PSICOLOGíA › ESOS DIAS DE CONSULTORIO

Historias de diván

Una “historia de diván” puede empezar por la sorpresa de un observador imprevisto en la ventana del consultorio, seguir bajo el calor de un sol que no está y concluir en “un tolerable silencio”.

Por Carlos D. Pérez*

Comienza un día de consultorio. Suena el timbre. Enfundada en un tapado negro, ella se insinúa por la escalera; luego del saludo entramos al consultorio, la cortina de la ventana a medias corrida para dejarme hamacar por el follaje del árbol de la calle. La señora deja su tapado sobre un asiento, la cartera sobre la mesa y se deja caer sobre el diván mientras me ubico en mi sillón. Pero esta vez la nota distintiva no vendría de sus ocurrencias sino de nuestro sobresalto al descubrir a través de la ventana un sobresalto ajeno: un operario, encaramado a un poste de la calle nos mira, perplejo. Me levanto de inmediato y corro la cortina, la señora ríe:
“¿Quién hubiera imaginado que vendría a acostarme a un lugar cara al techo con un tipo detrás? ¿Qué habrá pensado ese pobre hombre de nuestra actitud, usted sentado con parsimonia y yo expuesta delante? ¿Y cómo es que hasta me parece natural que así sea?”
El ignoto operario puso al descubierto sin saberlo la rara convención que hora tras hora se renueva en tantos lugares del mundo. Un tratamiento psicoanalítico está plagado de circunstancias que sólo se revelan extrañas si una mirada tercera lo advierte. No puede sorprender, por lo tanto, que los psicoanalistas nos esforcemos en teorizar lo que ocurre.
Las historias que se cuentan desde un diván tienen una singularidad difícil de precisar. Un hombre en análisis dice del obstáculo contra el que choca al intentar hablar de sí porque no logra proceder como quisiera, según sucede en su profesión de contador –valga la coincidencia que es sólo en la palabra– donde todo puede foliarse, encolumnarse; no bien se deja llevar por las ocurrencias el debe y el haber se le confunden, los saldos se borran.
Más reveladora es quizás una mujer que en su momento logra sacudir su tendencia al pesimismo y abre un solarium. Al poco tiempo comenta, sorprendida, que los clientes suelen decirle que cada sesión de cama solar resulta una terapia y casi todos suscriben abonos para volver regularmente. Preguntada por mí acerca de la experiencia, explica que se permanece con poca ropa o ninguna, la mente al vuelo y el cuerpo inactivo, expuesto al calor de las lámparas. Clientes en confianza le han dicho, y ella misma lo ha experimentado, la tendencia a imaginarse en alguna playa tropical.
–¿Y por qué dedica al sufrimiento la mayor parte del tiempo de la sesiones aquí, si esta situación no es tan distinta? –le pregunto con cierta malicia, a lo que de inmediato responde:
–No es lo mismo.
–¿Por qué no? –insisto–. Aquí también pasa un tiempo recostada, desnudando ocurrencias. No hay lámparas que aproximen tibieza pero este ambiente no es inconfortable.
–La diferencia es otra.
–¿Cuál?
–Está usted.
El operario encaramado al poste aparece ahora en el consultorio: no es otro que la presencia del analista, capaz de observar el íntimo acuerdo o desacuerdo entre los dos que forman la persona y sus fantasías. De allí que, al intervenir, el analista no produzca un diálogo –se abstiene de opinar, corregir o discutir hasta donde pueda– y tampoco un monólogo.
¿Qué historias se cuentan, tal vez se inventan, desde un diván? Raras como la paradoja que atraviesa el análisis del comienzo al fin: a quien esté por iniciarlo se le comunica la regla fundamental, consistente en decir lo que pase por la cabeza sin seleccionar ni censurar los temas o elegir palabras convenientes. Al momento, el paciente se encuentra con la inefable presencia de quien durante el tiempo de las consultas se mantendrá como un íntimo desconocido, pero al que no obstante le confiará secretos y devaneos que ni a los más próximos participa y, más aún, ni a sí mismo confiesa. Si esto es ya sorprendente, se podrá entender que la regla sea impracticable o que, cuando se logra practicarla, el análisis haya llegado a su fin: a su finalidad.
Cierta vez, la mujer de las camas se dejaba llevar por sus ocurrencias más lejos de lo habitual; cuando en un momento intervengo con un señalamiento, exclama:
–No me haga caso, sólo pensaba en voz alta.
Un instante después se está preguntando cómo ha dicho esa barbaridad: si para poder pensar en voz alta viene a las sesiones. El ejemplo también sirve para localizar la verdad en su decir: cuando por fin puede hablar, no debiera ser interrumpida, porque se le habla a nadie, a cualquiera o a todos pero no al fulano psicoanalista.
Las historias de diván no son biografías, tampoco novelas, mucho menos historias clínicas en el sentido médico del término. Ya en el siglo XIX advertía Freud que sus historiales, desatendiendo el severo corte académico exigido por la ciencia, podían leerse como piezas de narrativa. Pero nuestra disciplina ha proliferado en teoría, y el psicoanálisis suele atiborrarse de esquemas, fórmulas, dogmas, al punto de desatender lo que Barthes afirma con justeza: que la ciencia es tosca, la vida es sutil, y para salvar esa distancia hacemos literatura; o la ironía de Borges, para quien todas las teorías son legítimas pero también prescindibles, pues importa lo que se haga con ellas. La ciencia, lo académico, tienen su ámbito en lo universitario, mientras la clínica de lo erótico-inconsciente inspira otra disposición, antinómica.
Universidad sugiere lo universal, inmutable, algo dotado de un valor que todo lo abarca. Los universales, altos conceptos, univierten sin divertir, pervierten en Uno; no en la singularidad del minúsculo uno, que al decir del tango busca lleno de esperanza, sino del Uno totalizante, totalitario. Mientras Universidad es centrípeta en la insistencia de verter conceptos en Uno, lo erótico es dispersión y errancia en el doble movimiento de encuentro y extrañamiento. Lo supieron Adán y Eva, luego de probar el fruto prohibido del sexo y el saber, y recibir la censura del Uno de los Unos, que los dispersó por el mundo; lo supo Edipo, contestador cuando joven pero errante cuando sabio; lo experimenta cada cual si se atreve.
¿Cómo decirlo? ¿Escribo que cierto día una mujer angustiada, aquejada de tal o cual síntoma, vino a la consulta? No, no así. No hay análisis que comience de este modo. Pero, ¿de qué modo o en qué momento comienza?

No poder firmarlo
Sin recordar siquiera las circunstancias de la entrevista que había precedido nuestros encuentros, enfrascado en mis cavilaciones desatendí el timbre de calle. En eso la veo entrar; ante mi desconcierto se acomoda en una silla, al otro lado de la mesa de trabajo. En medio de nosotros permanecía, blanco testigo, la hoja de papel que la tendría de protagonista.
“Hola, te traigo la carpeta, ya la leí”, me dice. Tardo en ponerme en situación y recordar que aprovechando una estancia suya en Buenos Aires –en la actualidad reside en el exterior–, la había invitado a una reunión, ocurrida semanas antes, donde le pedí autorización para publicar sus dichos de sesiones y le entregué una carpeta con transcripciones para que la examinara. La gripe, que media ciudad padecía, la había demorado hasta hoy.
Conversamos. Me dijo que de comienzo le había inquietado la posibilidad de ser reconocida, pero luego comprobó que lo más destacado de su persona, los rasgos más notables para el común de la gente, estaban resguardados. La había sobresaltado otra cosa: encontrarse, no con su decir, sino con su modo de decir, su estilo. Nunca le había pasado y eso sí era desnudarse en palabras. Eso volvía notorio, subrayé, que el estilo es el cuerpo erógeno de la escritura. Opinó que podía publicar lo que quisiera, aunque lamentaba no poder firmarlo conmigo.
La anécdota vale para dar idea de una imbricación de escenas, materializada ominosamente cuando alguien le franquea la entrada sin que yo lo perciba. Las historias de diván raramente resultan de una escritura deliberada, al menos en lo que me concierne, pues quien presta oídos, intercalando aquí o allá su palabra, se encarga de disponer el texto, mientras que quien prodiga su decir queda, paradójicamente, al margen. Enigmático autor bifronte, cuyo efecto de autoría destella en el espacio del análisis. Al volverse narración, en cambio, eso origina página tras página.
Lo expresado en un análisis, en una obra o en la vida cotidiana se recorta de un trasfondo de ausencia que en vano esperaríamos soslayar con teoría o con lo que a cada uno se le ocurra. Paradigma de ese afán es Narciso, que obsesionado en colmar el vacío de ser con la imagen de un joven que parecía mirarlo desde el espejo de agua, no pudo hacer otra cosa que fijar en él sus ojos y el mundo se le apagó junto con la vida. Allí, enfrentados a una ausencia abierta, sólo cabe la producción de una metáfora interpretativa, y la mejor será la de mayor densidad poética.
La ausencia, el silencio, son desafíos. En una película de Kurosawa, dos ancianas pasan largos períodos sin hablar; en un momento, ante el gesto de un tercero por decir algo, una se adelanta: “Que tu palabra sea más valiosa que el silencio”. Frase que nos descoloca al advertir el escaso valor de lo mucho que habitualmente proferimos.
“¿Acaso no depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio?”, interroga una protagonista de Justine, de Lawrence Durrell. “Todo ese misterio sobre el sexo y después descubres que no es nada, un vacío”: Paradoja de esa nada sexual que se desliza por la profusión de obras que ha causado –la del autor de la cita, Henry Miller, casi toda obsesionada por el tema–, enigmas que mueven al mundo, cuestión de interpretación.
El pensar desalienta o angustia por la inminencia de un espacio inabarcable. Los artistas lo saben y suelen decirlo. En carta a un amigo, expresa Mallarmé: “Desgraciadamente, al penetrar los versos hasta ese punto, he tropezado con dos abismos que me desesperan. Uno es la Nada, a la que he llegado sin conocer el budismo, y estoy aún lo bastante consternado como para siquiera creer en mi poesía y reiniciar la tarea que este abrumador pensamiento me ha hecho abandonar”. Bergman, por su lado, escribe, acercándose al quid de algunas de sus películas, como Persona: “Me parecía que cada tono de mi voz, cada palabra en mi boca era una mentira, un juego para ocultar vacío y hastío. Sólo había una manera de salvarse de la desesperación y el colapso. Callar. Descubrir la claridad detrás del silencio o, en todo caso, tratar de reunir los recursos de los que aún podía disponer”.
Por eso Rilke: “Pues la belleza no es sino el comienzo de lo terrible, que apenas soportamos”. Aunque, además de confesarlo, es artista quien logra producir un testimonio, la obra: el arte consiste en dar cuenta de una nada, silencio, eternidad, mudez, inconsciente o como se lo llame, en un acto que de por sí es metáfora interpretativa. En lo fundamental tendemos hacia la música, a una destreza en combinar sonidos que deja escuchar un tolerable silencio.

* Psicoanalista. Miembro del Club de Analistas. Sus últimos libros publicados son La muerte de Isabel Bari y Placer, poder, erotismo.

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Diván de Sigmund Freud en Viena.
 
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