PSICOLOGíA › LA SITUACION DE PERSONAS “SIN TECHO” Y LA LOCURA

El hombre y su rata

El caso de un hombre sin techo, un “fugado” de un neuropsiquiátrico que, en rara compañía, vivía en Plaza Congreso, le permite a la autora una reflexión acerca de las condiciones de la internación y, sobre todo, de la externación psiquiátrica. Su pregunta es cómo “dar alojamiento a la locura”.

 Por Patricia Malanca *

Lo llamaré Jesús, aunque no tenía la edad de Cristo. Se parecía más a uno de los bandidos que acompañan a Jesucristo en la estampa de la crucifixión. Vivía desde hace años a la intemperie, en la Plaza Congreso. Vivía sobre colchones viejos, frazadas, trastos, siempre alcoholizado. Allí, en su morada, lo entrevistábamos, desde el Programa Buenos Aires Presente (BAP). Este programa pone a disposición de las personas en situación de calle –sin obligarlas– recursos habitacionales: paradores nocturnos, hogares de tránsito.

Esto pasó hace cinco años. El deliraba: decía que era Cristo, que era el Redentor. Flaco, huesudo, lo seguía una banda de apóstoles tan desangelados como él, hermanos de la calle que convivían ahí, podando ramas del ombú para hacer la fogata de cada noche, fortaleciendo y reafirmando su pertenencia al lugar. Pero no era una ranchada como otras de los que duermen en la calle, donde a menudo hay cierto nivel de diálogo y de organización: uno “manguea”, otro va a buscar el tetrabrik. En ésta no, no había comunicación, sino gritos, sinsentidos, parloteo de lo real, alguno saltaba con un delirio y todos lo seguían, la locura en la calle; y Jesús era el líder.

La técnica de los encuentros periódicos consiste en un acercamiento paulatino para crear algún vínculo de confianza y de reconocimiento mutuo, brindar un espacio de filiación, un lugar de identidad, un nombre, algún alojamiento posible en las preguntas para elaborar alguna estrategia de abordaje institucional. Una vez, después de muchos encuentros, me dijo cuál era su número de DNI, que no había olvidado. Con ese dato pude saber que había padecido una prolongada internación en el hospital Borda. De allí, según la historia clínica, se había “fugado”. Un día de verano después de varios meses de visitas, me llamó la atención una gran cantidad de lastimaduras en el pecho y los brazos. ¿Qué eran? Fue inútil preguntarle.

Jesús hizo lo mejor que podía hacer: irse, “fugarse” del manicomio. La locura es loca pero no tonta y, hacía un año, había ido a buscar en la calle el alcohol y alguna identidad.

Y recuperó identidad en esa plaza. Allí, en aquel grupo fue líder y fue redentor.

Una noche, en el marco de un gran operativo municipal de limpieza y puesta a punto de espacios y paseos públicos, le tocó a la Plaza Congreso: convocaron al BAP para atender a las personas que dormían bajo el ombú, mientras se realizaba la tarea. Supuse que el despliegue iba a descompensar a Jesús. Despertarlo en medio de tantos vehículos oficiales, máquinas y luces iba a ser difícil. Me acerqué. Dormía. Vi que estaba abrazado, como con cariño, a un objeto que no alcancé a distinguir. Entonces Jesús despertó: “¿¡Qué pasa!?”. Se levantó, con la sorpresa se destapó y, entre los empleados municipales boquiabiertos, pude ver lo que Jesús abrazaba: una rata gigante. El animal no se movió de su lado, mientras Jesús nos increpaba a los gritos. La rata estaba como domesticada, pero recordé las lastimaduras de Jesús: eran mordeduras. El animal se estaba comiendo al hombre. El objeto al sujeto.

Jesús, “el fugado” del Borda, armó un mono con todos sus derechos vulnerados y se fue a recuperar algo debajo del ombú de Plaza Congreso. La distancia entre irse al ombú y quedarse en la cama de un pabellón del Borda puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Frente a la Institución con I mayúscula que fagocita, la fuga de Jesús, con su cruz, muestra el síntoma institucional. El acto de fuga parece ser en sí mismo una suerte de delimitación o rechazo: crear un afuera que devuelva subjetividad frente al goce institucional. Una sublevación. Ahí la fuga actúa como defensa, y Jesús pudo adueñarse de un séquito de apóstoles en el Congreso y domesticar un roedor. Entre la Institución que fagocita identidad y la rata que lo devora a él, hay una ecuación de lo real que en el acto del fugarse intenta ser domesticada.

La institución psiquiátrica no le ofreció una filiación y no le permitió una salida articulada en forma tal que Jesús no terminara en la calle. Esto se hubiera obtenido simplemente por el cumplimiento de la Ley 448 de Salud Mental de la ciudad de Buenos Aires, que requiere internaciones breves y detalle el proceso de externación que incluye el ofrecimiento de lugares de albergue (ver recuadro). No hubo para Jesús una ayuda profesional que lo contuviera y lo permitiera construir un proyecto que lo integrara a la vida. Entonces, “fugado”.

En el lugar de la plaza donde Jesús eligió asentarse, casi cien años atrás, hubo una revuelta de los anarquistas, que fue reprimida con una matanza a manos de las fuerzas policiales comandadas por el entonces jefe de policía Ramón Falcón. La consigna anarquista que obraba en el diario La protesta decía: “Esto no puede morir en silencio. No, y mil veces no, el pueblo no ha de dejarse matar como mansa bestia. Incendiad y destruid sin miramientos. ¡Vengaos, hermanos!”

Las casas de convivencia y los recursos sociales no bastan por sí solos, no bastan, si los profesionales no somos capaces de adecuar nuestras prácticas. Frente a la domesticación institucional, sostener el concepto de lazo social. Ser capaces de armar redes, sostenerlas y darles continuidad a esas redes. Ser creativos a la hora de pensar recursos para esas redes informales que los sujetos nos proponen y que trascienden lo institucional. La persona que está ahí, cronificada en las Instituciones, entregó sus derechos para ser asistida por el Estado. El lazo social permite habilitar preguntas, un ¿por qué no? que permita, a un “cualquiera”, recuperar su singularidad, su condición de ser alguien.

Una premisa fundamental es no expulsar lo que incomoda. Que el Estado, a través de quienes somos sus agentes, otorgue filiación a ese a quien se pretendió, ferozmente, desafiliar. Debemos reconocer que, muy probablemente, el Estado deba acompasar los tiempos de estas personas, a veces, durante todas sus vidas. Ellos se quedarán, pero no se trata de que se queden en las instituciones; ése es el pensamiento más desafiliatorio. Se quedarán en nuestra práctica profesional. Esa es una forma de dar alojamiento a la locura. Afiliar ha de ser una tarea cotidiana y perseverante con ese prójimo que, si se cansa de esperar, nos denuncia con su fuga.

* Psicóloga. Ex coordinadora del Programa Buenos Aires Presente (BAP). [email protected]

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Imagen: Pablo Piovano
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