefs al mando de platos y postres clásicos (imperdible la banana split) pueden convertirse en coreografías de gorros y delantales representadas tras ventanales impecables, mientras desde el primer piso van bajando los gritos apasionados de una miniatura de siete años que olvida su aspecto de señorita primorosa para reclamar más energía a su coequiper (que hace rato pasó los 20) en el metegol. Suena a gesta, a desesperación por el partido que puede escurrirse de las manos de mediar un movimiento desafortunado, a lamento del equipo contrario, a ganas de correr por la escalera bordeada de boisserie (y protegida, recaudos mandan, por una especie de puerta cancel en cada punta) para presenciar el escenario de tanta adrenalina en vivo y en directo. Cuando ir a comer se convierte en un paseo por el túnel del tiempo, pasan esas cosas: se puede tener lo mejor no de dos sino de varios mundos. Un cuerpo cronológicamente adulto resulta, de buenas a primeras, habitado por un espíritu notablemente más despreocupado y entonces sucede: sobreviene esa sensación (que debe ser ancestral) de estar en la casa de los abuelos de alguien o de los propios, da igual; regresa esa certeza de que se tiene todo el tiempo por delante para elegir en qué momento sentarse a comer, porque en definitiva no es lo más importante. Se puede, digamos, pedir la comida, dejar todas las cosas tiradas por ahí, olvidarse, dejar que el almuerzo se enfríe y la bebida se caliente... y todo sin el riesgo de recibir un reto. Habrá que ceder, entonces. No hay más alternativa que correr por las escaleras para presenciar el partido de metegol, pero claro, las cosas no siempre resultan tan sencillas. Una escalera lleva a la otra, una puerta al cuarto de videos y juegos de ingenio, otra al castillo rodeado de espejos en el que se esconden los disfraces, y otra, una más, a un cuarto soñado por más de uno: una habitación enteramente dedicada a las carreras de autitos, con pista, contador de vueltas, unidades de repuesto y túneles.
Afuera, en esas cuadras a lo largo de las cuales Lacroze conserva sus árboles y sus ruidos de fin de semana, apenas pasan algunos autos. Por los ventanales que se abren a balconcitos franceses entran sombras, rayos de sol, algo de fresco; la luz va a parar a las mesas, se pierde entre saleros, vasos y papas fritas tomadas directamente con la mano. Como corresponde, hay cola para el scalectrix. La comida puede esperar, ¿no?

Saturno queda en Lacroze 2056.

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