PSICOLOGíA › DIAGNOSTICOS, REALIDAD SOCIAL Y “PALABRA VACIA”

Por el camino de la mujer que dijo “Creo que somos gente”

Un grupo de psicólogos de un servicio hospitalario del Conurbano bonaerense, al reflexionar sobre su experiencia de trabajo, discierne una crisis de los diagnósticos clínicos convencionales, que se convierten en “palabra vacía” ante el peso que los efectos del contexto social adquieren al caer sobre cada subjetividad.

“La marginalidad evoca una manera salvaje y bárbara de morir”
Honorato de Balzac

Por Amelia Belforte,
Beatriz Giménez
y Guillermo Preusse*
Como psicólogos clínicos que desarrollamos nuestra tarea en una institución pública de salud, gratuita, hemos observado en el cúmulo de consultas diarias que atendemos en todas sus modalidades –individual, grupal, familiar y talleres– un hecho que subyace a todas ellas, y que nos incluye como terapeutas: diagnósticos de uso habitual quedan reducidos a lo que llamaríamos “palabra desvirtuada” o “palabra vacía”, ya que, en lugar de transmitir sentido, toman el uso concreto de llenar un vacío, perdiendo su valor simbólico. Desde el punto de vista dinámico obliteran la capacidad de reflexión tanto del psicólogo como del paciente.
Veamos dos viñetas clínicas.
Raúl, de 35 años, fue derivado por un servicio de psiquiatría, medicado: “depresión severa con intento de suicidio”. Camionero desde siempre, había perdido su trabajo por cierre de la empresa. Luego de su admisión fue derivado a terapia grupal: en una sesión, refiriéndose a su despido y desocupación, expresó: “Me han cortado los brazos”.
Ethel, de 55 años, de nivel educativo alto, había sido gerente de una empresa mediana. Luego de 25 años de trabajar allí, la empresa cerró por dificultades económicas derivadas de la crisis y ella quedó desocupada. Intentó un emprendimiento por su cuenta, sin resultado. Hizo consultas en otros centros, pero no continuó porque la incluyeron en grupos temáticos de autoayuda. Su motivo de consulta actual: dolores en el pecho, intensa tristeza; “no veo un futuro”, ella siente que no tiene más posibilidades.
Estas breves viñetas son demostrativas de la mayoría de las consultas que recibimos actualmente. Si nos quedamos en los diagnósticos obvios de “estados depresivos o melancólicos”, sin incluir la contextualidad macrosocial en que estamos inmersos y los efectos que produce en las subjetividades, esos diagnósticos quedan vacíos de contenido. Quitamos el criterio de realidad, y aparecen “nuevas” categorizaciones nosológicas tales como “ataque de pánico”, “bulimarexia”, “TAC”, “TOC”, “estrés”, etcétera, que tranquilizan (?) tanto al paciente como al terapeuta, dando como resultado un “como si”, que se sostiene por un estado de complicidad en la relación terapéutica.
Al trabajar en un espacio geográfico especial como lo es el primer cordón del Conurbano –donde los índices de desocupación alcanzan el 50 por ciento y la población es sometida a estados de carencia insospechados–, las demandas que se nos plantean están directamente relacionadas con la pobreza, que es un diagnóstico social, y con la violencia –sufrida o actuada– generada por ese contexto social que abandona y destruye a las personas. La pobreza provoca la emergencia de las patologías o disfunciones que asistimos, que se sobreagregan a las patologías tradicionales. Se trata especialmente de estados depresivos o francamente melancólicos.
Si no tomáramos en cuenta ese telón de fondo y no lo introdujéramos activamente en la dinámica terapéutica –desculpabilizando y recreando otras posibilidades, en procura de una reinserción creativa y productiva para volver a ser personas y no des-existentes o “caídos del sistema”–, cerraríamos un contrato perverso acerca de lo no dicho, sin abrir el espacio intermediario, intersticial que permita una articulación con la realidad cuya salida no sea la violencia.
Lo contrario es la irrupción de nuevos nombres para patologías conocidas, que siguen encubriendo lo disfuncional social que nos rodea y que, muchas veces, sirven para justificar una necesidad de mercado –un mercado rápido y exitista– al atribuirlas a un mero desbalance fisiológico o a una perturbación genética, que mágicamente revertirían con alguna nueva composición química. Se refuerza así esa patología, se culpabiliza al paciente (es él el que tiene esa perturbación) y se clausura la capacidad de reflexión de las personas: ¿se puede medicar el empobrecimiento o encontrarle una razón genética?
Si no partimos de la concepción de que el ser humano es un ser en situación, que ocupa un lugar en la compleja matriz social, en la cual nace, se desarrolla y muere, vinculado y vinculante con otros seres humanos, caemos en una simplificación dañosa que se extiende a lo social amplio y se priva a los pacientes y a los terapeutas de replantear –con criterio de realidad– situaciones que trascienden lo individual y se enraizan profundamente en lo social actual, origen y al mismo tiempo resultado de las subjetividades.
Más aún, la palabra vacía, llevada a lo macrosocial, es una de las manifestaciones de la violencia, generada por la pobreza y que se alimenta de ésta. Se relaciona íntimamente con la corrupción, por lo que es funcional a los grupos de poder corporativos que no alimentan, no curan, no educan, no aseguran y no hacen justicia.
Esa palabra vacua provoca la demolición interna o externa de las instituciones, que las deja vacías y las esteriliza como modulador o intermediario social. Dejan así de ser apoyaturas o caen, en sentido lato, en la perversión institucional, es decir, la pérdida o desvío de la finalidad para la que fueran creadas. Lo cual se asienta en la infantilización de la sociedad, la esperanza de un mago o mesías que satisfaga todas nuestras necesidades o deseos, sin implicancia o esfuerzo maduro de nuestra parte. Esto choca, actualmente, con la racionalidad adulta a la que incomoda esa dependencia y así aparece el “que se vayan todos” o, en una forma más organizada, las asambleas barriales que hayan podido salir del mero reclamo sin propuestas, los clubes del trueque no infiltrados, las redes solidarias, las organizaciones del tercer sector, etcétera. Es un inicio del volver a pensar e intentar la reparación de la matriz social dañada transmitiendo el sentido solidario de que el otro es Otro, distinto a mí, pero semejante.
En todo caso, no entender y no incluir el estado de abandono y de inermidad social en el que se encuentran las personas amplía y profundiza la enfermedad física y emocional en que se encuentran inmersas. Necesitan reinsertarse en la red social como tales, criterio de realidad mediante. Un punto de partida para este criterio puede quedar representado por el diálogo, citado por medios periodísticos, entre dos mujeres tucumanas, madres de hijos internados por desnutrición: “¿Nosotros vendríamos a ser indigentes o pobres?” “No sé. Yo creo que somos gente y nos merecemos otra cosa.”
Por último, nos surge un interrogante: ¿cuántas estructuras, cuántas patologías permanecerían ocultas, o sin manifestarse como lo hacen en la actualidad, si no fuera por la crisis?

* Psicólogos en el Servicio de Psicología del Hospital Nacional Profesor Alejandro Posadas.

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