PSICOLOGíA › ACERCA DE DIEGO MARADONA COMO SUJETO EN RIESGO DE CONVERTIRSE EN “HEROE TRAGICO”

Muerte anunciada por propia mano, que no es la de Dios

“No hagamos comunitariamente de Diego Maradona un nuevo ejemplo argentino del héroe trágico”, solicita el autor de esta nota, y advierte que “existe un tipo de suicidas cuya conducta raya con la euforia, con la hiperactividad, con un frenesí triunfal imparable en la busca incesante de nuevas estimulaciones y de consumos de diverso tipo y calibre”; serían “como la rana que se infla porque quiere transformarse en buey”.

Por Roberto Harari *

Valga un pequeño recordatorio para poner en escena, y en contexto, la tragedia de Maradona. Sí, digo tragedia porque se trata de un héroe cuyas notas distintivas lo pueden convertir, a la brevedad, en un héroe trágico. Freud aseveró, muchos años atrás –y es tan valedero hoy en día como en ese entonces–, que la disciplina inventada por su genio hería de muerte uno de los puntos más sensibles del vano orgullo de los humanos, por cuanto cuestiona, en cada uno de nosotros y en cualquier etapa de la vida, su capacidad de autoconocimiento y de autodeterminación. Lacan, años más tarde, formuló una provocación quizá mayor: afirmó que la creencia en la libertad constituye el delirio del hombre normal.
¿Quién habrá de decirme que estoy condicionado y, más aún, “causado” en mi conducta por la acción de fuerzas ignoradas, si yo me siento libre para pensar, para decidir, para resolver, dado que “no hay nadie mejor que yo mismo para conocer qué me pasa”? Ahora bien, ¿no se encuentra allí mismo, con base en esa creencia indubitable, la fuente de la ideología liberal, tan entronizada en, y por, la globalización acuñada por Occidente, la cual, para sustentarse, afirma nocionalmente la susodicha autodeterminación electiva del “yo”? Y esta convicción incuestionada incluye la libertad de comercio, la de elegir en democracia nuestros representantes gubernativos, la de transitar por el mundo y fijar domicilio donde mejor convenga, y, últimamente, hasta ha llegado a aseverarse –no lo olvidemos: se trata de credulidades– que el sexo es materia de libre elección. Mas esta ideología –¿o idealogía?– sostiene muy especialmente, lo reitero, la creencia en la marcación autónoma de los hitos de la conducta general de los individuos por parte de ellos mismos.
Por otra parte, cifrada en esta ideología se construye y se da cauce a la regencia del Derecho correspondiente, donde se ensalza –y dice defenderse– la capacidad de cada quien para estipular y definir con congruencia el mejor camino optativo en su vida. Claro, para fundamentar argumentativamente este dislate –porque lo es– se supone que el sujeto liberal obra en función de sus conveniencias, de sus placeres, de “lo que más le conviene” en el orden que fuere. Pues bien, nuestra clínica psicoanalítica cotidiana nos muestra como con lupa, y sistemáticamente, cómo y cuánto las buenas intenciones –para con nosotros mismos, para con los demás– siembran, con efectiva minuciosidad, el camino del infierno.
Véase, en ese sentido, cómo coincide la siguiente semblanza postulada por Lacan –en su seminario “La ética del psicoanálisis”– con la trayectoria personal del conocido ex futbolista: “El héroe de la tragedia participa siempre del aislamiento, está siempre fuera de los límites, siempre a la vanguardia y, en consecuencia, arrancado de la estructura en algún punto”. En atención a ello es que, a pesar de los océanos de tinta y de imágenes que siguen corriendo con respecto a Maradona y su “trastorno” desde hace ya mucho tiempo, lamento no tener más remedio que aportar un poco más a dicho fárrago.
Una circunstancia bastante similar me condujo, hace ya dieciséis años, a publicar el artículo “El psicoanálisis en dos balcones” (Diario Clarín, 15 de marzo de 1988; reeditado en Psicoanálisis in-mundo, ed. Kargieman, 1994), donde reflexionaba acerca de las muertes de Alberto Olmedo y de Alicia Muñiz, la mujer de Carlos Monzón. Allí recordaba que, según Sigmund Freud (Psicopatología de la vida cotidiana), “junto al suicidio deliberado consciente existe también una autoaniquilación semideliberada, con propósito inconsciente, que sabe explotar hábilmente un riesgo mortal y enmascararlo como azaroso infortunio. Ella no es rara en absoluto”. Cabe agregar que dicho tipo de suicidio no requiere de ningún estado melancólico; muchas veces, la condición previa es una vivencia de exaltación, de euforia desmedida. Esto revela algo para nosotros conocido, si bien no evidente: el carnal parentesco que liga a la melancolía con el estado antedicho, conocido como manía. Por eso, hay suicidios maníacos.
¿Se cree que alguien se mata tan sólo cuando “tiene un estado de ánimo profundamente depresivo”, como gustan reiterar los medios de difusión masiva? Así suelen decir los deudos del suicida –tomados como presuntos testigos privilegiados de una inexplicable “verdad”–: “¡Si estuve con él, o con ella, hasta ayer a la noche y estaba lo más bien! Contento, haciendo planes para el futuro, entusiasmado con los nuevos proyectos. No puede ser...”.
Sí puede ser, porque existe otro tipo de suicidas, cuya conducta fenoménica, precisamente, raya con la euforia, con la hiperactividad, con un frenesí triunfal imparable en la busca incesante de nuevas estimulaciones y de consumos de diverso tipo y calibre. Tienen, efectivamente, un hambre insaciable, una bulimia de estímulos, mas tal circunstancia los lleva –de acuerdo con la feliz metáfora de Lacan– a tratar de ser como una rana que se infla porque quiere transformarse en buey. Y, es claro, aquélla muere en aras de obtener ese emprendimiento utópico, imposible de realizar.
Entonces, ¿todo se reducirá, en el caso de Maradona, a tratar de impedirle su ingesta de drogas, o a tratarlo de, y por, ese “trastorno”? Por supuesto, la abstinencia de la ingesta referida constituye un hecho fundamental, prioritario y perentorio; sin embargo, cabe enunciar la pregunta –elementalísima– de cuya respuesta debería/n surgir la/s metodología/s asistencial/es pertinente/s: ¿por qué alguien llega a ser un drogadicto, más allá de sus reivindicadas racionalizaciones defensivas en orden al “gusto” o a “la libertad de hacer lo que quiero, porque soy una persona adulta”? Lo digo para que nos lo preguntemos en serio, sin tomar tan sólo la consecuencia como si ésta fuese el cabal origen de la cuestión. Y, también, para que no aventuremos juicios (?) generalizadores de inimputable calificación, al modo de “y... viene de una villa miseria. Hay que reeducarlo”.
Es en ese punto donde Freud enseñaba que el melancólico –quien, es claro, puede llegar al suicidio– lucha contra los mismos complejos que el maníaco. Este, sin duda, es harto más simpático que su contracara, por cuanto el melancólico nos echa en cara permanentemente, y con sorprendente impudicia en el autorreproche, su amargura, su desazón, su desinterés resentido por el mundo, su muchas veces lograda incapacidad para amar y para conseguir hacerse amar; en suma, su desgano para vivir. Claro: el maníaco, en medio de su excitada exaltación frenética, habla con centenares de personas, come de todo y de manera incesante, hace de todo, confía ilimitadamente en las posibilidades de su cuerpo vivido como si fuese invulnerable ante los peligros más comunes –recuérdese el “vuelo” acrobático de Olmedo en la baranda de su elevado balcón marplatense–, desafiando y renegando, de tal forma, las constricciones que integran también –qué le vamos a hacer: es la castración– nuestro diario vivir. Por ende, ¿no se alcanza a percibir una continuidad entre el fabuloso futbolista que “sacaba pecho” e iba al frente, sin “achicarse” ante los más pintados, y este Maradona que persiste en inflarse con sus desmedidas ingestas?
Se sabe que el abandono de una actividad de gran reconocimiento público, esto es, el pasaje hacia una amenazante “vida tranquila”, no puede realizarse sin lo conocido por el psicoanálisis como “elaboración del duelo” por lo perdido, lo cual, desde ya, relanza la eficiencia operatoria de los duelos previos. Y éstos –podemos formular la hipótesis respectiva– pueden ser co-responsables del temprano inicio de Maradona en la drogadicción. Por eso, tan sólo transitando dicho camino elaborativo la vida puede proseguirse en una etapa donde la sanción mayor radica en el eventual anonimato parcial, o, si no, en una insoportable restricción en la difusión de la valorizada y gratificante imagen social. Ahora bien, se sabe que la inviabilidad del duelo ante esta eventual injuria narcísica genera un despeñadero donde entran a jugar los complejos mecanismos de la melancolía y de su reverso, la manía.
No me caben dudas: esta puntuación roza, tan siquiera, uno de los polos fundamentales que deben ser señalados, sin pretender agotar, así, la problemática en juego. Es que avanzar todavía otros items puede hacer derrapar esta reflexión básica hacia las cenagosas aguas del denominado “psicoanálisis aplicado”, el cual, en ausencia de la lógica interacción con el analizante, avanza hipótesis no corroborables ni tampoco refutables. Y esto implica, por cierto, el ejercicio anodino de un trabajo inútil. Con todo, y en función de la aludida autorrestricción, entiendo que ésa no es la circunstancia en orden a lo aquí mínimamente apuntado con respecto a Maradona.
Por lo tanto, y con base en lo que ya he expuesto sobre los suicidios maníacos, quiero advertir lo siguiente: estamos presenciando y cronicando los capítulos siniestros de la muerte anunciada, y por propia mano –que no es la de Dios– de uno de los ídolos nacionales más queridos por los argentinos. Aclaro: la propia mano puede incluir, con suma pertinencia y habitualidad, la mano de otro/s a quien/es se le/s otorga el poder de decidir –impropiamente– acerca de la propia vida. Refutación del mito liberal en cuanto a la determinación del destino de la “persona”, mas ominosa repetición compulsiva del mismo en el orden de la validación irreflexiva del “dar libremente su parecer”: en efecto, desde el Presidente y sus ministros hacia abajo, cualquiera puede “opinar”, cualquiera puede “ayudar”, cualquiera puede “aportar desinteresadamente”, situándose todo ello en el mismo nivel, en una equivalencia “democrática”. Mas la dimensión trágica a cuyo respecto vengo insistiendo –nuevamente de acuerdo con Lacan, en el referido seminario– “se ejerce en el sentido de un triunfo de la muerte”. Hace dieciséis años escribí sobre lo acontecido, sobre las muertes efectivizadas. Ahora, creo, estamos todavía en el tiempo de la anticipación posible. Entonces, si el derecho a la “libertad de opinión” (?) ha de seguir rigiendo –con sus seductoras y devastadoras trampas implícitas– los pareceres de esta sociedad desorientada y charlatana, y si no se advierte que estamos siendo cómplices –tanto activos como pasivos– de la secuencia gradativa de un suicidio maníaco, lamentablemente, y lo reitero, los días de Maradona se encuentran contados.
Como sociedad a la que él pertenece, esto es, como sociedad con la cual sostiene el pacto simbólico de la convivencia humana, ¿no le estamos dando curso a una de las más terribles notas del héroe trágico, la cual consiste en el hecho de ser traicionado? ¿Se trata, si no, de la creencia en acto del obrar fatalista de la llamada Até por los griegos, vale decir, de la determinación subrepticia –mas harto efectiva– de un extravío, de una calamidad a cuyo respecto no existe modo de ponerle freno en lo atinente a la obtención de su desgraciado designio mortífero? Si algo del mito liberal muerde un pedazo de Real, rijámonos entonces por la opción de la vida, a distancia tanto del fatalismo como de la traición. No resolvamos, pues, hacer comunitariamente de Maradona un nuevo ejemplo argentino del héroe trágico. Reaccionemos.
* Miembro Analista de Mayéutica-Institución Psicoanalítica. Su último libro publicado es Introducción del psicoanálisis. Acerca de ‘L’insu...’, de Lacan (Síntesis, Madrid, 2004).

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